¿Qué nos dice el Teorema de Arrow[1]?

En la teoría de la elección social, el Teorema de Imposibilidad de Arrow (TIA) establece que cuando se tienen tres o más alternativas para que un cierto número de personas voten por ellas (o establezcan un orden de prioridad entre ellas), no es posible diseñar un sistema de votación (o un procedimiento de elección) que permita generalizar las preferencias de los individuos hacia una “preferencia social” de toda la comunidad; de manera tal, que al mismo tiempo se cumplan ciertos criterios “razonables” de racionalidad y valores democráticos. O en términos más sencillos: en ausencia de una unanimidad plena y bajo hipótesis que parecen razonables, el interés colectivo no puede existir.

Los “valores democráticos” (la dimensión valorativa del proceso de elección) que se exige cumplir son: no dictadura, universalidad de alternativas, eficiencia de Pareto, independencia de las “alternativas irrelevantes”, imposibilidad de expresar preferencias falsas.

Se supone además que los agentes económicos individuales son “racionales”, y por racionalidad se entiende la formulación usual de preferencias que son transitivas, reflexivas y completas. La transitividad y la completitud definen a un individuo calculador de sus propios intereses.

Así, la pregunta básica que se formula la teoría de la elección social es:

¿Bajo que condiciones resulta posible que las preferencias agregadas de un conjunto de individuos sean racionales, al tiempo que satisfacen determinadas condiciones axiológicas?

O en otros términos:

¿Es posible una “Función de Elección Social” que agregue todas las preferencias individuales y que el orden social resultante sea racional y democrático?

El resultado del Teorema de Arrow concluye (mediante una inapelable demostración por el método axiomático) que no existe ninguna regla de agregación de preferencias que tenga tales propiedades normativas deseables, a no ser que las preferencias sean impuestas por un “dictador”. Dicho de otra forma, ninguna regla de elección social puede satisfacer simultáneamente las cinco condiciones axiológicas indicadas[2].

El Teorema de Arrow y la utopía de una “sociedad de mercado”: totalitarismo o caos.

Los axiomas de racionalidad y los valores democráticos que Arrow postula como deseables y razonables, definen en realidad una “sociedad de mercado” (con su correspondiente ética del mercado), es decir, una sociedad que se constituye (y se interpreta) a partir de la racionalidad formal o, en palabras de Max Weber, de la racionalidad medio-fin, que es una racionalidad concebida a partir del individuo calculador, y donde las relaciones interpersonales son relaciones contractuales, esto es, relaciones voluntarias entre propietarios de cualquier cosa.

Tenemos aquí la médula de la concepción burguesa de igualdad (y de libertad). En efecto, la igualdad burguesa es una igualdad contractual (no simplemente formal): somos iguales porque actuamos como individuos que pactamos contratos unos con otros y procedemos según esos contratos (los contratos obligan a actuar correspondientemente). Todos los intercambios son vistos en términos contractuales, todo es mercado: mercado de bienes, mercado de servicios, mercado de factores productivos, mercado de votos, mercado de afectos, etc.

Veamos caso por caso cómo los criterios de Arrow se refieren efectivamente a este tipo idealizado de sociedad:

Principio de no-dictadura: No existen individuos que determinen la ordenación de las preferencias sociales con independencia de las preferencias del resto. Es el ideal republicano (y en general burgués) de un orden democrático entendido como “elecciones libres”: voto universal, anónimo y secreto, con urnas impersonales. Su propósito es convertir la “elección social” en la suma de las decisiones individuales y el acto de votar en un acto privado. Es el elogio del sufragio universal y de las decisiones por mayoría (simple o calificada).

Dominio no restringido o universalidad. Se deben tomar en cuenta todas las combinaciones posibles de las preferencias individuales. El dominio privado es irreductible y en él sólo cuentan las preferencias. Aquí interesa resaltar que la condición de Arrow (siguiendo la tradición neoclásica) no hace distinción entre preferencias y necesidades, o mejor dicho, no existen necesidades, solo preferencias. Todos los juicios de hecho son del tipo medio-fin, y no existen juicios del tipo vida-muerte.

No imposición o Eficiencia (débil) de Pareto. La ordenación de las preferencias sociales depende de las ordenaciones individuales y no son impuestas por otros criterios, como la tradición o el azar. De nuevo, es el ideal burgués de la constitución de la sociedad a partir de la suma de los intereses individuales (el individuo propietario y calculador de sus intereses). Además, las ordenaciones son ordinales, no cardinales, lo que conduce a este criterio de comparabilidad muy general (y estándar) como lo es el óptimo de Pareto, que es un criterio de estricta eficiencia formal desentendido de las relaciones interpersonales y de la justicia distributiva.

Independencia de alternativas irrelevantes. Todo lo que debe importar en el proceso de elección social son las ordenaciones relativas de pares de alternativas A y B. Esto es: i) las preferencias están dadas (no hay posibilidad de reordenamientos, por ejemplo, a través del debate y la deliberación), ii) no existen relaciones interpersonales directas (sólo relaciones indirectas, relaciones “de valor” –Marx), iii) si la sociedad no logra la unanimidad y se polariza, no hay posibilidad de acuerdos (que eviten, por ejemplo, una confrontación destructiva).

Principio anti-estratégico: con posterioridad a los trabajos seminales de Arrow, se descubrió que el TIA contiene implícita una ética funcional del mercado, resumida en el llamado “principio anti-estratégico”: no es posible expresar preferencias falsas, o sea, no es posible mentir (los contratos obligan). Los individuos profesan una estricta moral kantiana, se supone “hombres de honor”.

Estas cinco “condiciones electorales” y éticas definen el “proceso político” tal como lo entiende Arrow en su artículo de 1951. Así, el “proceso político” de la elección social arrowiana está regido por la misma racionalidad con que los individuos se comportan en el mercado. Individuos calculadores en lo económico y en lo político, por eso decimos que se trata de individuos inscritos en una sociedad de mercado.

Racionalidad: las preferencias de los agentes son transitivas, reflexivas y completas. Pero la clave de la racionalidad arrowiana es la transitividad, pues implica individuos calculadores.

Pero se trata más bien de un criterio de consistencia en las decisiones (individuos coherentemente egoístas), más que un criterio de racionalidad. Además, al no haber relaciones ni comparaciones interpersonales, tampoco existe “el interés por el otro”, por eso Sen llama a estos individuos calculadores, “tontos racionales”, y busca una “base informacional” más rica que la provista por el cálculo utilitario.

Advirtamos que los individuos calculadores de Arrow no son simples consumidores, son “ciudadanos” con expectativas económicas y políticas, y con valores religiosos y culturales; pero este ciudadano es un ciudadano burgués que no limita su accionar calculador a los aspectos económicos, sino que potencialmente incluye todo el ámbito social (como luego intentará formular Gary Becker). Es un “ciudadano” en una sociedad de mercado.

Tenemos entonces este resultado: la imposibilidad de Arrow es en efecto válida para una “sociedad de mercado”, y es la percepción crítica más aguda (en la tradición neoclásica) de la imposibilidad de resolver, a través del mercado (como única institucionalidad), el conflicto entre la elección individual y la elección social (totalitarismo o caos). Es una “paradoja” para la teoría económica dominante, pues invalida el mito de la mano invisible.

¿En qué sociedad es posible el bien común?

El examen que hemos hecho del TIA nos permite sostener este resultado: una sociedad de mercado “democrática” es empíricamente imposible. Esto por cuanto, si es democrática, tiende al caos (rompimiento de la transitividad, surgiendo inestabilidades profundas), y sólo puede evitarse el caos recurriendo al totalitarismo.

Pero si el bien común no es alcanzable en una sociedad de mercado, ¿en qué tipo de sociedad es un proyecto posible? Creemos que la condición inicial es el reconocimiento del conflicto, no del conflicto entre los intereses particulares calculables que resultan de la teoría de la elección social o de la teoría de juegos, sino al conflicto entre el sistema institucional y los derechos humanos de emancipación. Veamos.

En un marco neoclásico o neoinstitucionalista el conflicto es considerado como un problema de “interdependencia estratégica”, en donde las decisiones de un individuo dependen y están relacionadas con las del rival. Pero nos interesa aquí otro tipo de conflicto y su reconocimiento como fundamento para el bien común. En los siglos XVII y XVIII el surgimiento del individuo autónomo es interpretado como una emancipación. Emancipación frente a la tradición, frente al despotismo monárquico, frente a la sociedad feudal, frente a los dogmas de la sociedad medieval y el catolicismo. Claro está, es la emancipación del individuo propietario que entiende ahora la igualdad como igualdad contractual, pero ciertamente es emancipación.

Pero con esta primera emancipación moderna surge un nuevo conflicto que brota desde el interior de la sociedad burguesa: es la demanda frente a los efectos indirectos (muchas veces no intencionales) de esta igualdad contractual, demanda que enfrenta estos efectos sin por ello abandonar la emancipación del individuo autónomo. Se trata de efectos discriminatorios que surgen desde adentro de la igualdad contractual y que –esto es importante-, no es violación de esta. En el interior de esta igualdad reaparece la dominación.

La igualdad contractual se transforma ella misma en relación de dominación, y lo hace por su lógica interna, que es una lógica de compra-venta (en general, de intercambio entre valores equivalentes). Por medio de la compra-venta se transmiten poderes, y estos poderes establecen una relación de dominación que en ningún momento viola la igualdad contractual.

El sentido de la emancipación tiene entonces que renovarse, para referirse ahora a la respuesta a este tipo de discriminación que se manifiesta dentro de la igualdad contractual y que adquiere múltiples dimensiones: discriminación en el contrato laboral (explotación), discriminación de la mujer producida en el interior de la igualdad contractual (desigualdad y estratificación por sexo, que no es simple residuo o herencia del patriarcado ancestral), discriminación por racismo (una desigualdad en relación con la propia igualdad contractual). Y más recientemente vivimos una cuarta dimensión de este conflicto: el conflicto por la destrucción de la naturaleza. En este caso se trata igualmente de un conflicto entre la libertad/igualdad contractual y los afectados –aunque sean afectados indirectos-, en razón de las consecuencias destructoras sobre la naturaleza.

Frente a estas tendencias, desembocamos en la necesidad de una ética del bien común. La relación mercantil, al totalizarse, produce distorsiones de la vida humana y de la naturaleza que amenazan esta vida. Esta amenaza la experimentamos. La ética del bien común surge como consecuencia de esta experiencia de las víctimas por las distorsiones que el mercado produce en la vida humana y en la naturaleza, por lo que esta ética resulta de la experiencia y no de una derivación a priori a partir de alguna supuesta naturaleza humana. Experimentamos el hecho de que las relaciones mercantiles totalizadas distorsionan la vida humana y, por consiguiente, violan el bien común.

Esta ética del bien común tiene como su norte la reproducción continua de las condiciones de posibilidad de la vida humana, que es criterio central de toda otra economía posible y surge en conflicto con el sistema. El bien común se destruye en el grado en el que toda la acción humana es sometida a un cálculo de utilidad. La violación del bien común es el resultado de esta generalización del cálculo de utilidad. Por eso tampoco el bien común se puede expresar como un cálculo de interés propio “a largo plazo”. El bien común interpela al mismo cálculo de interés propio, va más allá del cálculo y lo limita. El cálculo “a largo plazo” desemboca necesariamente en un cálculo del límite de lo aguantable, como ocurre con el concepto institucionalizado de “desarrollo sostenible”.

El problema es entonces este: ¿Cómo fundar teóricamente los derechos del individuo autónomo al mismo tiempo que se asegure la emancipación frente a la discriminación implícita que la igualdad contractual conlleva? Solo en una sociedad que acepte y enfrente este conflicto originario es el bien común un horizonte posible.

Este reconocimiento implica la aceptación de este conflicto como legítimo e implica la renuncia a las soluciones únicas (mercado, Estado, “democracia”), con las cuales se quiere eliminar el conflicto (en realidad, multiplicidad de conflictos) para volver a crear una supuesta instancia capaz de determinar las soluciones. Es la ilusión, por ejemplo, de que la democracia permite sustituir estos conflictos por decisiones mayoritarias; pero también la democracia constituye una dominación y manipulación, como bien lo han dejado establecido algunas extensiones del Teorema de Imposibilidad de Arrow. Es la ilusión de la democracia occidental.

 

 


 


[1] Este teorema fue demostrado por el premio Nobel de Economía Kenneth Arrow en su tesis doctoral Social Choice and individual values, y dado a conocer en su libro del mismo nombre editado en 1951. El artículo original, A Difficulty in the Concept of Social Welfare, fue publicado en The Journal of political Economy, en agosto de 1950. El teorema comenzó siendo una curiosidad y una paradoja dentro del marco teórico de la economía neoclásica (la imposibilidad de un orden social basado en el interés propio que cumpla con ciertos criterios básicos de democracia), pero terminó siendo la base de la moderna teoría de la elección social. En lo que sigue, evitaremos el formalismo axiomático que caracteriza a esta teoría, y en lo posible, el uso del lenguaje técnico.
[2] Ante este resultado tan pesimista se han sugerido diversos caminos para una “versión constructiva” de la teoría de la elección; desde un rediseño de la estructura axiomática (dentro y fuera del marco conceptual arrowiano) hasta un replanteamiento de la teoría de la justicia; pero en su versión inicial, y dado el marco institucional que pretende representar, los resultados del teorema se han mantenido incólumes. Simultáneamente, otros resultados “pesimistas” han surgido, como el teorema de Gibbard y Satterhwaite (una función de decisión social cuyo rango tenga al menos tres alternativas es no manipulable si y sólo si es dictatorial), o la paradoja del liberal paretiano de Sen (en cualquier sistema de elección social, para obtener una decisión colectiva con selecciones individuales independientes, es imposible satisfacer simultáneamente el criterio del óptimo de Pareto y un marco de “libertad mínima”).

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