ALAS 2015- Ponencia
Gustavo David Silnik[1]
Estela Fernández Nadal[2]
La capacidad de distinción entre “el verdadero dios” y los falsos ídolos es un tema ancestral presente en toda la tradición judeo-cristiana. Basta recordar que el primer mandamiento de … la Torá?, prohíbe la idolatría: “No tendrás dioses ajenos delante de mí. No te harás imagen, ni ninguna semejanza de lo que está arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No te inclinarás a ellas ni las honrarás” (Ex. 20:3-6).
Esta exigencia de discernimiento de los dioses verdaderos y la consecuente prohibición de la idolatría están íntimamente relacionadas con el problema de la libertad, tal como lo entiende Erich Fromm, representante de la escuela de Frankfurt en el campo del psicoanálisis, en su conocida obra “Y seréis como dioses”. Allí desarrolla una interpretación del Antiguo Testamento en la que ídolo y verdadera divinidad se excluyen recíprocamente: “Dios, como valor supremo y fin, no es un hombre, el estado, una institución, la naturaleza, el poder, la propiedad, la capacidad sexual ni ningún artefacto hecho por el hombre” (Fromm, 1960, 44). El ídolo representa entonces un objeto, una cosa o institución, inerte, vacía de vida, muerta, a la que el hombre transfiere –convirtiéndola en ese acto en ídolo- sus propios poderes y pasiones. En ese acto de construcción del ídolo, de transferencia a una cosa de sus facultades y esperanzas humanas, el hombre se aliena en su objetivación y pierde su libertad e independencia, quedando sujeto a los caprichos del ídolo. Por tanto, la negación de la idolatría supone una particular relación entre el ser humano, por una parte, y la autoridad, la ley y las instituciones, por otra.
Esa relación es recuperada y incorporada en el cristianismo primitivo por Pablo de Tarso. De origen judío, el converso Pablo lleva adelante, en su epístola a los romanos, una demoledora crítica de la ley, que engarza con la tradición de la negación de la idolatría. Como ha señalado Gabriel Liceaga, Pablo interpreta la muerte de Jesús como un crimen que se comete, no en transgresión de la ley, sino por el contrario en su cumplimiento (Liceaga, 2015, 39). De allí que Hinkelammert señale que la teología paulina de la ley es producto de la toma de conciencia de que el cumplimiento de la ley, dada para la vida, puede llevar a la muerte, si la misma es fetichizada o idolatrada, es decir aceptada como sagrada más allá de todo discernimiento. Por este camino, Pablo reconstruye “completamente la relación con la ley y la legalidad: la ley mata. Para no matar hay que ir más allá de la ley" (Hinkelammert, 2000: 30). Ese más allá de la ley es la fe: "Pues nosotros afirmamos que el hombre es tenido como justo por la fe y no por el cumplimiento de la ley" (Rom. 3, 28). La fe es una anticipación colectiva en el presente de la utopía celestial de la “nueva tierra”, a partir de la puesta en ejercicio, en el seno de las comunidades cristianas, del amor al prójimo, fundamento de una nueva subjetividad social humana (Liceaga, 2015, 42).
Entendemos que es en esta particular relación, en la tensión y discernimiento constantes, donde reside un aporte singular de las teologías judeo- cristianas para el enriquecimiento y ampliación del horizonte de sentido del pensamiento crítico.
Las derivas profanas de la teología. Modernidad y secularización
La filosofía de Franz Hinkelammert –particularmente sus conceptos de sujeto y de bien común- se hace cargo de esa línea interpretativa, procedente del judaísmo e incorporada al cristianismo primitivo por la crítica paulina de la ley. Pero esta recuperación de temas religiosos muy antiguos se realiza a partir de la referencia constante a Marx, a quien Hinkelammert sitúa en una línea interpretativa que une a la antigua teología judía con Pablo de Tarso y el propio Marx, y que se continúa en Walter Benjamin y el mismo Hinkelammert.
En esta “constelación” de pensamiento crítico, Marx asume plenamente la crítica de la religión y la exigencia de discernimiento de los dioses. Lo hace claramente en el Prólogo a su Tesis doctoral, donde enuncia aquella fundamental “sentencia en contra de todos los dioses del cielo y de la tierra, que no reconocen la autoconciencia humana (el ser humano consciente de sí mismo) como divinidad suprema. Al lado de ella no habrá otro Dios”[3]. Para Hinkelammert no se trata de una referencia accesoria en el pensamiento de Marx, sino de una cuestión axial, que conduce al descubrimiento de la teoría del fetichismo en la sociedad capitalista y que organiza, a lo largo de la obra marxiana, “todo un programa de investigación ─que Marx esbozó─, al que no se le ha dado casi seguimiento en la tradición marxista” (Hinkelammert, 2007, 24).
El discernimiento de los dioses, ausente en la tradición filosófica griega y nacido en el seno del judaísmo y de las tradiciones cristianas, se erige para Marx, a partir de entonces en criterio orientador: serán falsos aquellos dioses que no reconozcan la autoconciencia humana como la divinidad suprema.
Unos pocos años más tarde, Marx completa esa idea en la “Introducción a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel” (1844), cuando afirma: “La crítica de la religión desemboca en la doctrina de que el ser humano es el ser supremo para el ser humano y, por consiguiente, en el imperativo categórico de echar por tierra todas las relaciones en que el ser humano sea un ser humillado, sojuzgado, abandonado y despreciable”[4]. De esta forma la crítica y transformación de todo sistema que no respete la dignidad divina del ser humano se expresa como imperativo ético categórico. Al mismo obedece la teoría del fetichismo de la mercancía, con su exigencia de reapropiación por parte del ser humano de la capacidad para subordinar la ley del mercado a la reproducción de la vida.
Luego de Marx, la mediación más importante entre la antigua tradición judeo-cristiana de crítica a la idolatría y a la ley idolátrica, por una parte, y el pensamiento crítico secularizado moderno, por otra, corresponde a la intervención de Walter Benjamin, y particularmente su peculiar interpretación de la “secularización” como problemática de la sociedad moderna desarrollada por Max Weber.
Como es sabido, Weber explicó la modernización como un proceso de racionalización progresiva, al que le es inherente un alejamiento paulatino de las formas de la vida moderna con respecto a la matriz cristiana que constituyó su punto de partida (Wellmer, 1988, 72 y ss). Por eso Modernidad es sinónimo de “desencantamiento” del mundo, de pérdida irrecuperable del velo de magia y misterio que envolvía a las sociedades anteriores, y de imposición de una lógica opuesta, de cálculo y control, que domina crecientemente tanto las relaciones de mercado como la organización burocrática del Estado. El resultado es presentado por Weber como sumamente ambiguo: por una parte, todo el proceso conduce al vaciamiento de la vida humana de todo significado trascendente, pero, por otra, impulsa el surgimiento de espacios diferenciados del saber, donde se originan las ciencias particulares. En ellas se sacrifica la dimensión de la totalidad pero se gana en eficacia y en posibilidades técnicas (Weber, 2003, 189 y s).
En definitiva, contrariamente a la confianza y el optimismo de la Ilustración, para Weber el proceso de "racionalización-secularización" no conduce a ninguna perspectiva esperanzadora, sino que deriva en el encarcelamiento del hombre moderno en sistemas deshumanizados, en una verdadera "jaula de hierro", que es la sociedad moderna, desencantada y administrada[5].
Walter Benjamin conoce estas tesis, pero su interpretación del proceso es más rica, más compleja y, por supuesto, más crítica. Comparte el diagnóstico weberiano, pero no se le escapa que el núcleo religioso sigue vivo, operante, dentro de la nueva apariencia secular. Como ha señalado Reyes Mate, el filósofo judío concibe a la secularización como “una operación en dos tiempos”, o, si se quiere, con dos aspectos diferentes y complementarios: por una parte, la cultura y la política modernas se han emancipado de la religión, y son, en este sentido, una negación de la religión; pero, por otra, las huellas de la religiosidad tradicional están presentes (transformadas) en la racionalidad moderna. “Esos dos momentos están en tensión casi aporética […]. Hay una tensión entre religión e Ilustración que si desaparece arruina la posibilidad misma de la secularización” (Mate, 2009, p. 378).
Para Benjamin esa tensión es decisiva y valiosa, es el secreto que conserva prendida (escondida pero viva) la llama mística y explosiva de la revolución en una sociedad secularizada. A diferencia de Carl Schmitt, para quien la secularización es una calamidad que priva de fundamentos a la teoría jurídica del Estado (cfr. Schmitt, 2001, pp. 43-53), para Benjamin “la secularización es a la vez legítima y necesaria, con la condición de que se mantenga la energía subversiva de lo mesiánico, aún cuando sea en estado de fuerza oculta (como la teología en el jugador de ajedrez materialista)” (Löwy, 2002, 155). Así lo dice claramente en la tesis XVIIa, refiriéndose a un momento particularmente relevante en el proceso de la secularización moderna: “Marx ha secularizado la idea del tiempo mesiánico en la de la sociedad sin clases. Y ha hecho bien” (Benjamin, 2009, p. 375)[6]. Benjamin reconoce en la utopía marxiana de una sociedad sin clases las trazas de un contenido religioso, que es presentado bajo un ropaje secular: esta conformación es la que convierte al objetivo en algo discernible y deseable para sujetos modernos; pero aquel contenido es el que da el criterio para juzgar la opresión presente (y pasada), y dota a los actores de la motivación necesaria para que luchen por alcanzarlo.
Una dialéctica similar entre lo sagrado y lo profano encontramos en Hinkelammert. En su caso, el significado de “secularización” se recorta sobre el fondo de su más amplia interpretación de la historia. Según esta perspectiva, desde sus más oscuros orígenes, la humanidad ha estado impulsada por una dialéctica de sometimiento y rebelión frente a lo instituido, lo objetivado, lo abstracto, que puede sintetizarse en la oposición sujeto/ ley: la emergencia de un principio subjetivo, que afirma la vida y se resiste al cumplimiento de una norma sacrificial, por un lado, y el poder de la ley sacralizada y arbitraria, que niega la vida y la libertad humanas, por otro (Cfr. Hinkelammert, 1998; 2002 a).
En el mundo actual, esto es, en tiempos de la sacralización de instituciones abstractas, la negación de la idolatría como tema central de la teología judía irrumpe bajo la forma del discernimiento de las instituciones y de la ley. Se trata ahora de una herramienta crítica y un criterio ético; no de una cuestión religiosa. Es el terreno de una teología política o profana, carente de carácter u orientación religiosa o teística, y vinculada estrictamente a las ciencias sociales en el marco de sociedades modernas secularizadas.
La crítica a la razón mítica
Para Hinkelammert, comprender el funcionamiento de una teología profana en los pliegues de la sociedad actual exige incursionar en las características profundas de la razón moderna, una razón que no “desencantó” el mundo, sino que, bajo la apariencia de un desencantamiento y por detrás de su desarrollo formal-instrumental, produjo nuevos “encantamientos”. Estos son consecuencia de las características de la razón humana. Su limitación, su fragmentariedad, determinan que se desarrolle como razón instrumental que elige los medios más adecuados para la obtención de un fin particular, desentendiéndose de todo el contexto dentro del cual se desarrolla la acción y produciendo indirectamente efectos no controlados ni buscados.
Es una razón que produce una representación distorsionada y parcial de lo real como un mundo de relaciones matemáticas, de cálculos exactos y de progreso infinito, donde toda la dimensión concreta de la vida es ignorada −incluyendo el carácter corporal, vulnerable y finito de todas sus formas y, correlativamente, la interdependencia que existe entre ellas−. En definitiva, se construye un mundo donde la dimensión vida-muerte ha sido “abstraída”, en el que fácilmente surge y crece la aspiración a desarrollar conocimientos y tecnologías capaces de producir instituciones perfectas.
Cómo es lógico, ese mundo perfecto tiene que estrellarse, y lo hace periódicamente, contra la pared de la imperfección y contingencia radicales de la vida.
Frente a la insuficiencia de la racionalidad instrumental para dar cuenta de la realidad como totalidad compleja, no reductible a la dimensión del cálculo medio-fin, surgen los mitos. Con ellos se busca suplir aquella insuficiencia. En este sentido, el mito no se opone a la razón sino que es una dimensión complementaria de la racionalidad instrumental, que desarrolla una percepción de la vida humana bajo el punto de vista vida/muerte, siempre excluido de esa racionalidad. Es una forma de respuesta a la imprevisibilidad y contingencia de la vida de seres que son, básicamente, mortales; es una respuesta de tipo mágico, pero no irracional. Razón mítica y razón instrumental son dos caras de la misma razón.
Los mitos sirven para orientarnos frente a las amenazas que se ciernen sobre nosotros. Esa orientación, empero, no tiene un sentido unívoco; de allí que puedan cumplir una función de justificadora o transformadora de la realidad. Tampoco tienen necesariamente una orientación religiosa; como lo prueban los mitos surgidos en el marco de la Modernidad: “progreso científico”, “mercado perfecto”, “sociedad perfecta”: mitos modernos puestos al servicio de la sacralización de instituciones absolutizadas, que aplastan toda posibilidad de emancipación hoy. Poner en evidencia su carácter teológico secular o teológico-profano es una función fundamental del pensamiento crítico actual.
En los mitos fundacionales de antiguas culturas puedan descubrirse estructuras profundas y permanentes de la condición humana, que, a pesar de las transformaciones histórico-sociales e ideológicas producidas a lo largo de miles de años, se mantienen operantes en la actualidad. La raíz de la sujetividad emergente en tensión frente a la ley, que aparece en los relatos bíblicos sobre Eva, Caín y Abraham, por ejemplo, es conservada al interior del cristianismo[7], y no desaparece tampoco a partir del siglo XVIII, cuando la conciencia religiosa occidental es sometida a un proceso de secularización radical.
La Ilustración y las revoluciones burguesas sustituyeron el cielo religioso transmundano del cristianismo, no para abolirlo, sino para recuperarlo en una dimensión diferente: como mecanismos de funcionamiento perfecto, que son construcciones idealizadas, conceptos abstractos de perfección, que no se conciben como ideas reguladoras sino como ámbitos de plenitud posibles y alcanzables por un proceso de aproximación asintótica[8].
La escalera que une la tierra con este nuevo cielo secularizado es el mito del progreso indefinido, producto de la alianza entre tecnología y empresa, laboratorio y fábrica, que ha devenido en el fundamento de una religión intramundana. El mito del progreso o del crecimiento infinito introduce una trascendencia externa a la vida humana, a la que impone una tensión hacia el futuro, resultado de la proyección infinita de los desarrollos técnicos presentes.
El actual proyecto de acumulación global del capital es la continuación y exacerbación del mismo proyecto social y político nacido con las revoluciones burguesas. Hoy, el mercado global, empujado por las burocracias privadas de las empresas, ha devenido la institución absoluta. Y las burocracias privadas, convertidas en poderes no sometidos al control público ni al voto democrático, dictan las políticas a los gobiernos, controlan los medios de comunicación, y defienden su poder despótico en nombre de los derechos humanos. “Se han transformado en la gran aplanadora del ser humano” (Hinkelammert, 2002, 319). En su entronización culmina la gran frustración de la modernidad: el hecho de que la emancipación desembocara en la dependencia más completa.
La crítica de la razón utópica
Como venimos diciendo, la modernidad puede ser entendida como el resultado de un comçplejo y ambiguo proceso de secularización de la cosmovisión medieval tradicional, en el cual los mundos trascendentes ─los mitos de la reconciliación plena del hombre con Dios, con la naturaleza y con los otros hombres, en un ámbito “más allá” de esta vida─ son reemplazados por mundos trascendentales, esto es, por idealizaciones construidas por abstracción y proyectadas al futuro como mecanismos de funcionamiento perfecto.
En efecto, una de las facetas de la dominación desplegada por el sujeto moderno en su afirmación de sí como amo del mundo, es la construcción de utopías sociales y políticas proyectadas en el futuro y pensadas como modelos de perfección y plenitud humanas efectivamente alcanzables en el tiempo a partir de una aproximación asintótica. A estas proyecciones utópicas Hinkelammert las conceptualiza con la categoría de “totalidad-presente”.
La crítica de la razón utópica parte de considerar la proyección de utopías como una dimensión inevitable del pensamiento, que permite pensar lo imposible deseado y despejar, a partir de ello, el espacio de realización de lo posible. Por tanto no es, ella misma, anti-utópica; lo que le importa iluminar es la falacia de la ilusión trascendental de que es presa la razón utópica cuando proyecta conceptos abstractos y los concibe como una realidad alcanzable. Cuando opera de este modo la razón utópica, la “totalidad” a la que se aspira es pensada como presente, en el sentido de alcanzable mediante una operación de acercamiento paulatino. Desde la mirada trascendental moderna todo lo que estorba la concreción de la perfecta idealización es percibido como factor distorsionante que debe ser suprimido, como “ruido” que empaña la transparencia de la plenitud posible. El resultado actual de ese procedimiento de aproximación asintótica a la utopía del mercado-total es que “el conjunto de las condiciones de posibilidad de la vida humana aparece como una distorsión del mercado. Las mismas exigencias del circuito natural de la vida humana –el metabolismo entre el ser humano como ser natural y de la naturaleza circundante en la cual esta vida humana se desarrolla- son consideradas distorsiones del mercado [...]. Los propios derechos humanos son distorsiones del mercado desde el punto de vista de la lógica del mercado” (Hinkelammert, 1995, 278 y s).
La única forma de frenar este espiral de irracionalidad que nos lleva al suicidio colectivo es pensar la “totalidad” de otro modo, no como una presencia que está a la mano, a la vuelta del camino histórico, sino como “ausencia”: indicio de la paradójica condición de un ser que aspira a la infinitud y a la transparencia, y tiene que realizarse en el marco de la finitud y la opacidad.
En las utopías respira un anhelo de totalidad, que es legítimo en tanto sólo la proyección de un ideal regulativo “imposible” permite dimensionar lo posible-real y juzgarlo a partir de la falta que impide una realización más plena. La dificultad reside en la conceptuación misma de la “totalidad”, que determina el modo de aproximación a la utopía: por una parte, podemos concebirla como un horizonte siempre “ausente” que nos exige una aproximación práctica sujeta a permanente reformulación; por otra, podemos pensarla como una fórmula de perfección que está a la vuelta de la esquina y de la que sólo hay que apropiarse para hacerla “presente”.
Conclusión
Hinkelammert plantea, en definitiva, la necesidad de someter a una profunda autocrítica las utopías emancipatorias que elaboraron las generaciones pasadas y de redefinir un proyecto de liberación que no evada el reconocimiento de los límites de opacidad y finitud que son intrínsecos a la condición humana.
En el marco de la fragmentación de las sociedades capitalistas actuales y de la cultura de la desesperanza característica de nuestra época, se hace necesario resaltar la importancia de la dimensión utópica. Hoy más que nunca es necesario pensar las posibilidades de la realidad a partir de un ideal imposible que abra una brecha hacia las transformaciones posibles. Pero es igualmente necesario reconocer el carácter trascendental y no empírico de ese ideal regulativo.
La intervención de la crítica, en este contexto, significa desacralizar el sistema e historizarlo, mostrar su génesis y su desarrollo histórico para poder pensarlo como producto de la praxis humana y, por tanto, no ajeno a su posible transformación. Significa también volcar una luz sobre los efectos de la lógica capitalista, que destruye las fuentes de la riqueza, subordina la humanidad del productor a los imperativos instrumentales de la reproducción del sistema y reduce la naturaleza a producto de consumo y objeto de explotación. La crítica devela, en tal sentido, la herida mortal producida sobre el cuerpo del “circuito natural de la vida humana”, como consecuencia de la cual se ha establecido una contradicción agónica entre el producto de la actividad práctica (el trabajo objetivado o muerto) y las fuentes de la riqueza (el trabajo vivo y el metabolismo hombre-naturaleza como condición de posibilidad de la vida misma).
Bibliografía
FROMM, Erich (1960). Y seréis como dioses. Madrid: Paidós.
HINKELAMMERT, Franz (1995). Cultura de la esperanza y sociedad sin exclusión. San José: DEI.
HINKELAMMERT, Franz (2000). “Sobre la concepción de sociedades perfectas en la metodología de las ciencias económicas”. Inédito, San José, 22 p.
HINKELAMMERT, Franz (2002). Crítica de la razón utópica. Bilbao: Desclée de Brouwer y Junta de Andalucía.
HINKELAMMERT, Franz (2002). El retorno del sujeto reprimido. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia.
HINKELAMMERT, Franz (2007). Hacia una crítica de la razón mítica. El laberinto de la modernidad. Materiales para la discusión. San José: Arlekín.
HINKELAMMERT, Franz (2013). La maldición que pesa sobre la ley. Las raíces del pensamiento crítico en Pablo de Tarso. 2 Edición ampliada. San José: Arlekín.
KANT, Immanuel (1977 [1781]). Crítica de la razón pura. México: Porrúa, México.
LICEAGA, Gabriel (2015). Tiempo mesiánico y sujeto de la historia. Tesina de licenciatura en Filosofía. Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza, inédito, 190 pp.
MARX, Karl (1841). “Prólogo de su tesis doctoral”. Marx Engels Werke. Ergänzungsband, Erster Teil, Berlín.
[1] Secretario de Relaciones Institucionales y Territorialidad. Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza, Argentina. Docente de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales (U. N. Cuyo).
[2] Profesora Titular Ordinaria U. N. de Cuyo. Investigadora Principal del CONICET. Mendoza, Argentina.
[3] Citado en Hinkelammert, 2007, 18.
[4] Karl Marx, La introducción a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel. Crítica de la religión, en: Erich Fromm (comp.), Marx y su concepto de hombre (1962), p. 230. Citado por Franz Hinkelammert (2013), 183.
[5] El original en alemán es stahlhartes Gehäuse, traducido al español como “férreo estuche”, “duro cofre” (Weber, 2003, 189 y s), que Weber contrapone en el texto de referencia al “manto sutil” que implicaba inicialmente para los cristianos reformados el mandato de acumulación de riquezas. Sin embargo, la metáfora weberiana adquirió celebridad mundial a partir de la traducción al inglés de Talcote Parsons: iron cage, de donde deriva el uso habitual del concepto en español (jaula de hierro).
[6] Esta tesis no figura en la traducción castellana de las Tesis sobre la filosofía de la historia que hemos utilizado (Benjamin, 2002 a) ni tampoco en las primeras ediciones alemanas, pues fue descubierta por Giorgio Agamben en 1981 entre los papeles de Benjamin. Se la suele designar como tesis XVIIa para no alterar la numeración de los Gesammelte Schriften. Hemos consultado la versión completa en alemán de la misma y su traducción al español en Reyes Mate (2009). El subrayado es nuestro.
[7] Por ejemplo, la denuncia de la idolatría de la ley por parte de Jesús representa la rebelión del sujeto frente a la norma divinizada que exige sacrificar la vida. Pero este cristianismo de los orígenes, que desarrolla la idea de una no-sacrificialidad universal, es invertido al convertirse en religión oficial del Imperio Romano y transformado en una religión anti-sacrificial que, en nombre de la necesaria persecución de los no-cristianos, se vuelve la religión más agresiva de la historia y en el fundamento de la modernidad occidental. (Hinkelammert, 2002, 314-316).
[8] “Los que exigen que la realidad se aproxime a estas idealizaciones, nunca sostienen que se las pueda alcanzar efectivamente. Pero tienen que pronunciarse sobre la relación entre la realidad y su ideal, expresado por un concepto de mecanismo de funcionamiento perfecto. En la ciencia moderna, lo usual es describir esta relación como una aproximación asintótica infinita, un concepto tomado de la matemática. [...] Se habla de curvas asintóticas, cuando una curva se aproxima cada vez más a un valor fijo, sin alcanzarlo nunca completamente. Cada punto de la curva está distante del valor fijo, al cual se aproxima, aunque la distancia se haga infinitamente pequeña. [... Puede] decirse que la curva llega a alcanzar el valor fijo, al cual se aproxima, en el infinito” (Hinkelammert, 2000, 5).
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