En Auschwitz se mató a los derechos humanos, en las guerras del Golfo, de Kósovo, de Afganistán, y ahora en Palestina, se ha demostrado que están muertos. Después de Auschwitz tuvimos un período intermedio, el cual fue determinado por el horror frente al exterminio de todo un pueblo. “Nunca más Auschwitz” significaba: Nunca más exterminio, Nunca más genocidio, Nunca más la violación siste­mática de los derechos humanos. Pero eso era un obstáculo para cualquier política imperial. Ya la declaración de los derechos humanos de la Organi­zación de las Naciones Unidas (ONU) era un obs­táculo de este tipo. Por eso el gobierno de los Estados Unidos (EE. UU.) nunca la ratificó. Los mismos de­rechos humanos como obstáculo, fueron usados más tarde para explicar la derrota en la guerra de Vietnam. En efecto, los derechos humanos fueron vistos como enfermedad: el síndrome de Vietnam. La exigencia de su respeto parecía ser una anomalía de la sociedad occidental. Las guerras de los últimos años, desde la guerra del Golfo hasta la actual de Palestina, muestran que esta enfermedad se ha superado. Después de la guerra del Golfo, la defensa de los derechos humanos se ha transformado en un acto subversivo en contra del cual está la misma opinión pública. Y es que, de ahora en adelante, el movimiento en favor de la paz ha sido caracterizado como el verdadero peligro; la guerra, en cambio, es presentada como “Guerra para la Paz”, como “intervención humanitaria”, como el único camino realista para asegurar la paz. Se habla pues, el lenguaje de Orwell: “La Guerra es Paz, la Paz es Guerra”. Quien está en favor del respeto de los derechos humanos y de la paz, es denunciado como partidario de Sadam Hussein, como totalitario, se le imputa la culpa por Auschwitz, se le pinta como pronazi, se le atribuye la voluntad de querer desatar una guerra mucho peor que esta guerra, como partidario del terrorismo. Porque, ¿acaso no quiere aquel que exige el respeto a los derechos hu­ma­nos y la paz, que perezcan más ciudadanos estadounidenses o hasta que Israel sea el objeto de un nuevo holocausto? La señora Robinson tiene que re­nun­ciar como responsable de los derechos humanos en la ONU por cuanto reivindica los derechos hu­ma­nos de los prisioneros de la guerra de Afganistán, llevados a un campo de concentración en Guantánamo y desaparecidos en ese hoyo negro de los servicios se­cretos de los EE. UU., donde ahora, según parece, son objeto de experimentos médicos inconfesables —el Occidente no hace nada sin servir al pro­gre­so—. ¿Acaso no mostró que era una simpatizante? Aparece, por consiguiente, una forma de informa­ción que solo aparentemente es información directa. En realidad, ella se realiza por medio de espejismos. En los países del socialismo histórico se aprendía a leer entre líneas. Ésta era la forma de saber lo que la censura querría suprimir. Y, de hecho, desarrolló una verdadera maestría al respecto. Los chistes de Radio Eriwan desenmascararon mucho de esto, a la vez que eran un medio para desarrollar ese arte de leer entre líneas. Sin embargo, frente a nuestros medios de comuni­cación este arte sirve muy poco. Por eso, para las poblaciones de los países del socialismo histórico éstos hoy son menos transparentes todavía que para otras poblaciones. Nuestros medios de comunicación las pueden manipular de manera infinita, porque frente a ellos hay que desarrollar otro arte, esto es, el arte de leer espejismos. Y aquí Radio Eriwan no ayu­da, por lo menos no directamente. La imagen en el espejo solamente da una imagen de la realidad, si se sabe que esa imagen es un espe­jismo. Por tanto, hay que derivar de modo indirecto de la imagen en el espejo la realidad, la cual en el espejo aparece invertida. En efecto, en el espejo la realidad solo se ve de manera virtual, no directa. Luego, si la imagen en el espejo se toma como la realidad, la realidad se escapa por completo. Ni si­quiera aparece. En vez de ver la realidad, uno úni­camente ve monstruos. Por consiguiente, hay que derivar la realidad que está detrás de estos monstruos. Esta realidad también puede ser monstruosa. No obstante, los monstruos que aparecen en el espejo no son los monstruos que existen en la realidad. Son apenas sus imágenes invertidas. Cuando, por ejemplo, se proyectó el monstruo en el general Manuel Noriega, éste fue transformado en el centro mundial del tráfico de drogas y en el jefe supremo de todas las mafias de drogas existentes o por haber. Fue transformado en dictador sangriento, el único que todavía existía en América Latina. De ahí que si él desaparecía, por fin el tráfico de drogas podría ser combatido y la democracia estaría segura en el mundo. Hoy, el monstruo Noriega ha sido re­ducido a sus dimensiones reales y normales. Se comprueba entonces que no fue sino un dictador corriente, que en el tráfico mundial de drogas no era más que una figura de tercera categoría, posición que además logró gracias la DEA, la policía antidrogas del Gobierno de los EE. UU. La pregunta que surge es: ¿Esta proyección del monstruo era un simple bla-bla, o significaba algo real? Ciertamente, ella no dice gran cosa sobre Noriega, pero ¿sobre quién podría decir algo? Cuando el presidente George Bush (padre) decía de Hussein que era un nuevo Hitler, que había creado el cuarto ejército más grande del mundo y amenazaba con conquistar toda la tierra, él proyectaba un mons­truo en Hussein. Hussein también ha sido reducido hoy a dimensiones mucho más pequeñas. Vemos que no es el criminal único que fuera Hitler, y que su ejército se halla indefenso frente a la fábrica de muerte que el ejército de los EE. UU. ha montado al lado de su frontera. Así pues, tampoco la proyección de Hussein que hacía de él un Hitler, nos dice mucho acerca de Hussein. Últimamente el monstruo se llamó Osama Bin Laden, señor de una conspiración terrorista mundial omnipresente. Sin embargo, de igual modo se ha desinflado y hoy apenas se habla de Afganistán. De forma parcial lo sustituye ahora Yaser Arafat, al mismo tiempo que se ha vuelto a resucitar a Hussein como monstruo parte de un “eje del mal”. Todos estos monstruos van pasando, dándose la mano uno al otro. Pero el camino por el cual aparecen, designa el blanco de la fábrica de muerte que lucha contra ellos. Una fábrica de muerte que se manifestó ya con el ataque a Libia en los años ochenta y con la invasión de Panamá en 1989. Aunque con todo su po­tencial destructivo, se hizo presente en la guerra del Golfo. Esta fábrica de muerte es tan perfectamente móvil como las fábricas de maquila presentes en todo el Tercer Mundo. Puede ir a cualquier lugar. Después de la guerra del Golfo se movió a Serbia, destruyendo también este país. Luego se mudó a Afganistán, de­jando detrás una tierra quemada. Ahora aparece, si bien cambiada, en Palestina, produciendo allí de igual forma muerte y desolación. Siempre busca nuevas metas. El Tercer Mundo tiembla ya que nadie sabe bien hacia dónde se desplazará. Podría volver a Irak, puede que se desplace hacia Colombia. Sus ejecutivos ni siquiera excluyen a China o a Rusia como posibles lugares de producción de muerte por parte de esta fábrica de muerte. Los momentos de baja de la bolsa de valores de Nueva York, son momentos predilectos para el fun­cionamiento de la fábrica móvil de muerte. Cuando ella empieza a producir muertos, la bolsa revive. La bolsa resulta ser, entonces, un Moloc que vive de la muerte de seres humanos. Es evidente que se necesitan monstruos para le­gi­timar el funcionamiento de esta fábrica de muerte. Estos monstruos tienen que ser tan malos, que esa fábrica se torne inevitable y la única respuesta posible. Pero como solo existen adversarios, que de ninguna manera son monstruos, se fabrica monstruos para pro­yectarlos en ellos. Todos éstos son monstruos del mo­mento, los cuales sirven para proporcionar aceite para el funcionamiento de la fábrica de muerte. Hoy se está visiblemente construyendo un supermonstruo, una Hidra cuyas cabezas son estos monstruos del mo­men­to. Se cortan las cabezas y a la Hidra le nacen nuevas. La fábrica de matar tiene por tanto que per­se­guirlas para cortarlas también. El modo de hablar de estas masacres, revela lo que ellas son. Se habla de “li­quidar”, “eliminar”, “extirpar” y “exterminar”. Es el lenguaje de todas las fábricas de muerte del siglo XX. En la actualidad se trata de la construcción de una conspiración mundial terrorista, la cual actúa por todos lados y en cada momento, y que solo lleva un apellido cuando su cabeza se levanta. Recibe pues el apellido Hussein, Milosevic o Bin Laden, y tendrá muchos más. Estas conspiraciones monstruosas y proyectadas las conocemos del siglo XX. La primera mitad estuvo dominada por la construcción del monstruo de la conspiración judía, inventada por la Ojrana, policía secreta de la Rusia zarista antes de la Primera Guerra Mundial. Otra fue la conspiración comunista a partir de la Segunda Guerra Mundial —con­siderada antes como parte de la conspiración judía mundial en cuanto “bolchevismo judío”—, a la cual Ronald Reagan se refirió como “reino del Mal”. Una conspiración parecida se construyó en la Unión Soviética: la trotskista. Terminada una conspiración, el poder necesita otra para poder desenvolverse sin límites y sin ser amarrado por derecho humano alguno. Parece que hoy, y para cierto futuro, la conspiración terrorista le brindará este instrumento de ejercicio absoluto de su poder. Se comienza a incluir en esta conspiración terrorista mundial a los movimientos críticos de la globalización que han surgido desde Seattle, Davos, Praga, Génova y Quebec, y se han reunido en los últimos dos años en Porto Alegre. Tom Ridge, director de la Oficina de Seguridad Interior de la Casa Blanca, dice sobre los terroristas de la nueva conspiración mundial: “Soldados de las sombras. Están por todos lados en el planeta…”. Para documentar la monstruosidad del mons­truo, la proyección del monstruo necesita partir de un acontecimiento monstruoso. Este acontecimiento lo producen muchas veces aquellos que quieren dar contenido a su proyección del monstruo. Así, en la Alemania nazi el “Reichtstagsbrand” mostró lo fatal que era la conspiración judía. Es probable que lo consumaran los propios nazis, si bien no necesaria­mente, puesto que existe la posibilidad de que fuera un anarquista como una demostración de protesta. En la Unión Soviética, fue el asesinato de Kirov, en 1934 en Leningrado, casi seguro que organizado por el propio Stalin. Ahora se trata de los atentados de Nueva York y Washington del 2001, los cuales toda­vía no se sabe quién efectivamente los realizó. Estos tres acontecimientos, sin embargo, están íntima­mente vinculados con la manipulación del público mediante la proyección del monstruo. Hay casos históricos menores, que en otros con­textos tuvieron un significado análogo. Son, por ejemplo, el ataque al Maine en 1898, el ataque a Pearl Harbor, el incidente de Tonkín y la quema del palacio electoral de la ciudad de México (1988). En el caso de los EE. UU., el ataque al Maine le permitió entrar en la guerra por Cuba, Pearl Harbor entrar a la Segunda Guerra Mundial y el incidente de Tonkín su entrada en la guerra de Vietnam. En México, el incendio del palacio electoral posibilitó una campaña de perse­cución para esconder el hecho de que Carlos Salinas había ganado las elecciones presidenciales con fraude. En el caso del ataque al Maine, es muy probable que el propio gobierno de EE. UU. lo organizara. En el caso de Pearl Harbor supo del ataque, no obstante no intervino para lograr el efecto deseado sobre la opinión pública del país. El incidente de Tonkín, por su parte, fue organizado por el gobierno estadounidense he imputado a los vietnamitas para crear una opinión pública favorable a la entrada en la guerra de Vietnam. La quema del palacio electoral en México, por último, fue organizada por el propio Salinas para recuperar su legitimidad tras el fraude electoral. Se trata de una especie de asesinatos fundantes. Sin embargo, se corre el peligro de que finalmente estos monstruos devoran a todos, incluidos aquellos que los proyectaron en los otros. Son muertos que ordenan. La construcción de estas conspiraciones mun­diales es el telón de fondo de la constitución de todos los totalitarismos modernos. El caso actual no es la excepción. Se trata del totalitarismo necesario para poder sostener la política del mercado total, sobre la cual se basa la actual estrategia de acumulación de capital llamada globalización. No obstante, los monstruos no se pueden matar. Ni siquiera existen. Según el mito griego, por cada cabeza que se le corta a la Hidra, le nacen siete nuevas. Hay que disolverlos. Para eso se requiere tomar con­cien­cia del hecho de que son simples proyecciones. Pero hace falta algo más: hay que asegurar un mundo justo. Estas proyecciones de monstruos no nos dicen nada, o casi nada, ni de Bin Laden, ni de Al-Qaeda, ni de Arafat, ni de Hussein. Tampoco sobre ninguna pretendida conspiración. Entonces, ¿sobre quién nos dicen algo? En efecto, no son completamente vacías, ni son simple mentira. Aunque estas proyecciones no dicen nada, o casi nada, acerca de Bin Laden, Arafat o Hussein, dicen algo. Dicen algo sobre aquel que hace estas proyecciones, y dicen poco sobre aquel en quien se proyectan. Cuando el presidente Bush (padre) des­cribía a Hussein como un Hitler, cuando toda la po­blación de los EE. UU. le seguía en eso y cuando al fin toda la comunidad de las naciones, casi sin excep­ción, le seguía en esta proyección del monstruo en Hussein, eso nos dice algo acerca del presidente Bush, los EE. UU. y la situación de la comunidad de las naciones. No se concluye que necesariamente que quien proyecta el monstruo, sea lo que él proyecta en el otro. Sin embargo, la proyección del monstruo describe una transformación de quien lo proyecta. El análisis tiene que revelar la realidad a partir de la cual este monstruo es proyectado. Pero siempre hay que su­poner algo que subyace a este tipo de proyección, y que es: para luchar contra el monstruo, hay que ha­­cerse monstruo también. Ya Napoleón decía: “Il faut opérer en partisan partout où il y a des partisans”. (Para luchar en contra del partisano, hay que hacerse partisano también). En la imagen que aparece en el espejo, los otros, nuestros enemigos, son monstruos. Lo son tanto, que únicamente se puede luchar contra ellos trans­for­mándose asimismo en monstruo. Por ende, frente a ellos todo es lícito. Todo lo que se hace frente a ellos, está bien hecho; la sangre que es vertida, no deja ninguna mancha. De esta manera, quien realiza la proyección del monstruo, resulta ser él mismo un monstruo que no conoce límites. Solo que permanece invisible, en cuanto uno no lee la imagen del monstruo como una imagen en el espejo. El otro, a quien uno proyecta como monstruo en el espejo, puede que sea un monstruo. Pero si lo es o no, sola­mente se puede derivar de las proyecciones del monstruo que él efectúa, no de aquellas que se hacen sobre él. La monstruosidad de cada uno se conoce a partir de las proyecciones del monstruo que lleva a cabo, no de las que se realizan sobre él. Por eso, el monstruo real que todo lo mata y se pro­yecta en el otro, es siempre la imagen de quien efectúa la proyección. Porque por medio de la pro­yección se consigue que las manos ya no estén atadas por ningún derecho humano. Y ése es el único monstruo que cuenta y del cual hay que tener miedo: aquel que declara que en nombre de sus metas no tiene que respetar ningún derecho humano. Mientras la información directa es casi arbitraria­mente manipulable, esta información que se da vía la imagen en el espejo, no es manipulable. Pero hay que saber leerla. Posiblemente, desde ambos lados en lucha se realiza una proyección mutua del monstruo, uno frente al otro. Ambos, por consiguiente, se tornan monstruos para luchar contra su respectivo monstruo. Sin embargo, eso no significa que los dos tengan razón. Al contrario, ahora ninguno tiene razón, aunque ambos se transformen en monstruo para poder llevar a cabo esta lucha. Porque la proyección polarizada es la creación mutua de la injusticia en nombre de la justicia —“justicia infinita”—, que actúa por ambos lados de igual manera. Nunca es cierta, ni siquiera en el caso en el cual el otro, en quien se proyecta el monstruo, es en realidad un monstruo. La mentira es un producto del mismo mecanismo: hacerse monstruo para luchar en contra del monstruo. La razón de la lucha desemboca en la sinrazón, como lo dijera Goya: “El sueño de la razón produce monstruos”.

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