Desde la publicación de la primera edición de Hacia una economía para la vida (DEI, 2005), hemos recibido innumerables sugerencias y recomendaciones para ampliar y mejorar el libro, muchas de las cuales han sido incorporadas en ediciones más recientes publicadas en Costa Rica, Colombia y Argentina. Pero entre todas ellas hay una que destaca: “¿No podrían decir lo mismo en palabras más sencillas?”. Y aunque reconocemos que se trata de una obra teórica difícil de popularizar, no por ello descartamos la importancia de llegar a un público más amplio y no familiarizado con las teorías económicas.
 
Así que haremos el intento, pero de una forma particular: abriendo en el sitio web www.pensamientocrítico.info, esta columna que hoy iniciamos y que hemos llamado, Gotitas de Economía Crítica. La fuente principal es la obra mencionada, pero ampliando nuestra interlocución con tantos amigos y amigas con quienes hemos discutido y, alimentándonos siempre de la insustituible praxis de los movimientos sociales que luchan por otros mundos posibles. Todos los comentarios son bienvenidos.
 
Fraternalmente
Franz J. Hinkelammert
Henry Mora Jiménez.
 
 
¿Por qué una «economía para la vida»?
 
Las últimas décadas del siglo XX fueron testigo de un cambio dramático en el devenir de la humanidad. A medida que los «problemas modernos» se fueron transformando en verdaderas amenazas globales sobre la existencia de la vida en el planeta y la sobrevivencia de los seres humanos —la exclusión económica y social, la subversión de las relaciones humanas, la destrucción del medio ambiente, las diversas crisis ecológicas—; paralelamente se afianzaba un pretendido pensamiento único, ciego ante tales amenazas y ebrio de un eficientismo abstracto fundado en la supuesta superioridad de la economía de mercado, en el gran poder de la tecno-ciencia y en la lógica de la racionalidad instrumental medio-fin.
 
Con el colapso del socialismo histórico, este sistema anunció su triunfo definitivo, celebró el “fin de la historia” y se propuso aplastar toda opción que no fuese la solución única y homogénea que ha pretendido implantar en el mundo entero. Ya no podían haber muchos mundos ni pluralismo de sistemas, sino un sólo mundo que sería el capitalismo globalizado.
 
Este “nuevo” orden se impone y se legitima gracias al implacable poder que lo sostiene. No puede prometer, y ya no promete, un lugar para todos, sino que exalta la ideología de la competencia a muerte y la eficiencia abstracta: el mundo es de ganadores y perdedores (winners y losers). Pero al afirmarse sobre un poder total e indiscutido, este orden prescinde de toda referencia a los seres humanos concretos como fuente de legitimidad, afirmando esta por la legalidad y por la fuerza. Se autoconcibe creado, organizado y posibilitado por el imperio de la ley y de las armas, en una sociedad en guerra competitiva permanente entre los capitales, los Estados, las naciones, los pueblos, y los mismos seres humanos.
 
Las ciencias sociales, y particularmente la economía, se adaptaron rápidamente a esta ideología del capitalismo total. La economía ahora se conduce como si se tratara de una guerra económica, en la cual se busca conseguir y mantener “ventajas competitivas” que hagan posible salir de este campo de batalla como los vencedores. El economista, y en especial el administrador de las grandes empresas transnacionales, se ha convertido en un asesor militar en esta guerra económica, llegando a ser su función primordial, no la producción de teorías o el entendimiento de lo que significa esta manera de enfocar la realidad, sino, cómo contribuir al triunfo en esta confrontación bélica: la competencia a muerte.
 
Pero este estado de guerra desatado por el capitalismo globalizado, conduce no solamente a una destructividad cada vez mayor de los ámbitos de la vida social y de la naturaleza, sino también a una autodestructividad creciente que socava las propias condiciones de posibilidad de la vida humana, natural y social. El sistema no puede seguir creciendo sin provocar una crisis ecológica de dimensiones apocalípticas, pero tampoco puede decrecer sin originar una crisis económica y social de enormes proporciones. La modernidad se encuentra en un laberinto y no tiene un «hilo de Ariadna» que le muestre la salida.
 
El problema fundamental de la modernidad se puede describir entonces del siguiente modo: la irracionalidad de lo racionalizado. Nuestra racionalidad produce irracionalidades, incluso monstruosas; y cuanto más hemos racionalizado y nos hemos hecho más eficientes, tanto más se despliega esta irracionalidad producto de la misma acción racional. Todo pensamiento crítico hoy no puede ser sino la búsqueda de una respuesta a esta irracionalidad de lo racionalizado.
 
Por eso, la demanda de la recuperación del sujeto (del ser humano en cuanto sujeto corporal), de la vida humana concreta (personal, social y espiritual), de la vida para todos, en las relaciones humanas, en las instituciones sociales y en las construcciones culturales —ciencia, arte, filosofía, teología, etc.— es la demanda más urgente en el mundo de hoy. Recuperar hoy el sujeto negado no es un simple juicio de valor, es la exigencia de recuperar un realismo perdido. Esta recuperación parte de un juicio de la razón práctica, de una afirmación sobre la realidad en la cual vivimos:
 
Yo soy solamente si tu también eres” (Desmond Tutu); y desemboca en otra afirmación sobre la realidad: “Asesinato es suicidio”. Esta afirmación no implica de por sí una ética determinada, pero cuando optamos por este realismo afirmamos la vida, y al hacerlo surgen las resistencias, las alternativas y su necesidad.
 
Si como creemos, no puede construirse una nueva sociedad sin imaginarla, entonces, la construcción de alternativas pasa por una renovación radical de nuestros actuales marcos categoriales, marcos que no solamente predeterminan nuestra percepción de la realidad, sino que limitan, además, las metas de la acción humana que podemos siquiera concebir.
 
Desde sus orígenes, la economía se ha debatido entre el «arte del lucro» (crematística) y el arte de gestionar la producción y distribución de los bienes necesarios para abastecer a la comunidad y satisfacer las necesidades humanas (oikonomiké). En esta última dirección es que pensamos debería reformularse radicalmente la economía, como una ciencia de la reproducción o sustentabilidad de las condiciones materiales (biofísicas y socio-institucionales) que hacen posible la vida personal, social y espiritual; esto es, como una economía orientada hacia la reproducción de la vida o, resumidamente, como una Economía para la vida.

 

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