“el como somos es siempre el presente de nuestras historia. Somos como hemos vivido. Cuando reflexionamos y nos damos cuenta de las consecuencias de nuestras acciones, somos responsables de ellas” (Maturana, 1996: 92).

De nuestra conversación anterior sobre el tema de los feminismos, resulta que los procesos de socialización de género asignan papeles diferenciados a hombres y mujeres, sobre la base de una valoración asimétrica, jerárquica y hasta estigmatizante de las diferencias de sexo, y aparecen articulados en un orden de conversaciones (discursos), actitudes y comportamientos (prácticas) que se autocomprende como legítimo y natural. Es el sistema androcrático (Eisler, 1993).

De esta forma, por ejemplo, el sistema patriarcal no impide amar, lo que hace es imponer una forma de amar que desangra a quien ama y a sus seres amados… esa es la imposición. Los varones, por tanto, se ven obligados a no manifestar ese amor e, incluso, llegan a creer que esto es “natural” y “legítimo”, como que las “cosas son así”. “Todavía hoy esa es la imagen más común del padre: un ser ausente o violento, poco confiable, a quien respetamos o miramos con temor…” (Bolt, Alan, “Masculinidades y desarrollo Rural: una nueva manera de satisfacer las necesidades humanas esenciales y defender la red de la vida”, p. 37, en Universidad de La Salle, 2006).

Por otra parte, se esencializa a las mujeres y se las ve como “la madre, sufrida, trabajadora, cuidadora de su prole –madre sólo hay una-, a quien no respetamos ni vemos con temor” (Bolt, p. 37, en Universidad de La Salle, 2006).

“Las primeras, las madreesposas, aún están sometidas por la fuerza del embarazo fatal, por una maternidad obligada que define y determina el contenido de sus vidas en relación con un cuerpo incontrolable y por relaciones obligatorias derivadas ideológicamente de la independencia originada en la gestación…que requieren vivir dependientes de los hombres y de los otros.”

Lagarde, 1997: 788

En nuestras historias personales discernimos las marcas que los condicionamientos de género han dejado en las mujeres y los hombres de nuestras historias familiares, condicionamientos que, a la vez, por efecto de los propios procesos de socialización, han impreso en nosotros(as) su sello.

Ahora bien, la socialización de género no es exclusiva den la casa, sino que se despliega también en el conjunto institucional de las formaciones sociales de género, cada una de las cuales “está estructurada a partir de cargas y tensiones de poderes que aseguran y obligan a los sujetos sociales el cumplir sus deberes como mujeres y como hombres, y les impide realizar las prohibiciones” (Lagarde, 1997: 62-63).

En la formación de nuevos(as) profesionales, por ejemplo, los espacios académicos en que se implementan los procesos de aprendizaje ejercen una impronta decisiva. Las instituciones educativas (escuelas, colegios, universidades, entre otras), que forman parte del orden de género, aseguran “determinada distribución de actividades vitales, poderes, bienes y recursos que forma parte del modelo de desarrollo social y permite conservar el orden del mundo” (Lagarde, 1997: 63).

En el campo específico del derecho, que nos alcanza a todos y todas pero es de mi particular ocupación, un aspecto en que se expresa un tributo androcrático de su modo de ser en las sociedades occidentales capitalistas es el uso de un lenguaje sexista, pues, si como dice Maturana (1996), somos por el lenguaje y el lenguajear y renacemos y nos constituimos en el lenguaje, entonces, el lenguaje sexista no sólo revela una sociedad patriarcal y un modo androcráctico del derecho, sino que, a la vez, lo constituye y refuerza como tal.

En ese sentido, Magda Catalá apunta:

“el empleo del término “hombre” para denotar lo humano, “lo que está por encima de la diferencia específica”, no es síntoma lingüístico gratuito ni debido al azar: responde a una desviación previa a partir de la cual tenemos la convicción de que el así denotado “es la realidad normal o “neutral”, en tanto que “su opuesto”, es decir, la mujer, es un “elemento peculiar y marcado, un derivado del originario ser humano masculino” (citado por Calvo, “De las leyes de la lengua y la lengua de las leyes”, en Universidad La Salle, 2006).

Lo anterior no hace extraño que el elenco de libertades legalmente reconocidas no solo ha excluido a las mujeres del ámbito público, sino que ha sido uno de los elementos que más ha servido de lastre para que se llegue a admitir la humanidad de estas;[1] inclusive, para que se llegue a admitir que la violación de su condición, en sus distintos aspectos, es una violación de derechos humanos, como bien lo denuncia Catharine Mackinnon en su conferencia “Crímenes de guerra, crímenes de paz”, cuando exclama:

“Los principios de los derechos humanos están basados en la experiencia pero no en la de las mujeres. No es que los derechos humanos de las mujeres no hayan sido violados... Lo que sucede a las mujeres es demasiado particular para ser universal o demasiado universal para ser particular, lo cual significa demasiado humano para ser femenino o demasiado femenino para ser humano” (en Shute & Hurley, 1998: 88).

Con esto llego al punto o tesis que quiero compartir, ya que como dice Leonardo Boff:

“Conviene siempre explicitar la imagen de ser humano que subyace en nuestras visiones de mundo, en nuestros proyectos y en nuestras prácticas. Pues así tomamos conciencia de lo que queremos ser y podemos someter a crítica esa imagen constantemente y tratar de perfeccionarla” (Boff, 2002: 32).

En este caso, la imagen de ser humano subyacente “parece” ser de tipo masculinista. Esta imagen de lo masculino modélico, que en nuestro contexto sociohistórico adquiere rasgos étnicos (blanco), de clase (burgués), generacionales (adulto), libidinales (heterosexual), es la que encarna la idea de una racionalidad lineal, mecanicista, ordenadora y clasificadora, disciplinada y controladora, por tanto, un ser humano siempre dispuesto al dominio y la conquista, al uso de la fuerza y la violencia como método.

La imagen de lo masculino depredador y violento, pero a la vez capaz de control y disciplina, está en el centro/corazón del orden patriarcal, que lo naturaliza y hace aparecer como racional. Esta imagen preside nuestras formas de hablar, de pensar y hasta nuestras formas de relacionarnos, de actuar y elaborar el mundo. Esta imagen “parece” que está en la base de relaciones sociales (de eso hablan casi siempre los mitos fundacionales) y se extiende a todo el campo de las producciones humanas; por tanto, se trata de una racionalidad (lo masculino dominador del orden patriarcal) en los términos que hemos ido discutiendo entre nosotros la cual, obviamente, deriva en irracionalidad y deshumanización.

Este masculino modélico –incluso lo femenino modélico- requiere discusión y elucidación. Algo que se debe aclarar es que no se trata de una contradicción entre hombres y mujeres, aunque tiene impacto porque performa las relaciones entre ellos y ellas, sino que está referido a un imaginario y una forma de representarse y elaborar “mundo” y “realidades”, que articula las prácticas concretas, el orden institucional, las formas organizativas y hasta las maneras de producir conocimiento/pensamiento.

Es cierto que sociológicamente y sicológicamente, en diversos estudios, se reporta una “manera” diferenciada en que hombres y mujeres enfrentan y resuelven problemas, establecen relaciones, se organizan, etc. Con los lentes del género, pudimos darnos cuenta que –como señalamos más atrás- esto es así por los patrones de socialización de género. Entonces, puede haber la tendencia a pensar que los hombres son los portadores de lo masculino modélico, y las mujeres de lo femenino modélico, por lo que en las relaciones entre hombres y mujeres lo que se juega es una situación de complementariedad, o de falta de complementariedad entre uno y otro.

Entonces, la cuestión está en pensar si esto “que ha sido así” responde a una compulsión de nuestra condición humana, a algún “gen patriarcal” escondido en nuestra piel.

Desde la perspectiva de Boff y Muraro (2004) y Eisler (1993), lo masculino modélico y lo femenino modélico están en ambos, en hombres y mujeres. Lo masculino no es algo que pertenezca ni se derive de una naturaleza específica de los varones, como lo femenino no es algo que corresponde exclusivamente a las mujeres. Así, que los hombres tiendan a responder y comportarse como dicta lo masculino modélico, o que las mujeres tiendan a actuar conforme lo femenino modélico, es producto de esa socialización de género, pero no de ninguna naturaleza suya de unos y otras.

Por consiguiente, las posibilidades de desplegar un principio alternativo, desde otra configuración, que haga de lo masculino no un modelo de depredación y violencia y de lo femenino un modelo de sumisión y minusvaloración, en constante pugna y contradicción, sino principios creativos, matrísticos, de solidaridad y reconocimiento, por tanto, de reciprocidades, que serían portados por hombres y mujeres, es lo que podría asegurar una pervivencia como especie y una superación del patriarcado.

Al respecto, vuelvo a Maturana, quien afirma:

“Los seres humanos no somos todo el tiempo sociales; lo somos sólo en la dinámica de las relaciones de aceptación mutua. Sin acciones de aceptación mutua no somos sociales. Sin embargo, en la biología humana lo social es tan fundamental que aparece a cada rato y por todas partes” (1990: 77).

Y aquí tercia en la discusión el aporte de Riane Eisler (1993). La autora austriaca da cuenta documentada de otro tipo de experiencias culturales que no se regirían por este imaginario y su racionalidad concomitante. Experiencias de culturas o civilizaciones avanzadas, de alta sofisticación organizacional, infraestructural y simbólica. Experiencias culturales que se extenderían desde inicios del Neolítico (aprox. 7000 a. C.) hasta aproximadamente 5000 a.C., en el sudeste europeo y Asia menor.

La revisión arqueológica ha puesto en evidencia la existencia de ciudades estructuradas y organizadas no de modo defensivo, sino abiertas y con sintonía ambiental. Ciudades en que la organización doméstica, por ejemplo, no hace ruptura con la vida ciudadana (pública), y sus lugares (v.g., la casa) no son espacios de reclusión de las mujeres. Arquitectura y artesanía que reflejan una profunda participación de hombres y mujeres en labores productivas, pero también en lo que hoy denominaríamos “espacios públicos”, en la actividad política, en tanto forma de desplegar la vida en la ciudad.

Pero también, ciudades que al estar ubicadas en zonas con fácil acceso al agua renunciaban (o no era parte de su diseño) a una intervención agresiva en el escenario natural (sentido ecológico). Este factor es uno de los que se ve más amenazado y desplazado cuando una preocupación principal es la práctica defensiva, en ciudades construidas más para resistir la agresión y, a la vez, contener el dominio sobre las gentes, como son las ciudades patriarcales.

Los restos de estas civilizaciones, que se han podido ir poniendo a la luz, muestran la formación de imaginarios no jerárquicos, por tanto, que no establecen ninguna superioridad entre hombres y mujeres, sino imaginarios de reconocimiento y reciprocidad entre unos y otras, pero también de un gran respeto a la naturaleza, reflejado en aspectos o elementos que se presumen cultuales y en las prácticas productivas y reproductivas.

Asimismo, estas sociedades establecieron redes de comunicación e intercambio entre si, por tanto, no se trataba de experiencias aisladas o encapsuladas.

Eisler llama “gilánicas” a este tipo de sociedad; por su parte, Boff, habla de principios matrísticos para producir estas sociedades.

Ahora bien, también, hacia el 5000 y al 4000 a.C., se notan los efectos de un cambio en los patrones de elaboración de las ciudades. No solo empiezan a mostrar los rasgos defensivos, sino que aquellas antiguas ciudades muestran los efectos de resistencia y agresión a que fueron sometidos por otros pueblos guerreristas, que finalmente terminaron imponiéndose.

Y aquí se da un cambio en la matriz cultural. Se abandonan progresivamente los principios generadores de aquel orden cultural, de carácter más matrístico, como diría Boff, “porque la vida en todas su formas surge del principio femenino”, tercia Vandana Shiva (“Las mujeres en la naturaleza”, p. 2, en Universidad de La Salle, 2006).

), y se impone la división entre hombre y naturaleza y entre hombre y mujer, y se establece el dominio del primero sobre las segundas. Dominio que se da en todos los niveles: organizacional (las relaciones sociales se articulan en función de la defensa, la conquista, el dominio y el control), infraestructural (la arquitectura, pero también las diversas formas de industria son altamente agresivas contra la naturaleza y están basadas en el uso de la fuerza, animal y humana, de modo que los procesos productivos empiezan a organizarse en función del despliegue de la mayor fuerza física, que correspondía a los hombres), y simbólica (con la implantación de lo masculino dominador como modelo y la instauración de una racionalidad lineal, instrumental que hace exorcismo de la base emocional del actuar humano –ethos patriarcal).

De este modo, a la pregunta de si el orden patriarcal, con toda su fuerza dominadora y pulsión de muerte es natural, al menos podemos introducir la duda y empezar a mirar por otra parte, alternativa a los lugares y las formas en que nuestra matriz cultural nos ha conformado.

Y si hoy nuestra imaginación se siente colapsada, entorpecida u obstruida para poder mirar e imaginar otras formas de articular las relaciones sociales, de relacionarnos con el medio y de generar “mundo” y “realidades”, al menos podemos ir entendiendo que no se debe a ninguna compulsión natural sino que es más producto de esa matriz cultural, con su racionalidad dominadora e instrumental y jerarquizadora, que se enquistó y ha predominado en los últimos 4 o 3 mil años.

En relación con nuestras claves de pensamiento crítico, lo que tenemos es una racionalidad de dominio y jerarquía (razón patriarcal), que ha ido presidiendo la producción de mundo y realidad, que ha hecho del control, la violencia y el disciplinamiento lo racional, lo aceptable, lo legal. Pero este mismo “mundo”, del fragmento, de relaciones jerárquicas, de agresión al medio, es lo que nos tiene a punto del colapso, atentando contra la propia permanencia de la especie (peligros ontológicos). Por consiguiente, emerge lo irracional de lo racionalizado y es lo que hay que enfrentar.

Y ¿cómo enfrentarlo? Pues desanudando el nudo que esta matriz cultural ha ido tejiendo. Si, no es tarea fácil ni rápida, en todo caso, la imposición de la matriz patriarcal, con todas sus transformaciones, ha llevado, no sin contradicciones, al menos los últimos 3000 años. Por eso, para enfrentarlo, habrá que erigir otra racionalidad que sirva de criterio a nuestra formación de mundo y realidad.

La propuesta de Riane Eisler se orienta por generar un modo de relacionarnos, entre nosotros y nosotras y con la naturaleza más sinérgico, horizontal y recíproco. Generar una matriz gilánica, como lo denomina, en la cual  se asuman y desplieguen concientemente algunas actitudes, tales como:

  • Privilegiar las relaciones solidarias y respetuosas.
  • Evitar el control, la competencia y las relaciones posesivas y de sumisión, dejando que fluyan las tendencias al cuidado de los otros y las otras, de lo otro, ya sin el ansia de controlar, sino simplemente de reconocernos y crecer conjuntamente.
  • Aceptar que lo importante no es tanto realizar el trabajo por el trabajo mismo, sino compartir la vida.
  • Asumir que lo más relevante es la vida, más que las verdades teóricas: esa es una verdad práxica.
  • No juzgar sino compartir las vivencias: saber escuchar y no juzgar (Krisna).
  • Fortalecer nuestras cualidades y capacidades a partir de la conversación, el diálogo y la intuición, hasta llegar a ser capaces de sentarnos a conversar y a que discutamos juntos cuál es la mejor opción.
  • Actuar con humildad, entendida como auto-reconocimiento de las propias cualidades que se ponen a disposición, y revertir así la tendencia a la negación.
Estas características facilitan el encuentro, operan como “atractores caóticos extraños [que] a veces pueden, con relativa rapidez e imprevisibilidad, convertirse en los núcleos para la formación de todo un sistema nuevo” (Eisler, 1993: 153).


Referencias bibliográficas

* Boff, Leonardo (2002) El cuidado esencial. Ética de lo humano, compasión por la Tierra. Madrid: Trotta.

* Boff, Leonardo & Muraro, Rose M. (2004) Femenino y Masculino. Una nueva conciencia para el encuentro de las diferencias. Madrid: Trotta.

* Eisler, Riane (1993) El cáliz y la espada. Nuestra historia, nuestro futuro. Santiago de Chile: Cuatro vientos; 4º ed.

 * Lagarde, Marcela (1997) Género y Feminismo. Desarrollo Humano y Democracia. España: Horas y horas, 2º ed.

 * Maturana, Humberto (1990) Emociones y lenguaje en educación y política. Chile: J. C. Sáez editor.

 * Idem (1996) El sentido de lo humano. Chile: Dolmen, 8º ed.

 * Shute, Stephen & Hurley, Hurley (1998) De los Derechos Humanos. Las conferencias Oxford amnesty de 1993. Madrid: Trotta.

 * Universidad La Salle (2006) Compendio de lecturas del curso Educación y Equidad de Género.

Notas:

[1] El artículo 4 de la Declaración Universal señala: “Nadie será sometido a esclavitud ni a servidumbre; la esclavitud y la trata de esclavos están prohibida en todas su formas”. No obstante, la situación de encerramiento secular de las mujeres en la casa parece que no hace problemas. ¿Será porque no se trata de ninguna “servidumbre” (técnicamente esta sería el sometimiento del siervo, varón, al señor feudal)? O ¿será que como en la segunda parte del texto no se incluye la servidumbre en la condena de “todas su formas” la de las mujeres no hace ruido…?

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