Coloquio Internacional
“Walter Benjamin / Siegfried Kracauer: Teorías materialistas de la historia” 
 9 al 11 de noviembre de 2009

Claudia Yarza
Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, Universidad Nacional de Cuyo, Centro Universitario, Parque Gral. San Martín, Mendoza (CP 5500)
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La presente ponencia intenta presentar algunos ejes de la notable presencia de la obra de Benjamin en la filosofía del alemán-costarricense Franz Hinkelammert, sobre todo destacar el fuerte influjo de la crítica al progreso que está presente, como subsuelo mítico, en la racionalidad moderna.

Deseamos destacar la orientación de esta referencia, que nos resulta de lo más relevante: no se trata de una mera conceptualización de la “mentalidad moderna”, sino de una perspectiva ideológica, una toma de conciencia que nos orienta dentro del espacio de la propia modernidad, precisamente para percibir la catástrofe al interior del supuesto progreso de la civilización y para concebir la necesidad de “cortar la mecha encendida” antes de la catástrofe final, como decía Benjamin en Avisador de incendios[1].

Toma de conciencia que además es reconocida como problemática, por Hinkelammert, de la misma manera en que para Benjamin era problemático el tratar de señalar la desorientación en la que caía la socialdemocracia cuando se creía “progresista”, acrítica con respecto al significado de la modernidad.

Ya en un texto fundacional, la Crítica a la razón utópica de 1982, Hinkelammert había hilvanado el análisis de la idea de progreso científico al interior de una crítica a la teoría sobre el método científico de Karl Popper. El sentido de esta crítica era poder internarse en la reflexión sobre lo utópico, sobre lo posible y lo imposible, en un contexto en el que cualquier demarcación –fuera de la pensada por la ciencia- era condenada como irracional. Por eso el hecho de tomar frontalmente a Karl Popper, el más violento sostenedor del dogma del “criterio de demarcación” y mostrar sus incoherencias y falacias, aparecía como políticamente relevante, en un momento en que era imperioso poder pensar, sistemáticamente, la continuidad entre el dogmatismo epistemológico y el rechazo neoliberal al utopismo socialista o populista, continuidad de la que eran paradigmáticas las obras de Popper o Hayek.

En aquel texto Hinkelammert discute a Popper el querer distinguir lo posible de lo imposible llevando la argumentación al terreno de la lógica discursiva (como cuando Popper afirma que la planificación económica es imposible por ser lógicamente contradictoria).

Hinkelammert afirma que hacer una crítica de las utopías nos conduce por distintos tipos de imposibilidades, y que ello no necesariamente pasa por el señalamiento de las utopías como pura irracionalidad; antes bien, hay una serie de separaciones y discriminaciones, la primera de las cuales, ciertamente, deja afuera lo que es contradictorio y lo separa de aquello que, siendo concebible, no encierra una contradicción. El conjunto de mundos concebibles entonces sí puede dividirse entre mundos posibles (en el sentido de factibles, realizables) y mundos imposibles (por imaginarios, aunque no-contradictorios). La primera distinción (la imposibilidad lógica) es una frontera ciega del conocimiento y de la acción; la segunda frontera, al interior de los mundos concebibles, es un límite real, afirma Hinkelammert, es un límite empírico que se descubre por experiencia, no deducible por un acto del pensamiento. Por ejemplo, la imposibilidad de la planificación perfecta o del conocimiento ilimitado, se descubren o se afinan en la historia, aunque expresen imposibilidades conocidas desde antes (la idea de Dios de alguna forma expresa esa imposibilidad, pero en la experiencia histórica son las instituciones sociales las que van “gestionando” esas imposibilidades).

De estas experiencias se sigue la formulación de categorías de la acción y del pensamiento; de ahí provienen enunciados que describen acontecimientos imposibles, que si ocurrieran, falsarían leyes empíricas (siguiendo el lenguaje popperiano), por ejemplo: he aquí un hombre que no necesita alimento para vivir; o he aquí un hombre que vuela, o he aquí un perpetuum mobile. Pero Popper se equivoca con su idea de la falsabilidad como criterio de demarcación: los enunciados falsadores no son posibles y no pueden serlo, porque describen un “mundo maravilloso” que, para funcionar, requiere seguir siendo imposible. En otras palabras, solamente al ser no-falsable, un principio de imposibilidad indica el límite de posibilidad de lo posible; los “mundos maravillosos”, precisamente porque no ocurren, pueden, en la medida en que son descubiertos, afinados, deseados, dar el marco al pensamiento de lo posible.

Por eso Hinkelammert los llama “falsadores trascendentales” porque no son falsadores empíricos, pero que en su forma negada dan el marco de todas las teorías de las ciencias empíricas; conceptualizar esos falsadores es parte de la ciencia (como lo son el conocimiento ilimitado o el perpetuum mobile): trascendiendo lo posible se llega a lo imposible, y con la toma de conciencia de la imposibilidad de lo imposible se marca el espacio de lo posible.

Aparte de este trabajo negativo, los falsadores también entran positivamente en la ciencia: aparecen en forma de supuestos e idealizaciones que permiten un acercamiento al fenómeno, como los “tipos ideales” de Weber. Así, el supuesto de la información completa en las teorías económicas: es una idealización, que se sabe no-factible, pero se presenta como un supuesto para permitir la exposición teórica. Transforman lo imposible en un cierto posible teórico, una idealización empírica.

Hasta aquí el uso afirmativo de los falsadores trascendentales se mantiene en el plano de lo teórico; el problema comienza cuando una vez interiorizados como supuestos teóricos, se transforman en metas de la acción a través de la aproximación tecnológica. Entonces: no se puede construir un perpetuum mobile pero sí máquinas con un gasto cada vez menor de energía; no se puede planificar absolutamente todo pero sí se puede hacer una planificación lo más eficiente posible, etc. Los falsadores trascendentales abren posibilidades tecnológicas, porque marcan el “más allá”: pero con ello la ilusión de la infinitud del progreso técnico, como algo “en principio” alcanzable, con toda su fuerza mítica, aparece en este paso.

Como dice Hinkelammert, todo lo imposible se vuelve “posible en principio”; es la ilusión trascendental que puede ser terriblemente destructiva porque afirma una “mala infinitud” (ya Hegel había desdeñado el kantiano “reino de la libertad” porque expresaba únicamente un más allá de lo finito puesto como real, sin ser real, y sin posibilidad alguna de alcanzarlo).

El problema con este proceder de las ciencias empíricas, atadas a la “ilusión trascendental”, es que se cierran a una crítica de esta ilusión. No perciben la inherencia de lo posible en lo imposible, y por lo tanto no pueden percibir el mito en el interior de la ciencia; si bien ésta pretende haber secularizado al mundo, sin embargo lo ha mitificado.

Gracias a la construcción de paraísos perdidos que se quieren recuperar, de metas infinitas que se piensa alcanzar con pasos finitos, se  vive en la ilusión de que tales paraísos están al alcance humano, de que sólo se trata de acelerar el proceso, sin otra consideración. De ahí el carácter violento, dogmático, arrollador, catastrófico en el sentido de Benjamin, del desarrollo tecnológico y del discurso apologista del progreso científico-técnico.

Porque al reducir la realidad a simple empiria, es decir, a un constructo o una base de maniobras de conceptos idealizados, este mecanismo subvierte la realidad, la devora. Visto a la luz del carruaje sin frotación, todos los carruajes reales son despreciables; vistos a la luz del mercado perfecto, todo mercado es insuficientemente abierto y cualquier obstáculo al mercado es dañino, como pueden ser los derechos laborales o la salud pública... No es pragmatismo racional, como gusta verse a sí mismo, sino todo lo contrario: es utopismo destructor. Posee una destructividad por desvinculación de las necesidades reales de los seres humanos, a los que piensa únicamente en términos de meros medios para la realización de sus metas (imposibles) como sucede, paradigmáticamente, con la meta del mercado perfecto en la sociedad capitalista.

“...La ilusión trascendental se transforma en la idea de la humanidad que pone a esa misma humanidad a su servicio. En nombre de la empiria se escapa de la realidad, se enfrenta a ella y hasta la puede destruir. En nombre de carreteras perfectamente planas, de carruajes sin frotamiento, de relojes exactos, de una medicina que hace la vida indefinidamente larga, de máquinas que piensan, de competencias y planificaciones perfectas, en fin, en nombre de la aproximación infinita a estas metas maravillosas, se desprecia a la realidad, se la socava y subvierte”[2].

Hinkelammert llama a liberar al pensamiento de esta ilusión trascendental, reivindicando la realidad. No se trata de demonizar a la ciencia (el tipo de antiutopismo que es típicamente conservador) sino de ver la ingenuidad de las ciencias empíricas frente al mito, frente a la ilusión. Ciencia y tecnología, al integrar en la realidad al mito (lo “posible en principio”), confunden realidad e ilusión, incluso lo ilusorio parece más real que lo real, y por eso es peligroso y destructor.

En este texto de 1982, la Crítica de la razón utópica, Hinkelammert ya percibía que el espacio de las ciencias empíricas y el espacio teológico se interpenetran; ambos trascienden el mundo real, pero lo hacen de manera diferente: aquello a lo que las ciencias se aproximan, en el espacio mítico y religioso se presenta como dado, como presente. De alguna manera, compiten también, y ello al punto que, si avanza la ilusión trascendental, la teología “está demás”. Como en la primera de las Tesis de Benjamin, la modernidad puede ser vista como la época en la que lo teológico no puede mostrarse, debe mantenerse oculto, aunque ello no signifique que no deba ser tenido en cuenta, atendido. En el texto de Benjamin, el denominado “materialismo histórico” corre el riesgo de permanecer como un autómata de fuerzas ciegas; sin embargo, ganará la partida si tiene en cuenta a la teología, que es -en esta alegoría- como el alma que le falta al autómata, el contenido espiritual que, sin embargo, no puede mostrarse[3].

Dice Hinkelammert: lo que Dios promete al hombre, la ilusión trascendental de los progresos infinitos de las ciencias empíricas lo promete también, y con un realismo aparente mucho mayor. Por ejemplo, es aceptable creer en la resurrección del millonario Hughes, cuyo cadáver fue congelado a la espera de que la ciencia alcance un conocimiento, en el futuro, capaz de curar la enfermedad que lo mató... Cuando la ciencia promete la resurrección de los muertos, sobra el Dios que promete resucitar al hombre de entre los muertos[4].

Nuestro pensamiento tiene que estar atento a esta dialéctica. En primer lugar, es el espacio de la crítica de la ilusión trascendental, aunque tal crítica aparece necesariamente también por la crisis del desarrollo, la crisis ecológica, el calentamiento global, etc., que son indicios muy concretos que corroboran la “mala infinitud” del razonamiento del progreso infinito.

En Avisador de incendios, Benjamin también califica de “mala infinitud” cierta tergiversación de la idea de la lucha de clases: no se trata de la idea (de “tinte romántico”, dice) de una prueba de fuerza entre quien vence y quien sucumbe, ni de un combate entre dos luchadores eternamente en pugna. La historia nada sabe de tal “mala infinitud”, por el contrario, el verdadero problema político es si, al final, este tipo de evolución técnica y económica (burguesa) no se interrumpe a tiempo, de lo contrario, “todo estará perdido”.

El mundo que hoy se globaliza, dice Hinkelammert, es resultado del método científico y de la acción medio-fin mercantil, que no pueden realizarse sino haciendo abstracción de la condición finita del hombre y de la naturaleza. Por ello no enfrentamos sólo una crisis del capitalismo, sino una crisis del concepto fundante de la modernidad: el concepto de la armonía inerte entre el progreso técnico y el progreso de la humanidad, mediatizada por un marco institucional como el mercado (o el plan centralizado). La crisis del capitalismo se ha transformado en una crisis de la propia civilización occidental.

No hay un péndulo eterno (romántico) de la teología a la ciencia y viceversa; tampoco una flecha al progreso que asciende indefinidamente, mecánicamente, indefectiblemente... Si construimos un mundo trascendental gracias a una abstracción del mundo real, es necesario evitar la ilusión de confundirlos, de lo contrario en lugar de una secularización, como promete la modernidad, nos hallamos frente a la sustitución de un mito por otro. Por una parte, tal tensión del presente y el futuro nos hace sacralizar el statu quo al presentarlo como meta ya alcanzada, sostén del progreso ulterior[5], lo que deslegitima cualquier rechazo del presente o intento de transformación[6].  Por otra parte, lo que se inhibe al trasponer la ilusión trascendental sobre el mundo real es la idea de novedad, de irrupción. Hinkelammert alude directamente en este punto a Benjamin, asimilando su idea de subjetividad con el Mesías que irrumpe, que instala en la identidad individual un ser-con-los-otros y para cuya razón práctica es evidente el siguiente postulado: asesinato es suicidio. O bien: la locomotora del progreso desemboca en la catástrofe.

Esto es también consistente con otro escrito de Benjamin, publicado en forma póstuma, el “Fragmento político-teológico” [7]. Sin agotar lo que este hermético texto plantea, nos interesa destacar que allí Benjamin traza una frontera entre el ámbito histórico-profano y el espacio referido a lo mesiánico, que parece contradecir la imagen dada en las Tesis. Sin embargo, el texto luego habilita lo que Löwy llama un “puente dialéctico” entre ambos, una pasarela frágil que une la dinámica de lo profano, la búsqueda de la felicidad de la humanidad libre, sus luchas históricas “profanas”, con el cumplimiento de la promesa mesiánica[8].

Pensamos que hay seguir estas indicaciones; por un lado, la distinción benjaminiana de la esfera de lo mesiánico con respecto al mundo profano, que establece con total claridad que la idea de un reino divino, de una total plenitud, no conduce a una política sino a una teocracia. Referencia que no es baladí si tenemos en cuenta, como alerta Hinkelammert, que hay un cruce de la crítica a la modernidad con el discurso religioso donde prospera el anticomunismo y el antiutopismo más violento, el que fija la catástrofe en el futuro y con eso vacía al presente. La catástrofe se transforma en esperanza: las sectas fundamentalistas cristianas lo pregonan con este significado “¡Cristo viene!” Y esto significa: “hemos pasado el punto de no retorno, ya no se puede cambiar nada”. No hay responsabilidad por lo presente ni por lo futuro; es el mito del progreso invertido, transformado en el mito del suicidio colectivo de la humanidad[9].

Pero por otro lado, la otra indicación de Benjamin, en el sentido de una cooperación entre el orden profano y el advenimiento del reino mesiánico, permiten pensar la dialéctica de nuestra praxis política y nuestra crítica al progreso. No es anunciar una catástrofe en abstracto, sino percibir la catástrofe actual; no es trasladar lo catastrófico del progreso al futuro, sino reconocer que la amenaza está hoy en curso, nos subvierte desde dentro actualmente. No es algo hacia lo cual nos dirigimos (como espetan los fundamentalistas y apocalípticos), sino algo que se acumula bajo nuestros pies, en nuestros pies, porque estamos en ese medio, en esas ruinas a las que quisiera redimir el ángel de la historia porque produce víctimas a cada paso.

Tampoco se trata de negar lo utópico; pero sí de reconocer que el pensamiento utópico requiere de una crítica. Y en ésta resulta fundamental la concepción del tiempo, y ello hacia una recuperación del sentido de la libertad, no ya fijada alrededor de un posible-infinito y de un progreso determinado desde un futuro abstracto, porque ello sólo alienta al conformismo y al cinismo, como decía Benjamin.

Lo imposible no puede ser transformado en un fin por alcanzar, en nombre de un “todavía no”, sino que debe ser traducido –dice Hinkelammert- en posibilidades, en plural. Se trata de posibilidades entre las cuales hay que elegir y que no son predeterminadas, pero que surgen de la experiencia de la propia catástrofe del presente y se dirigen a negar lo más ominoso de este presente, por eso su lema es como en el zapatismo: construir un mundo donde quepan todos (los seres humanos y también la naturaleza).

Notas
[1] Walter Benjamin, Calle de mano única, Trad. de J.J. Del Solar y Mercedes Allendesalazar, Madrid, Editora Nacional, 2002, pp. 52-53.

[2] Franz Hinkelammert, Crítica de la razón utópica, 2º ed., San José, Costa Rica, DEI, 1990, p. 202.

[3] Walter Benjamin, “Tesis de filosofía de la historia”, en Angelus Novus, (Schriften) Trad. por H. A. Murena, Barcelona, Edhasa-Editorial Sur, 1971, p.77.

[4] Franz Hinkelammert, op. cit., pág. 212 y ss.

[5] Estela Fernández Nadal “Acerca de fetiches, ídolos y utopías: Hinkelammert y la racionalidad abstracta del capital”, en Fernández y Vergara (eds.), Racionalidad, utopía, modernidad. El pensamiento crítico de Franz Hinkelammert. Santiago de Chile, Univ. Bolivariana, 2007, pp. 97-121.

[6] Por eso decía Hinkelammert que lo inaceptable (por irracional) no es la idea de resurrección de cualquier persona, sino la resurrección de Jesús: ésta promete un “mundo maravilloso” que significa cambiar algo del orden de las relaciones sociales (no así la resurrección del millonario Hughes).

[7] Walter Benjamin, “Fragmento político-teológico” en Ensayos (Tomo IV) (Schriften, Band IV). Trad. por Roberto J. Vernengo. Madrid, Editora Nacional, 2002, pp. 71-72.

[8] Cfr. Michael Löwy, Walter Benjamin: Aviso de incendio. Una lectura de las tesis “Sobre el concepto de historia”, Buenos Aires, FCE, 2002, pág. 22.

[9] Franz Hinkelammert, “Hacia la reconstitución del pensamiento crítico” (mimeo, 2008) disponible en www.pensamientocritico.info.
 

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