Revista Internacional de Filosofía Concordia. Alemania (jul-sept., nº 65, 2014)

Juan Antonio Senent de Frutos1 (Sevilla)

HACIA UNA RELECTURA DE LA MATRIZ CULTURAL IGNACIANA DESDE NUESTRAS NECESIDADES CIVILIZATORIAS ACTUALES

1.   Introducción

En este artículo exploramos las bases de un camino de relectura y de reapropiación de una tradición cultural, como es la tradición cultural ignaciana, en el contexto de las plurales reconstrucciones culturales que se exploran y desarrollan como alternativas civilizatorias para generar un mundo sociodiverso, sostenible y convivencial. Somos conscientes de la magnitud de la tarea y de las reacciones de diverso signo que tal tarea provoca o puede provocar, lo que nos obligará a un largo trabajo y a un diálogo que aquí no quiere sino comenzar. Pero no es esta una tarea solitaria, sino que en realidad es ya emprendida por los partícipes de esta tradición cuando buscan respuestas a los diversos desafíos presentes inspirándose y profundizando en las virtualidades del pasado.

Se quiere ahora nombrar esta tarea y tratar de visualizar el contexto de problemas en la que se desarrolla, así como alguna indicación de cuáles pueden ser las búsquedas que transitar. No pretendemos ni ser originales, ni ser novedosos. La vuelta reflexiva y discernida a los orígenes de un cuerpo social y de su marcha histórica desde los supuestos alumbradores que los dinamizaba históricamente es toda la originalidad a la que aspiramos. La novedad no es aquí nuestra vocación sino la búsqueda del novum histórico de esta tradición y el reconocimiento de la diferencia cultural con respecto a otros caminos de realización sociohistórica que hoy que se presentan como parte del problema de nuestro mundo y de las soluciones que sentimos y sabemos no son sostenibles tras su probación histórica.

Somos igualmente conscientes de la historicidad en la que juega toda tradición, en cuanto entrega y apropiación de modos de realización social. Toda apropiación, o reapropiación exige una tarea de adopción o transformación, e incluso a veces de abandono de elementos propios de lo que se entrega. Esta es la responsabilidad de quienes continúan la marcha histórica. Por ello no se trata de considerar lo que se transmite como algo cerrado, acabado y que se repite mecánicamente a lo largo del tiempo y en diversos contextos. Se trata, así nos queremos posicionar, de un ejercicio de lectura reflexiva de las posibilidades ofrecidas, desarrolladas o no, a partir de un cuerpo social plural y cambiante. Y por tanto, en su caso, de un ejercicio de la apropiación de algunas posibilidades en función de lo que se vislumbra como superación de otros caminos sociohistóricamente deficientes. Por ello, tratamos de emprender una lectura decolonial de una tradición para ayudar a descolonizar el mundo. Decolonial, porque nuestro histórico mundo moderno y su prosecución actual está también atravesado por la violencia, la injusticia y la dominación, en suma por la

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colonialidad entre clases, culturas, razas, geografías, géneros, especies, religiones, saberes,… Desde esta conciencia de vida y muerte entrecruzada como anverso y reverso de la moneda del gran mundo de los últimos cinco siglos buscamos semillas de vida en otra tradición que también ha podido ser en momentos colonizada e incluso generadora en su desvarío de colonialidad en algunos de sus desarrollos a lo largo de los últimos siglos, pero que sin embargo, es portadora de otras posibilidades de de-sarrollo social. Así se puede entender históricamente en algunas experiencias y así lo siguen intentando inspirados en los consensos y orientaciones definidos en las últimas décadas postconciliares. Y es desde esta lectura focalizada, interesada y discernida, desde donde queremos rescatar la novedad histórica y la potencialidad crítica que, de hecho, se manifiesta en grado eminente en algunos de sus miembros y en algunas de sus realizaciones históricas. Y entendemos que esto no es casual ni arbitrario. Por ello, es preciso un trabajo de esclarecimiento de la fuente para hacer aflorar el núcleo cultu-ral de esas realizaciones en diversos campos sociales, para, a su vez, responder a los desafíos actuales con una conciencia y una operatividad más profunda y eficaz.

Para ello, tratamos de emprender una tarea de reflexividad sociohistórica, y en este sentido, lo que necesitamos y buscamos es estar a la altura de nuestros desafíos históricos para responder a ellos. Por eso, no es una vuelta tradicionalista ni mi-metizadora, sino crítica y reflexiva y que quiere ser honesta con su novedad y su diferencia histórica. De ahí que no se trata de sacralizar sino de buscar inspiración en un camino que con su propia complejidad e incluso a pesar de sus propias contradicciones y errores sigue hoy convocando social e institucionalmente y que, en lo más valioso de su quehacer, lucha por generar respuestas que buscan reconciliar nuestro mundo. Por ello, no todo vale ni sirve. Entendemos que lo que ya se realiza desde los que tratan de vivir de esta matriz cultural es una lectura de contraste. Lo que hoy nos sirve y nos inspira no es sino lo que entrevemos como mejores soluciones para nuestras indigencias sociohistóricas actuales. Y desde ahí, también juzgamos y valoramos el pasado en cuanto violente nuestras certidumbres éticas y rescatamos de esa novedad y diferencia histórica lo que se nos presenta como valioso y pertinente para enfrentar los retos de nuestro mundo.

El alcance final de la tarea es movilizar modos de vida que generen riqueza humana y sostenibilidad en el contexto de la pluralidad del mundo. Por eso, compartimos la perspectiva de Michael Löwy cuando señala que no se trata de encontrar “soluciones” para determinados “problemas”, sino de “hallar un modo de vida distinto, que no sea la negación abstracta de la modernidad, sino su superación, que persiga la conservación de sus mejores conquistas y su proyección hacia una forma superior de cultura, una forma que restituya a la sociedad ciertas cualidades humanas, destruidas por la civilización burguesa industrial. No implica un retorno al pasado, sino un rodeo por el pasado hacia un nuevo porvenir…”2. No se trata simplemente de buscar verdades, claridades o de una ilustración arqueológica del pasado sino de reconstrucciones de nuestro mundo desde modos de vida con calidad humana. Modos de vida que no

2 Apud Edgar Morin, La Vía para el futuro de la humanidad, Paidós, 2011.

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agotan la creatividad y riqueza humana y que se saben fragmentos del hacer y del saber humano pero que no son fragmentarios y que por eso pueden colaborar y dialo-gar con otros desde su aporte específico a la humanidad y que por ello, buscan también una calidad intercultural e interreligiosa en el sostenimiento convivencial del mundo.

2.   Situación y problema de partida

El diagnóstico del que partimos (y al que otros antes han llegado) es que estamos en una crisis civilizatoria que convoca nuestra responsabilidad, en última instancia, para tratar recrear otras matrices culturales que enfrenten o traten de enfrentar los déficits actuales de la civilización hegemónica globalizada.

En esta sentido, voy a tratar de situar tanto el diagnóstico, que puede ser compartido por otras tradiciones, y enfrentado en diferentes procesos y contextos, como la tarea que surge ante el mismo. Como aclaración previa, señalo que este diagnóstico, en el fondo, no es exclusivo de planteamientos críticos o contra-hegemónicos. Por ello sus notas también pueden detectarse desde los propios pensadores de y en las cimas de modernidad. Así, entre estas notas, constatan la indigencia que acarrea la misma testificando la radical soledad del ser humano, su despliegue histórico desde la voluntad de poder y la “superación” de la solidaridad (Nietzsche), su dislocación en el seno de la realidad cosmológica (Descartes), la ausencia de fundamento de la existencia humana (Heidegger), el desencantamiento ante lo real (Weber) o la falta de sentido de las orientaciones y determinaciones éticas o axiológicas (Kelsen). Los discursos postmodernistas (que constituyen su continuación por otros medios), pretenderían relativizar y desdramatizar las carencias inscritas en el desarrollo cultural de la misma, cerrando el paso a las alternativas marginadas o negadas y a las reconstrucciones reflexivas de la modernidad desde su mismo espacio sociocultural. Sin embargo, los planteamiento críticos no se avienen a conformarse, a testimoniar la fatalidad de la situación, o a malvivir en un horizonte nihilista sino que luchan por ir más allá de ello liberándose de las posibilidades encaminadas y construidas por un de-sarrollo sociohistórico en cuanto son experimentadas como malas posibilidades.

El mundo moderno, considerado ahora en cuanto a la dirección principal del proceso sociohistórico de los últimos cinco siglos que emerge desde Europa y se va proyectando por el globo, genera unas debilidades o incluso cierres que constituyen las fronteras en las que trabajar. Visto este proceso desde nuestra altura histórica podemos avanzar una síntesis del mismo.

En primer lugar, alza la frontera de la trascendencia. Se termina absolutizando el horizonte humano. El ser humano no puede sino afirmar su soledad y su desarraigo. La dimensión de la religación a lo real es opacada. Las formas de interconexión son marginadas. Los caminos de la trascendencia no son transitables.

En segundo lugar, alza la frontera de los otros. La modernidad afirma un único modo de humanización, no ya para su sociedad matriz, sino como destino universal. La diferencia cultural no es sino algo a superar. Los individuos, bloques, se justifican en función de unos criterios normativos que tienen una validez universal abstracta. Los

 

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que se sitúan fuera de los círculos de inclusión y pertinencia no impugnan la universalidad de su justificación. En su exterioridad se reconoce el reverso colonial de la modernidad hegemónica.

En tercer lugar, alza la frontera de lo otro del sujeto. El cuerpo, la naturaleza, es una frontera para el ser humano que tiene superar por el conocimiento y la dominación. Así, la dirección del estar humano en lo real, potencia la actividad sobre la pasividad. La proyección sobre la interdependencia. La manipulación o explotación sobre el respeto y la escucha de lo otro.

En una formulación densa a partir de los análisis de Ignacio Ellacuría (1930-1989) en el seno del Equipo Jesuita Latinoamericano de Reflexión Filosófica (1983), podemos decir que:

La línea hegemónica que la Modernidad globalizada ha producido implica una ruptura de las relaciones humanizadoras y fundantes de los individuos-grupos-instituciones frente a los otros, la naturaleza y Dios.

En palabras de Ellacuría, “[e]ste horizonte cultural dominante, cuya matriz ex-plicativa se encuentra en la Ilustración, debe ser juzgado desde sus efectos negativos: Masa de personas excedentes, naturaleza saqueada y destruida, Dios funcionalizado...

Y de un modo global, ruptura de relaciones humanizadoras y fundantes”3.

Esta situación tanto de indigencia como de necesidad de reconstrucción de la marcha de la humanidad en sus relaciones constitutivas y, consiguientemente, en la reducción de su identidad y riqueza antropológica, es aquello que constituye nuestro problema civilizatorio. Aquello a lo que las tradiciones están convocadas y que pueden y deben responder comunalmente. En este contexto, la mediación inicial que usamos para esta tarea parte de la reflexión filosófica situada en nuestro mundo histórico, que puede ejercer su función crítica de las ideologías y de los supuestos culturales fundamentales, de enjuiciamiento global tanto de la cultura como de las realizaciones sociales, y de recuperación y recreación de las mejores posibilidades disponibles en función del discernimiento sociohistórico previo. Así, la reflexión filosófica tiene una tarea en tanto que saber que busca la verdad y la orientación humana frente a lo real, pero a su vez, no se puede quedar sólo en una forma de conocimiento y de dirección ética frente al mundo, sino que tiene que avanzar realizando una evaluación y relanza-miento de las tradiciones culturales que pretenden reconstruir los elementos disfuncio-nales del vivir y del hacer humano. Por ello, la práctica filosófica situada y orientada de este modo, está emplazada como actividad humana junto a otros saberes y expe-riencias para recrear el mundo presente. Es decir, aunque la filosofía tenga unos mé-todos propios, su esfuerzo está situado en el marco de los desafíos que la humanidad actual está enfrentando desde diversas las tradiciones. Esta co-situación le permite y exige también un diálogo con los saberes culturales, religiosos y espirituales de la humanidad, diálogo que en última instancia, puede ayudar a resituar su propia tarea filosófica con una mayor amplitud y profundidad, como un saber humanizador, que

3 “Dimensión ética de la filosofía” en La lucha por la justicia. Selección de textos de Ignacio Ellacuría (1969-1989), Juan Antonio Senent (ed.), Universidad de Deusto, 2012.

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puede ser inspirado y fecundado por otras experiencias y saberes, abierta a cuestionar las rupturas epistemológicas que su propia marcha histórica ha construido. Por ello, podemos reconocer una tarea común de los diferentes esfuerzos críticos frente al contexto mayor de la globalización de la modernidad, en la medida en que cada uno a su modo (lo que no implica sin más su validación de modo ingenuo) trata de responder al desafío de la modernidad orientándose por el intento de reconstrucción “post-moderna” (en cuanto superación de la modernidad) de la rupturas fundantes de ésta. Estas reconstrucciones socioculturales “post-modernas”, no tienen nada que ver con los discursos filosóficos postmodernistas en la medida en que continúen anclados en los mismos supuestos fundamentales de desvinculación de la praxis humana que legiti-ma la modernidad hegemónica.

3. Síntomas de un rodeo: la autocomprensión de la misión ignaciana-jesuita en el mundo

Desde la situación, el problema y la tarea antes esbozada cabe preguntarse si una tradición como la ignaciana y jesuita de la trayectoria y complejidad histórica que le compete puede aportar desde sí misma a este desafío sociocultural. Avanzamos que sí. Y justamente esa es la autocomprensión última que se propone desde esta tradición, promovida por su cuerpo social más visible, la Compañía de Jesús, como veremos en este apartado. Pero esta posición actual no es una ruptura con su tradición primaria del siglo XVI, sino que ha exigido una relectura de la misma para historizar el sentido público de su misión actual en el mundo a la altura de nuestro tiempo. Ahora bien, cabe hacer explícita y enfrentar una sospecha que se puede cernir legítimamente sobre nuestra perspectiva de trabajo; así, cabe preguntarse si una tradición originada desde una experiencia espiritual del fundador de una orden religiosa en el marco de la Iglesia católica en los comienzos de la modernidad europea, puede tener calidad humana, cali-dad intercultural y calidad interreligiosa. No se trata, evidentemente, de entender esta tradición como un destino universal, que no lo es ni siquiera formalmente desde sí misma considerada, sino si la misma respeta y es capaz de convivir con otras formas de responder al misterio de lo real, con otros modos de desplegar la humanidad en cuanto no generen daño, injusticia o violencia hacia otros; si es capaz de convivir con otras culturas no europeas y con otras religiones; en suma, si puede y sabe convivir con la pluralidad del mundo, no sólo en términos negativos o de “tolerancia” sino si es capaz de cuidar de las relaciones y las condiciones comunes para el florecimiento de otros, e incluso de trabajar con otros de diversas tradiciones espirituales y éticas para empresas que se entienden como comunes a las necesidades de la humanidad. Nuevamente avanzamos que sí, y que estas calidades están entre las mejores posibilidades de esta tradición y en algunas de sus mejores realizaciones. En este sentido, la ayuda a los otros en cuanto socorro material y al crecimiento en su libertad junto con la capacidad de diálogo convivencial están no sólo en su histórico núcleo constitutivo sino en su entendimiento actual.

Vamos entonces a ver la autocomprensión actual del sentido de la presencia en el

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mundo de esta tradición ignaciana y jesuita. En la última Congregación General (2008) de la Compañía de Jesús (Decreto 3, Desafíos para la misión hoy), su misión se concibe como la tarea de establecimiento de relaciones justas en clave de reconciliación de las fronteras que fracturan el mundo: “En este mundo global, marcado por tan profundos cambios, queremos profundizar ahora nuestra comprensión de la llamada a servir a la fe, promover la justicia y dialogar con la cultura y otras religiones a la luz del mandato apostólico de establecer relaciones justas con Dios, con los demás, y con la creación” (nº 12)4. Esta última formulación recoge un proceso de ampliación o de explicitación del campo con respecto a las últimas décadas e incluso de su expresión formal originaria, pero un mismo pathos de servicio transformador en el mundo. Este lugar de destino, no es ya un simple lugar físico, es ubicuo, se encuentra “en todas partes”, quizá porque la “redondez” de la tierra lo ha hecho más interconectado, interdependiente y circular que nunca por dinámicas de interacción, pero también atravesadas por la violencia y sufrimiento5.

La misión originaria de la Compañía en su fundación fue identificada como la “defensa y propagación de la fe y el provecho de las almas en la vida y doctrina cristiana”6. En la postconciliar Congregación General 32 (1974-75) se reformuló esta misión como “defensa de la fe y promoción de la justicia7. Dos décadas después, la Congregación General 34 perfila aún más esta misión: “nuestra misión de servicio a la fe y promoción de la justicia debe ensancharse para incluir dimensiones esenciales para la proclamación del Evangelio, el diálogo, y la evangelización de la cultura; hemos insistido en la inseparabilidad de la justicia, el diálogo y la evangelización de la cultura”8. ¿Por qué esta conexión diálogo-fe-justicia-cultura? Porque se constataque el compromiso con la fe y la transformación de las estructuras políticas, sociales y

4      Ante este llamado se deben situar todos los apostolados o servicios, incluido el “apostolado intelectual”.

5      La globalización ha cortado las líneas de fuga de la “planicie” de la tierra, ésta ya no es ili-mitada e inconmensurable, es un lugar limitado donde todos ocupan una posición, donde a unos pocos les va “bien” en la vida, y a la mayor parte les va mal. En tiempos de Ignacio se abrían nuevos horizontes geográficos, hoy esos horizontes ya están recorridos, pero la his-toria del sufrimiento humano nos sigue desafiando como entonces (Cf. Ejercicios espiri-tuales de Ignacio de Loyola, nº 101-109, en adelante, EE.EE.).

6      Fórmula del Instituto de la Compañía de Jesús que fue confirmada en 1550 por la bula pa-pal Exposcit debitum: Así, la Compañía es “fundada ante todo para atender principalmente a la defensa y propagación de la fe y al provecho de las almas en la vida y doctrina cristia-na por medio de predicaciones públicas, lecciones, y todo otro ministerio de la palabra de Dios, de ejercicios espirituales, y de la educación en el Cristianismo de los niños e ignoran-tes, y de la consolación espiritual de los fieles cristianos, oyendo sus confesiones, y admi-nistrándoles los demás sacramentos. Y también manifiéstese preparado para reconciliar a los desavenidos, socorrer misericordiosamente y servir a los que se encuentran en las cár-celes o en los hospitales, y a ejercitar todas las demás obras de caridad, según que parecerá conveniente para la gloria de Dios y el bien común, haciéndolas totalmente gratis, y sin re-cibir ninguna remuneración por su trabajo, en nada de lo anteriormente dicho”.

7      Congregación General 32, Dec. 4, n.2.

8       CG 34, D 4, 6

 

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económicas injustas no se realiza si no se cambia la trama cultural sobre la que se asientan estas estructuras. Lo que impide anunciar la fe y trabajar por la justicia es precisamente el contexto cultural en el que nos desenvolvemos y que genera un dinamismo histórico tanto de dificultad y de limitación de la dimensión espiritual así como de injusticia estructural. Pero esta misión, no puede realizarse sino desde el diálogo y la cooperación con otros. Así, por ejemplo, lo propone el Secretariado para la Justicia Social en el documento “Globalización y Marginación”9: “Desde esta pers-pectiva podemos describir nuestra tarea y misión como una unión con otros para trans-formar activamente esta situación de marginación y exclusión, en un esfuerzo porcrear una interconexión nueva y global en solidaridad. Esta transformación tendrá que tomarse en serio la tarea de sanar y reconciliar. Con este fin, es absolutamente imperativo que todos nuestros apostolados estén impregnados por la fe, basados en la justicia, arraigados en la cultura y abiertos al diálogo con otras personas de buena voluntad”.

En esta línea prosigue la Congregación General 35 (2008) confirmando esta misión de servir la fe, promover la justicia, y el diálogo con otras culturas y religiones. Si este es el campo de misión, el lugar particular es en las fronteras, así lo marca el Decreto 3 de la misma en su propio título: “Desafíos para nuestra misión hoy. Enviados a la fronteras”.

¿Qué fronteras? Las fronteras sociales y culturales que se alzan entre el evangelio y la vida de la humanidad hoy, impidiendo a las mayorías del planeta una vida digna en plenitud (CG35, D3, 25-30) y la propia vida del medio ambiente (CG35, D3, 31-36). Fronteras que deben ser removidas desde el esfuerzo común con otros (CG 35, D6) y en diálogo con sus respectivas tradiciones culturales y religiosas.

Un hito fundamental para el desarrollo de esta Congregación lo constituyó la Alocución de Benedicto XVI10 a los allí reunidos. Me parece pertinente incluir un análisis de la misma en cuanto recoge el horizonte de problemas, la misión y el aporte propio que a problemas comunes de la Iglesia y del mundo actual puede realizar esta tradición cultural, y los más relevante para nosotros aquí, porque implica una lectura histórica que rehabilita y quiere recuperar el valor y la contribución de este cuerpo social que se ha movido en muchos momentos de su historia en la intemperie del mundo y también de la propia Iglesia, a veces también censurada y perseguida por las autoridades eclesiásticas (además de por las autoridades políticas); en una línea que rescata las mejores potencialidades críticas de esta tradición. Recordemos que por su propia estructuración fundacional la Compañía quiere ser seguimiento de la misión evangélica que el Papa les confíe (disponibilidad u obediencia circa misiones). Pero esta misión eclesial no es ajena al destino en el mundo que en última instancia persi-gue la Compañía, ser respuesta a las necesidades de salvación del mundo en conformi-

9      Año 2006, n. 79. Http://www.sjweb.info/sjs/documents/GlobMarg_ESP.pdf.

10   Alocución de Benedicto XVI durante la audiencia a los miembros de la Congregación Ge-neral 35 el día 25 de febrero de 2008 y Carta de Benedicto XVI al P. Kolvenbach de 10 de enero de 2008.

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dad con el entendimiento de la relación entre Dios y el mundo como relación salvífica. En la Alocución, el encargo papal no descentra ni saca del compromiso de servicio a la Iglesia y al mundo sino que lanza a la Compañía a la búsqueda de la respuesta adecuada para los desafíos centrales que tiene nuestro mundo. En este sentido, es un encargo o misión “real”, que quiere ser respuesta a la realidad del mundo, no una misión alienada e irrelevante para la humanidad. De ahí su pertinencia.

Cinco características se destacan en la Alocución de este campo de misión. La primera es que con respecto a la misión de la Iglesia, la Compañía se ha situado y debe situarse en las fronteras de la misma, “en los lugares físicos y espirituales a los que otros no llegan” (ib.). La segunda, es que los jesuitas son enviados a los lugares conflictivos y de transformación social y cultural, “en los campos más difíciles y de primera línea, en los cruces de las ideologías, en las trincheras sociales, [donde] ha habido o hay confrontación entre las exigencias urgentes del hombre y el permanente mensaje del evangelio11” (Ib.). La tercera es que ahora el lugar de misión ya no tiene una orientación geográfica sino de frontera cultural: “debido a una visión errónea o superficial de Dios y del hombre, acaban alzándose [fronteras] entre la fe y el saber humano, la fe y la ciencia moderna, la fe y el compromiso por la justicia” (ib.). Por ello, la tarea y el desafío a afrontar es la fractura12 que existe entre la experiencia de fe, y la cultura actual (moderna y globalizada), que se proyecta en los diversos ámbitos de la existencia personal y social, como el ámbito científico-técnico y el jurídico-político, entre otros. El encargo puede parecer en primer término eurocéntrico, sin embargo, puede ser a mi juicio radical y universal, primero porque estas fracturas tienen efectos globales, no solo en los lugares de formación de la modernidad, sino en los lugares de destino, que son todo el globo. Y segundo, porque la cultura moderna secular y liberal, es el modelo hegemónico que delimita los supuestos o el “suelo” desde el que produce la interacción entre culturas y religiones, de modo que el diálogo entre culturas e interreligioso puede estar lastrado y condicionado por el marco cultural mayor de la modernidad liberal. Sólo hay posibilidad de un genuino diálogo postsecular13 si se problematizan los supuestos “naturalizados” de la sociedad liberal. En cuarto lugar, para trabajar en esos lugares se requiere una virtudes apropiadas de personas que puedan “permanecer en esas fronteras”: ”La Iglesia necesita con urgencia personas de fe sólida y profunda, de cultura seria y de auténtica sensibilidad humana y social”

(Aloc.). En quinto lugar, esa tarea hay que realizarla desde las fuentes originales para

11   Aquí Benedicto XVI recupera el discurso de Pablo VI a la Congregación General 32 en 1974.

12   La CG 34 en su Decreto 4 Nuestra misión y la cultura, se hizo eco de la palabras de Pablo

VI: “La ruptura entre el evangelio y la cultura es, sin duda alguna, el drama de nuestro tiempo” (Evangelii Nuntiandi, 20).

13   Recordemos el diálogo al promediar la primera década del siglo XXI entre el filósofo Habermas y el teólogo Ratzinger (y posteriormente autor en tanto que Papa de la Aloc.). Cf.

Mella Flebes, Pablo, “Catolicismo y esfera pública postsecular. Volviendo al debate entre Jürgen Habermas y Joseph Ratzinger”, en Concordia. Internationale Zeitschrift für Philo-sophie, nº 65, 2014, pp.55-69.

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el contexto actual, para que “prosigáis en el camino de la misión, con plena fidelidad al carisma original, en el contexto social y eclesial de este inicio del milenio” (Aloc.).

Para ello, hace falta una “cultura seria”, un ejercicio intelectual y vital que sepa hacerse cargo de los desafíos que la cultura actual presenta a la sociedad humana. No es sólo una cuestión de erudición, sino de sabiduría y de vida, de tomarse en serio la cultura no como juego floral, entretenimiento o como forma de acceder al prestigio social, sino como el modo concreto desde el que accedemos y tratamos con las diversas realidades, es decir, con nosotros mismos, con los otros, con la naturaleza ycon el fundamento de lo real. En general, cualquier proceso cultural, en cuanto articulación de un modo concreto de estar y de actuar en la realidad y de realizarse socialmente, produce un mundo, unas estructuras sociales, alumbra unas posibilidades y cierra o destruye otras. Por ello hoy, si bien hay posibilidades abiertas, también hay posibilidades marginadas por increíbles o inverosímiles o simplemente negativas. Para el espacio público secular, esto es, político, jurídico, económico y científico moderno, considerar a Dios como el fundamento de la existencia desde una tradición religiosa como la cristiana es una “mala posibilidad”, o una “posibilidad irrelevante” para ese espacio. La experiencia de Dios, en el mejor de los casos, es una posibilidad privada, no evaluable, ni discernible públicamente, por ello, tampoco puede ser operativa para el espacio público, donde se la declara irrelevante, inaccesible, o locura particular recluible en los otros manicomios de la modernidad que son las iglesias y las religiones. En un contexto general cada vez más existe una conciencia del carácter insuficiente de ese marco de la sociedad liberal secular, incluso del carácter injusto con respecto a otras formas de experiencias de lo real y del cultivo de la dimensión espiritual y religiosa de la persona. Cultivo que puede tener no sólo una relevancia privada y personal, sino social y pública. Por ello, la crisis del marco de la sociedad liberal y secular, abre un nuevo contexto postsecular en el que las espiritualidades y religiones tienen un papel posible (y por definir) que jugar en la marcha social y en las posibilidades humanización que se abren. Ello puede implicar una movilización de energías que alumbren mejores desarrollos históricos frente a las amenazas y contradicciones actuales, al igual que nuevos riesgos y desafíos.

Pero estamos todavía en un momento de transición. Por ello, la Alocución envía a enfrentar los muros que separan la experiencia de Dios del espacio público y del mundo actual, que son las “fronteras” o los “obstáculos” con los que se debe combatir, y que “acaban alzándose entre la fe y el saber humano, la fe y la ciencia, y la fe y el compromiso por la justicia” (Aloc.). También hay que incluir, a mi juicio, un debate con la Política Teológica o Teología negativa (civil o política al margen de las iglesias y religiones) que produce la propia modernidad14 y que sigue viva y operando, desde la que seculariza, ordena y regula todas las esferas de la vida humana. Esas fracturas

14   Apunté este problema en “Mi biblioteca de Teología, Política y modernidad”, Revista El Ciervo, febrero 2006, pp. 40-41. Ello exige una investigación de la Política Teológica (oTeología política) del paradigma liberal a partir de los autores principales de esta corriente, pues para secularizar hay que hacer teología.

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son entendidas como obstáculos para vivir otras formas mejores para la humanidad. Esto genera un modelo antropológico y social que se funda en una matriz cultural hegemónica en la modernidad que se ha ido decantando en los últimos cinco siglos y que ha llevado no sólo a la separación15 sino a la irrelevancia de la fe para esas dimen-siones y a la producción de un mundo “marcado por graves desequilibrios”(Aloc.).

Para enfrentar esta misión, Benedicto XVI, pide sujetos no desintegrados, sino que sean capaces de hacer, ya desde sí mismos, la síntesis compleja que permite responder con seriedad y radicalidad a las carencias de la cultura actual. Sujetos que aúnen fe, cultura y sensibilidad: “fe sólida y profunda, de cultura seria y de auténtica sensibilidad humana y social; (…) que dediquen su vida precisamente a permanecer en esas fronteras para testimoniar y ayudar a comprender que existe una armonía profunda entre fe y razón, entre espíritu evangélico, sed de justicia y laboriosidad por la paz” (Aloc.). Sujetos que reúnan “ciencia y virtud” (dos elementos disociados en la racionalidad moderna, uno en el espacio público, y el otro en el privado). De ahí que la

Compañía “debe seguir formando a sus miembros en la ciencia y en la virtud, sin conformarse con la mediocridad, ya que la tarea de la confrontación y del diálogo con los contextos sociales y culturales muy diversos y las diversas mentalidades del mundo actual se revela como una de las más difíciles y laboriosas. Y esa búsqueda de la calidad y de la solidez humana, espiritual y cultural, deberá caracterizar a toda la múltiple actividad formativa y educativa” (Aloc.).

¿Desde dónde se nutre ese trabajo? Benedicto XVI da aquí unas orientaciones. Ya vimos que remite a la fidelidad al carisma original ¿Cuál es el núcleo de ese carisma? La centralidad del mismo está en los Ejercicios Espirituales como “fuente de vuestra espiritualidad y la matriz de vuestras Constituciones” (del modo de proceder), ya que constituyen “un camino y un método de buscar y de hallar a Dios en nosotros, en nuestro alrededor y en todas las cosas” (Aloc.). Desde ahí, se pretende dinamizar la superación personal y social de la ruptura cultural entre Dios y el mundo moderno y postmoderno.

Esta remisión a las fuentes, debemos conectarla con una afirmación histórica en la Alocución, en cuanto supone la rehabilitación de unas experiencias marginadas o enfrentadas por las autoridades eclesiásticas de otros momentos, que ciertamente podemos justipreciar por su calidad intercultural e interrelegiosa: “A lo largo de su historia, la Compañía de Jesús ha vivido experiencias extraordinarias de anuncio del evangelio y las culturas del mundo: basta pensar en Matteo Ricci en China, en Roberto

15   “Suele hablarse en ese contexto, en primer lugar, de la pretensión de separación radical de lo religioso de la vida pública, relegándolo al espacio privado o en su caso íntimo. Sin em-bargo, lo sustantivo de esa política de la modernidad, es que pretende una posición de do-minio absoluto (de sustitución, anulación, o de utilización estratégica), desde la cual caben muchas formas históricas de articular la relación con ese espacio, desde las vanguardias revolucionarias; la religión de Estado (anglicanismo), hasta el laicismo republicano, entre otras. Ahora bien, la “cosificación” a la que se sometió el campo religioso, no impide la “vuelta de lo reprimido”. Si la política quiso controlar la religión y su teología, tampoco pudo ocupar eficazmente su lugar” (“Mi biblioteca…”, op. cit., p. 40).

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De Nobili en la India o en la reducciones de América Latina 16 . De ellos estáis justamente orgullosos. Hoy siento el deber de exhortaros a seguir de nuevo las huellas de vuestros antecesores con la misma valentía e inteligencia” (Aloc.).

4. La matriz cultural ignaciana: “un rodeo por el pasado para un mejor por-venir”.

¿Por qué debemos conectar la centralidad de los ejercicios en la experiencia del sujeto, con esas otras experiencias históricas que hoy tienen que ser recreadas y actualizadas? Porque los ejercicios no son en primer término una forma de indoctrinamiento (aunque impliquen algunas doctrinas) ni de proyección de una cultura sobre otra, sino un método de trabajo17 con la sensibilidad y la afectividad (que están en la base de las “potencias del alma”), que supone una “reconversión libidinal”18, y que desde ahí posibilita al sujeto la creatividad para desarrollar otros modo de responder a la realidad y en su caso confrontarse con otras respuestas. Es una experiencia interior que no queda encapsulada, no es simple illusio, puesto que si va conformando la subjetividad, lo lanza a concretar determinaciones exteriores: “en la disposición de su vida” (EE. EE 1, 4). Por ello, son válidos para muchas culturas y contextos sociales, no sólo para su contexto original (la Europa de la primera mitad del siglo XVI). Ahí está, a mi juicio, la fuente de la “sensibilidad humana y social”. Por tanto, los ejercicios, en su creatividad externa son generadores no de “conocimiento” sino de otra forma de vida, suponen en este sentido una matriz cultural, esto es, generan otra cultura resultado del encuentro entre las culturas y el evangelio. Esa esla tarea de fondo para la misión actual, y la fuente para misma.

Una aclaración sobre la “matriz” antes de seguir avanzando. La expresión “matriz”, la emplea B. XVI en la Alocución referida a los Ejercicios en cuanto núcleo del

16   En este momento es preciso destacar que la supresión política y eclesiástica de las reduc-ciones, en virtud de los intereses coloniales de las potencias europeas, y en particular del imperio portugués, para someter, esclavizar a los indios, y explotar la riqueza material de sus territorios revela una diferencia de presencia social, religiosa y política de la Compañía de Jesús en estos territorios con respecto a los imperios europeos. De la abundante literatu-ra sobre este asunto, destaco una contribución reciente (Vivanco, Borja, “la expulsión de los jesuitas de Portugal en la era pombalina”, ARBOR Vol. 190-766, marzo-abril 2014, pp. 1-15), que ayuda a ver la diferencia entre la modernidad hegemónica, en ese momento identificada como “despotismo ilustrado”, frente a la otra modernidad que revelaba la pre-sencia jesuita entre esos pueblos guaraníes.

17   Ya Aranguren, constató hace más de medio siglo que la tradición ignaciana no es única-mente una forma de espiritualidad o un asunto religioso, sino que justamente en cuanto su-pone un trabajo con la estructuras de la subjetividad humana genera un ethos que tiene por ello una virtualidad social e histórica. Este autor lo denominó la “escuela ignaciana de for-mación del carácter” (López Aranguren, J. L., Ética [1958] Biblioteca Nueva, 2003, p. 71.). También parece percibir este hecho B. XVI cuando entiende los Ejercicios como matriz. Recientemente José M. Guibert, identifica también elementos de una “cultura ignaciana” (Cf. “Liderazgo y valores ignacianos”, Estudios Empresariales, nº 137, 2011, pp. 48-55).

18  Domínguez Morano, C., Psicodinámica de los Ejercicios ignacianos, ed. Sal Terrae-Mensajero, 2003, p. 43.

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carisma. Entiendo que es un uso apropiado en cuanto constata que la espiritualidad y la ascesis ahí propuesta tiene una virtualidad generadora de un modo de estar humana y socialmente en la realidad. En ese sentido, esta matriz alumbra otras posibilidades de humanización, que se proyecta e inspira el modo de proceder del cuerpo de la Compañía de Jesús, y que también se continúa en otros seguidores de esta tradición. En este sentido, Se trata del núcleo de supuestos básicos, que permiten y exigen articular creativamente otras formas de estar en la realidad en todos los ámbitos de la vida social, p. ej., en la política, la economía, en las relaciones con otros pueblos, en larelaciones interreligiosas, en la ciencia y la tecnología, en la interacción con el medioambiente, etc. Por ello, “matriz cultural” aquí es sinónimo de proceso civilizatorio, porque lanza a recrear todos los modos de vida en que se concreta la vida humana y social, por tanto, no es un asunto sólo de “formas de pensar, valores, creencias, narraciones...”, sino que incluye las dimensiones simbólicas pero no se acaba en ellas, sin recrear las otras dimensiones. Si así fuera, entonces, no podría generar otras estructuras sociales. Se trata de que desde esa matriz, el sujeto renovado en ella (desde otras habitudes o modos de enfrentarse a las cosas), vive ya desde otros supuestos las diversas dimensiones de vida social. Esto le abre a la lucha por la generación de nuevas estructuras o modos sociales de habérselas con lo político, social, religioso, jurídico, lo natural…

En este sentido, se pueden generar sujetos capaces de innovación y de diferen-ciación social en la medida en que no se adaptan a reproducir el modo existente de vivir esos ámbitos, y luchan por abrir y consolidar otras formas de relación o participación en el poder (estructura política), la iglesia y otras religiones (campo religioso e interreligioso), los bienes materiales (economía), las leyes (campo jurídico), la naturaleza, con los otros del cuerpo social (estructura social), con la ciencia y la educación (generación y socialización del conocimiento social), otros pueblos y culturas (relaciones intersociales e interétnicas). Esto produce, a veces, pequeñas experiencias sociales que “apuntan a otro mundo”, otra tendencia plural con respecto a la dirección principal que llevó la sociedad moderna. Otras fueron grandes experiencias, en cuanto generaron otros mundos, como pudo ser la experiencia de las “reducciones” en América Latina, distintos al modo hegemónico en que se articuló las relaciones intersociales e interétnicas, etc.

En resumen, son sujetos que anticipan ya en sí mismos otros modos de relación y que luchan porque éstos modos se abran paso y sean modos sociales, públicos, a la mano de cualquiera, y por tanto finalmente estructuras en las cuales se socializan los sujetos.

o4.1. Clave hermenéutica.

A partir de aquí debemos señalar la clave hermenéutica para la relectura y re-apropiación de esta tradición al servicio de nuestras necesidades civilizatorias: son estas necesidades actuales las que nos guían en el entendimiento crítico del pasado, la que nos permite reconocer sus potencialidades mostradas (con sus propios límites) en

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el propio devenir histórico, y juzgar en su caso sus desviaciones y desvaríos. Por tanto, se trata de entender el pasado desde nuestro presente como clave de discernimiento del mismo. Puesto que podemos conocer las decisiones, abstracciones y rupturas sobre las que se asienta la fecundidad histórica de las posibilidades que alumbra el mundo moderno (y de las posibilidades que cierra o margina) podemos reconocer en su caso otras tradiciones relegadas, periféricas o subalternas en su capacidad para un diálogo regenerador de las heridas de nuestro mundo. Ello nos permite situarnos en un locus concreto, en la tradición ignaciana, que está convocada, a dar una respuesta desde sí misma, con su propia voz, en diálogo con otros contextos y experiencias.

Así, estas necesidades civilizatorias, en cuanto caminos agostados o cerrados, a las que hay que dar una respuesta superadora se pueden formular desde unos campos que antes formulamos en una división tripartita (frontera de la trascendencia; de los otros y de lo otro o de la naturaleza):

a)  como una apertura a lo Otro del sujeto (a Dios, al espíritu, al sentido, al misterio, al fundamento último de la existencia,…);

b)  apertura a los otros seres humanos concretos y vivos, presentes y futuros, dentro y fuera de las fronteras socio-políticas, económicas, de género, étnicas, culturales, reli-giosas…;

c)  y finalmente apertura al mundo natural, corpóreo, físico, creado, biodiverso… Esta tradición puede ser leída y reapropiada en cuanto ofrezca unas respuestas para

la justa relación o “reconciliación” con cada uno de esas alteridades y para la articulación o interrelación entre los tres campos. Respuestas que tienen que ser, y que son de hecho, investigadas y que pueden ser apropiadas socialmente.

No se trata pues, de sacralizar míticamente un origen particular sino de una re-apropiación reflexiva del mismo que permita alumbrar nuevamente las posibilidades socioculturales de desarrollo inscritas en el mismo y que pueden ser vistas como una expresión contextual de la riqueza universal de lo humano y que pueden permitir seguir construyendo hoy historia.

Desde esta clave podemos ubicar una relectura de una tradición sociocultural, la ignaciana-jesuítica, que nace con su propia virtualidad hace casi cinco siglos en el surgir histórico de la modernidad temprana y que nos convoca como suelo nutricio junto a otras tradiciones culturales y seculares, religiosas o espirituales, occidentales y no, cristianas y no cristianas para regenerar nuestro mundo de modo plural y convivencial.

4.2. La vuelta a Ignacio como matriz cultural

¿Desde dónde surge lo específico de la aportación ignaciana al mundo? El núcleo está en la propuesta espiritual de Ignacio de Loyola. Pero se trata ahora no de quedarse en un puro análisis y recuperación de lo espiritual, como si de un compartimento estanco se tratara (al modo secular) sino de entender esta propuesta en su dar de sí histórico, tanto en la vida de Ignacio de Loyola como en el movimiento que convoca. Se trata de una vuelta a la tradición ignaciana como matriz cultural. De aquí surge

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tanto el reconocimiento de un programa de trabajo que ya de hecho se está realizando de modo plural en el ámbito ignaciano y que debe ser proseguido de modo integrado al servicio de dar respuestas coherentes ante las comunes necesidades que la humanidad tiene que afrontar.

Se trata de una lectura cultural, que no es secular ni secularizante, sino postsecular. No implica una reducción de lo genuino e integral en la experiencia y sabiduría de este movimiento, en tanto que espiritual y religioso, sino que tiene una virtualidad que desborda estos ámbitos para fecundar las otras dimensiones de la vida personal y social. Por tanto, en un contexto hermenéutico postsecular, liberados de las restricciones dogmáticas del mundo secular, podemos llegar a reconocer la relevancia tanto de la dimensión espiritual como religiosa de los sujetos para la marcha sociohistórica, y su pertinencia en las reconstrucciones actuales. Desde este contexto, podemos empezar a recuperar la integralidad del ser humano, de su experiencia y de su saber. Más allá de las distinciones y separaciones formales de objetos y perspectivas que han llevado a confundir la distinción de enfoques con la fragmentación y la escisión de la realidad humana y de su acceso a la realidad, es fecundo en este nuevo contexto el diálogo de saberes entre disciplinas como la filosofía, la teología, la espiritualidad, la historia u otras ciencias sociales en un ejercicio que alcance lo transdisciplinar. El diálogo y la apertura al mutuo aprendizaje entre los registros de cada una de ellas, no debe sino ayudar a recuperar dimensiones humanas relegadas u obturadas por el modelo antropológico y social moderno.

¿Por qué la vuelta? A veces a las grandes personalidades y tradiciones mientras más se los reconoce más se los desconoce. Suele ocurrir que el encumbramiento de algunos autores vaya parejo a un alejamiento de un conocimiento completo y de primera mano. Tratamos con ellos desde unas ideas previas dadas que se interponen entre ellos y no-sotros. A veces esas ideas vigentes responden efectivamente a la obra o a la vida, otras son leyendas negras o mistificaciones que no se sostienen cuando se vuelve al autor o al núcleo de la tradición. Con Ignacio de Loyola también pasa algo de eso, por un lado, hay un acervo bien asentado y concorde con el corpus ignaciano, junto con deforma-ciones que se han sedimentado a lo largo de siglos, tanto dentro del ámbito ignaciano y jesuítico, como fuera del mismo. La leyenda negra19 sobre Ignacio comienza desde dentro de la iglesia como fuera de la misma casi a la par que su vida hasta llegar a la postmodernidad20.

19   Vid. entre otros, García Cárcel, R., et al., “Jesuitas, leyenda negra y leyenda blanca”, La aventura de la historia, nº 11, Abril, 2008. Dicho sea de paso, no se pretende desde nuestrapropuesta optar por una leyenda “blanca” o hagiográfica, pero tampoco por una simple “le-yenda gris”, que en función de un presunto objetivismo historiográfico termine siendo banal. Del problema historiográfico, con rigor científico, hay que avanzar hacia una herme-néutica crítica.

20 Es interesante como ejemplo de ello el artículo de Julián Sauquillo, “Un "ethos" para el go-bierno y la administración: un debate entre el liberalismo y el jesuitismo políticos”, Ise-goría: Revista de Filosofía moral y política, nº 35, 2006, pp. 89-105. El manejo de fuentesignacianas es casi ausente, y en cualquier caso, deduce interpretaciones inverosímiles a la

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Pero esta “vuelta” no es primer término por rigor o simple fidelidad hacia la figura de Ignacio y hacia la tradición que generó junto con sus compañeros. Se trata más bien de una necesidad. Ante el desafío actual a enfrentar encontramos en el pasado algunas experiencias culturales que desde la matriz ignaciana se han desarrollado. Esas otras experiencias que implicaron una novedad con respecto a otras prácticas de su época, ya desde el siglo el XVI, en un contexto de mala praxis eclesial o de procesos de do-minación colonial devastadores de las culturas originarias, podemos tratar de recuperar lo mejor de esta tradición en su voluntad de diálogo y de construcción de un mundo para todos, un respeto por las culturas originarias, unas alternativas a las estrategias hegemónicas europeas; u otro modo de presencia eclesial21 incluso frente a quienes llevaban a cabo procesos de ruptura con la Iglesia católica22; lo que no responde, a mi juicio, a causas fortuitas. Considero que parten de las virtualidades que se liberaron a partir de la espiritualidad y del modo de proceder que marcó Ignacio para el cuerpo de la Compañía en su presencia en el mundo. El que la Compañía no fuera siempre conti-nuadora del espíritu y del modo de proceder ignaciano es otra cuestión.

Esta “vuelta”, a su vez, ahora es más posible que antes. Desde el siglo XX dispo-nemos de un corpus ignaciano (principalmente MHSI23, I-XII) que no ha sido todavía suficientemente explorado, y sobre todo socialmente aprovechado, es decir, puesto al servicio de problemas actuales frente a los cuales tiene cosas que ofrecer. Es más, es ahora que disponemos de la colección de fuentes que han tardado más de tres siglos en alcanzarse cuando podemos acceder mejor a su vida y obra que nuestros predecesores no coetáneos de Ignacio.

¿A qué obra de Ignacio? Ignacio, aunque alcanzó un título universitario en París no produjo una obra teológica, ni filosófica ni literaria, tal y como entonces o ahora se producen. Su dedicación no fue intelectual ni docente, sino pastoral y práctica, centra-da en su madurez en el gobierno de la Compañía y en sus relaciones con la Iglesia, con

luz del examen crítico de las propias fuentes, pero sobre todo, la interpretación sobre Igna-cio se realiza sobre fuentes secundarias o terciarias que simplemente expresan en clave postmoderna la secular leyenda negra sobre Ignacio. Lo que es peor a mi juicio no es la fal-ta de rigor intelectual, sino que las derivaciones prácticas que alcanza no hacen justicia a las potencialidades sociales del legado ignaciano.

21   Las reglas “Para el sentido verdadero en la iglesia militante debemos tener” (EE.EE. 352-370), que son la culminación de los Ejercicios espirituales (cuando se tiene en cuenta el método propuesto por Ignacio), tratan de salvar el nosotros, no centrándose en cuestiones dogmáticas sino desde las actitudes que construyen y no impiden la relación comunitaria y social; y salvando el cuerpo eclesial, no impedir a otros (“el pueblo menudo”) el acceso a la verdad o considerarnos individualmente en plena posesión de la verdad. Adolfo Chérco-les es, a mi juicio, quien ha llevado a cabo una lectura verosímil, coherente con el corpus ignaciano y no fragmentaria, contrarreformista ni modernizante de las reglas (Cf. Textos sobre las reglas del curso que imparte).

22 Las instrucciones que redactó para los compañeros que iban a Alemania en medio del pro-ceso de ruptura con Roma, o a los enviados a Irlanda; a mi juicio, pueden ser vistos hoy co-mo un ejercicio de interculturalidad ya desde su época y contexto.

23 Monumenta Historica Societatis Iesu.

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el mundo social y político europeo y con los nuevos contextos geográficos, culturales y religiosos de su época. Sin embargo, no cesó de escribir cartas e instrucciones para orientar la presencia de los suyos en todos esos contextos. (Hoy disponemos de más de 7000 documentos de Ignacio). Su obra, tiene un carácter peculiar. Se trata de interven-ciones en la realidad. Su obra escrita pastoral principal, no fue un tratado de teología, sino una guía práctica de ejercicios ascéticos. No era una obra para ser leída, sino para ser ejecutada y generar una experiencia en el sujeto que la protagonizaba. En este sen-tido, Ignacio era un hombre volcado a la praxis, y sus escritos tratan de producir orien-taciones y sostener una forma de estar y de intervenir en los diversos ámbitos (como las propias Constituciones de la Compañía de Jesús), que fuera una respuesta adecuada a las necesidades que él detectó. A su vez, toda esa ingente literatura gris que produjo, posee una articulación interna. La fuente de su sabiduría práctica se centra en el méto-do de los Ejercicios Espirituales, de modo que sus propuestas están iluminadas por un práctica fundante de quien vivió conformado por la experiencia interior de los ejerci-cios, y que socializó, a su vez, para sus propios compañeros y también para otros reli-giosos o seglares. Pero la virtualidad de su método y de su concepción de la vida espi-ritual no consiste en una fuga mundi. Como señala Carlos Domínguez para Ignacio “la experiencia religiosa debe tener una repercusión decisiva en la configuración de la vi-da (en la disposición de su vida). Es decir, está llamada a modificar profundamente el conjunto de su mundo de valores, pensamientos, conductas, etc., del ejercitante”24. Como antes señalamos, si es vivido el método de forma de real y sana, no puede que-darse reducido interiormente, en última instancia como mera ilusión, como una expe-riencia encapsulada que no genera cambios en las disposiciones humanas. Por ello, aunque pueda llegar a darse, no se trata de la “creación de un mundo afectivo que tan solo busca huir del enfrentamiento con la realidad, o, dicho de otra manera, reducido a un mundo fantasmático apartado de lo real, de lo intersubjetivo y, por tanto, no relati-vizado por el enfrentamiento con ningún tipo de límite”. Si la experiencia va con con-formando las estructuras psíquicas de la persona, entonces le remite a su propia res-ponsabilidad de estar e incidir en el mundo desde un horizonte de transformación. La persona tendrá que ir dando sus propias respuestas. No es por tanto, una fuga mundi, sino una generatio mundi, la producción de otro mundo.

En la medida en que los ejercicios no posibilitan tan solo una experiencia interior, o permiten un “camino interior”, y en tanto que generan en el sujeto unas disposiciones para articular su presencia en el mundo, los ejercicios expresan no sólo una experien-cia espiritual (en el sentido de interior), sino también generan otra forma de estar en la realidad y de responder a ella. Aquí por tanto se trata de atender a la fuente dinámica de las objetivaciones o “productos” culturales. Lo importante aquí para recuperar no son en primer término los productos culturales sino el dinamismo productor y creativo. Aunque los productos, son el signo expresivo y visible de ese dinamismo. Por ello, no se trata de una reapropiación de carácter integrista y tradicionalista de algunos produc-tos o experiencias pasadas sino de situarse en su misma fuente, así como en las expe-

24Op. cit., p. 44.

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riencias y realizaciones históricas para entender su novedad, los supuestos que los di-namizaban en cuanto pueden ser proyectados en nuevos contextos y abrir nuevas expe-riencias históricas.

El método de los ejercicios no es culturalmente neutro o vacío, está cargado con una serie de presupuestos fundamentales, que abren un campo de posibilidades a ser con-cretadas, pero hay otras que son dejadas fuera.

Por otra parte, los ejercicios surgen en un nivel cultural y epocal, pero no son sim-ple reproducción doctrinaria de los valores de su época. De hecho, se han acreditado como un método que ha sido vivido desde hace cuatro siglos y en diversos contextos culturales. Esos supuestos básicos, o algunos de ellos, incluso pueden ser mejor enten-didos o vividos en otros contextos culturales que en el propio de Ignacio y sus compa-ñeros.

Al buscar no un indoctrinamiento, aunque tiene algunos contenidos doctrinales, sino remitir al sujeto a encontrar sus propias respuestas en una dialéctica entre Dios, las cosas, los otros y el sujeto, asegura no una reproducción cultural cerrada sino abierta a la creatividad y a la búsqueda de lo acertado en diálogo con Dios y con la realidad. Esa potencialidad para la creatividad cultural de nuevas interacciones y estructuras sociales se expresa en las acciones y orientaciones de Ignacio y del movimiento en torno a él generado.

Por ello, como antes apuntamos, generaron novedades históricas que no eran re-producción de la lógica cultural y social del momento. Hoy creo que conservan la misma virtualidad.

5.   La otra modernidad de lo ignaciano

Distinguimos aquí en la biografía de Ignacio de Loyola (1491-1556), un hombre que vivió en su primera etapa todavía en un mundo en buena medida de estructuras medievales y que forjaron su experiencia hasta el abandono de la vida cortesana, del Ignacio de la etapa de madurez espiritual e intelectual que acompañó espiritualmente (inicialmente como laico) a laicos, religiosos y propulsó la Compañía, que vive desde su etapa universitaria y en sus viajes por Europa y el mediterráneo, así como en su última etapa romana, el cambio de época y los desafíos a los que responder en el nue-vo contexto. En este segundo aspecto, cuando hablamos de lo ignaciano y jesuítico, entendemos que se enmarca ya en un nuevo contexto y en otra sensibilidad cultural, aun cuando puedan rastrearse vestigios de lo anterior.

La Compañía surge en el contexto epocal de la modernidad naciente, y comparte elementos de esa modernidad. Sin embargo, hay diferencias substanciales entre las producciones de la modernidad hegemónica y las realizaciones de la matriz ignaciana, aun con sus propias limitaciones y contradicciones. A mi juicio, el origen de esos ca-minos distintos hay buscarlos en los distintos supuestos fundamentales desde los que se articula la praxis personal y social. Esos supuestos fundamentales tienen todavía quizá de ser reconocidos y nombrados, con un carácter global y sistemático. Para ello,

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ciertamente no sólo hay que buscarlos en un análisis del discurso, sino también de las mismas prácticas.

En lo que sigue y por ahora, sólo podemos ofrecer un apunte provisorio de algunas claves de esta tradición en su diferencia y especificidad. Su desarrollo, evidentemente excede nuestras posibilidades aquí.

Esta tradición, en un sentido amplio, surge del mismo contexto de problemas y emergentes históricos con que arranca la época moderna en el Renacimiento, pero sin embargo, no adopta las mismas direcciones o “soluciones” principales, de ahí su carác-ter “otro”. En este sentido, se podrían reconocer elementos u una cierta orientación de conjunto que permitiría hablar de una “modernidad ignaciana” ya que toma otro rostro histórico distinto al de la modernidad secular, liberal y capitalista.

Entre ellos, el proceso de mundialización de la sociedad conocida desde Europa, que agudiza la conciencia de la diversidad, de las riquezas del mundo por explorar y explotar y que tomó el rumbo hegemónico de una geopolítica colonial. La Compañía asume también un horizonte global de acción y presencia, aun cuando deba ser cualifi-cado de otro modo. En el campo religioso, desde el final de la Edad Media surgen in-tentos de reforma religiosa para recuperar el núcleo vivido de la fe cristiana, que to-mará un rumbo decisivo para Europa con la reforma protestante y que supuso una rup-tura histórica en el seno de la Iglesia católica. En la Compañía se asume igualmente la necesidad superar formas y valores que alejan a la Iglesia del horizonte evangélico. La “reforma” ignaciana buscará tanto una genuina experiencia de la fe no mundanizada junto con el cuidado de la comunidad eclesial desde su cabeza hasta el “pueblo menu-do” (EE.EE., 362). En el campo político en la era moderna se va produciendo una ab-solutización de esta instancia sobre otras (sobre todo la social y la religiosa), una pau-latina concentración de poder (incluso en la forma de democracia liberal-representativa), y una enajenación de las plurales formas de poder social en la Edad Media, y no sólo una separación sino una superación de la esfera religiosa hasta llegar incluso a su absorción por el Estado. Igualmente en el campo jurídico, el Estado lle-gará entenderse como última instancia normativa. En el pensamiento de la Compañía y en su práctica, el poder político no se entiende como una instancia absoluta, sin límites normativos, sociales o religiosos de diversa índole. En el campo del saber, desde el Renacimiento hay un proceso de crisis de la ordenación y concepción medieval del saber, sobre todo en la heteronomía del saber, y en la integralidad o interconexión de los saberes. La Compañía comparte el impulso de la autonomía de la razón y también el proceso de emergencia de la ciencia moderna, en el que participan destacados per-sonalidades jesuitas. Pero la autonomía de la razón y el progreso de las ciencias en la intelección del mundo, no se desconecta de una visión integral de los saberes y cien-cias, que se aúna en los procesos formativos y en los propios sujetos.

En las mostración de algunas pistas para explorar la diferencia entre la tradición ig-naciana y la modernidad hegemónica, puede ser pertinente preguntarnos cómo se inter-

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relacion desde unos y otros el tratamiento del eje justicia, el conocimiento y la espiri-tualidad25.

En el marco de la modernidad hegemónica, se produce una disgregación final entre la justicia (saber moral), el conocimiento (saber científico), y la espiritualidad (saber espiritual y religioso). Lo primero a destacar es la contracción de las grandes preguntas que acompañan la vida social humana para afirmar que la verdadera pregunta a ser enfrentada es cómo funciona el mundo. De ahí que finalmente la auténtica racionalidad humana sea la que puede explicar o describir el mundo empírico. Así, las grandes pre-guntas sobre el qué, el por qué y el para qué del mundo, y sobre qué debe hacerse y qué es el ser humano, es decir, la pregunta metafísica sobre la esencia de las cosas, su causalidad y su finalidad y sentido, y la pregunta moral y antropológica son desplaza-das por la gran pregunta del cómo, que lanza a la búsqueda de la estructura dinámica o de las leyes que rigen el funcionamiento y dar de sí de las cosas. Pero la indagación del cómo se subordina a la búsqueda del control del mundo físico para ponerlo al serviciodel arbitrio humano (lo cual nos da ya un marco presupuesto de lo moral o justo). Francis Bacon y su Novum Organum (1620) al comienzo del siglo XVII recoge esta magna tarea como la búsqueda del conocimiento para el dominio creciente del mundo. Por ello, esta contracción del campo de la racionalidad está así conectado con el lla-mado giro antropocéntrico entendido éste como el centramiento en la realidad humana que se erige en lugar primigenio de la verdad, y en último extremo como realidad por antonomasia. Desde sí mismo, el individuo o en su caso la sociedad, tiene que cons-truir y proyectar su vida libremente y también proyectar esa libertad frente al mundo natural al que tratará de someter a sus deseos y necesidades. En este sentido, toda otra realidad es vista desde un marco humano que experimenta su propia realidad como algo contradistinto al mundo, a los otros y a Dios. En el fondo es una razón desvincu-lada de los otros y de lo otro, de cualquier instancia objetivante externa y en la que se arraiga.

En la tradición ignaciana es reconocida en las universidades jesuitas hoy la formu-lación del paradigma pedagógico ignaciano que propuso el jesuita Diego de Ledesma en el siglo XVI como el cultivo integral de la “utilitas, iustitia, humanitas, fides”, según la lectura que de Ledesma realizó el anterior prepósito general de la Compañía, Peter Hans Kolvenbach, y que continúa el actual, Adolfo Nicolás. El trabajo educativo y universitario ignaciano busca integrar estas dimensiones que justamente están en el núcleo interrelacional del eje justicia-conocimiento-espiritualidad. La utilitas como aquél conocimiento práctico o socialmente aplicable que no es un fin en sí mismo, sino para servicio de las necesidades de todos de los seres humanos; la iustitia como la co-rrecta orientación de nuestro ser, de nuestro hacer, y de nuestro saber; la humanitas, que asume y visibiliza el sujeto del conocimiento, de la justicia y de la espiritualidad en una visión compleja y abierta del ser humano; y la fides como expresión del cultivo

25Tomaré aquí este eje temático y problemático de discusión “justicia, conocimiento y espiri-tualidad” del Programa de diálogo Norte-Sur que lo tratará en su próximo XVII Seminario Internacional en San Cristóbal de las Casas, del 14 al 19 de julio de 2014.

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de la espiritualidad cristiana que puede ser fuente también de diálogo con otras cultu-ras y religiones. Creo que la piedra de toque de esta tradición ignaciana es la relación reflexiva entre el saber, el hacer y el sujeto. Si en la modernidad hegemónica el sujeto termina subsumido y regulado por el saber, aquí el sujeto tiene una relación crítica con el saber por lo que puede discernir desde su vida el modo como ha de tratar el conoci-miento. Y aquí, el conocimiento es un medio para la vida buena, sea de sí mismo, de los nuestros, e incluso para los otros. Ya advirtió este carácter penúltimo del conoci-miento Ignacio de Loyola: “No el mucho saber harta y satisface el ánima, sino el sentir y el gustar las cosas internamente” (EE.EE., 2). Cuando el conocimiento nutre y enri-quece a la persona se convierte en un saber sabroso, que alimenta la vida. Por ello, el uso o la búsqueda del saber tiene que tener sentido y valor para los sujetos, y es un medio para la vida plena que no se desconecta ni del mundo de los valores ni del culti-vo del espíritu. Esta relación reflexiva es la que permite pues una síntesis entre “cien-cia y virtud” desde los sujetos, que trasciende el modelo de conocimiento sobre el mundo de un sujeto abstraído, descorporeizado, estático y descontextualizado del mundo.

Hemos aludido hasta aquí cómo en la tradición ignaciana y jesuítica no se des-integra el eje “justicia-conocimiento y espiritualidad” sino que propone una síntesis propia. Por tanto no separa el conocimiento del horizonte de la vida humana, sino que lo ancla a su servicio. Vamos ahora a considerar brevemente, y para concluir este artículo, cómo se articula esta tradición desde el punto de vista de la justicia epistémica, esto es, su calidad interreligiosa e intercultural con los saberes de los otros y con los otros saberes.

Ya hemos apuntado que en la historia del movimiento ignaciano y jesuítico hubo experiencias desde el comienzo que buscaron un modo de estar con los otros de carácter no invasivo sino en diálogo con sus propias necesidades y tradiciones. Ello sucedió en América con las reducciones, en la India con Denobili, en China con Mateo Ricci… Como decía Zubiri, un fenómeno que se repite, requiere una explicación.

Consideramos que la causa es que no se opera una reducción particular, cultural, religiosa, étnica o racial del género humano. En este marco, podemos entender cómo la mirada que propone Ignacio Loyola en una de las contemplaciones de los Ejercicios hacia el mundo es una mirada que acoge la diversidad de gentes y contextos, que siente compasión con sus situaciones de sufrimiento y que propone, interpretando la mirada de Dios al mundo, sumarse a su actitud: Hagamos redempción del género humano (EE.EE., 107).

Sin embargo, el contexto epocal ya desde la primera modernidad, y particularmente desde España, la situación era justamente la contraria. Se habían expulsado a los judíos y musulmanes del Reino de España. Surge la obsesión social y política de un celo identitario de carácter racista. El criterio de distinción y de inclusión social es el de la

“pureza de sangre”, pureza que desactiva la tradición cristiana de la inclusión social. Esta supuesta pureza racial, es la que hace capaces, leales y fieles a los cristianos, dividiéndolos así entre “cristianos viejos”, que pueden aspirar a la vida religiosa y a

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los cargos eclesiásticos, y con ello, al poder social, económico y político entonces asociado a estos, y los “cristianos nuevos” que no pueden aspirar a estas distinciones sociales. Esta pureza de sangre como criterio de reconocimiento social, se proyecta también en América, siendo considerados los indios como “cristianos nuevos” por lo que tendrían que ser igualmente postergados social, política, religiosa y culturalmente.

Sin embargo, Ignacio no excluye en las Constituciones para formar parte de la vida religiosa de la Compañía de Jesús, a los “cristianos nuevos”26 , como entonces ya venían haciendo dominicos y franciscanos. Como recordaba el jesuita Pedro de Ribadenera y testigo directo de la vida y del modo de proceder de Ignacio y de los primeros compañeros, que a Ignacio le hubiera gustado descender del linaje de judíos, porque ese era el linaje de Cristo. Ribadeneyra estaba escandalizado por la exclusión que incorporaron en 1593 en las Constituciones hacia los “cristianos nuevos” o los que no acreditaren “limpieza de sangre”. Ello fue, por tanto, casi 40 años después de la muerte del fundador. La posibilidad ofrecida originariamente por esta tradición fue otra.

Junto a esta consideración sobre la calidad humana de los otros, hay que considerar a la par el respeto por sus producciones culturales. Antes de la crítica prejuiciosa, externa, sin empatía, de la vida de los otros, hay que conocerlos desde dentro. Lo cual no es sino en el fondo la aplicación del llamado “presupuesto” de los Ejercicios, que es un principio hermenéutico para el diálogo, “todo buen cristiano ha de estar más pronto a salvar la proposición del prójimo que a condenarla” (EE. EE., 22). Por ello, se aprestaron a entender sus lenguas, a estudiarlas y recogerlas como servicio al diálogo humano y para reconocer la riqueza de la humanidad.

Por ello, la tradición ignaciana no entiende ni vive la racionalidad humana como un producto monotópico, de un solo lugar (como la epistemología moderna), como un descubrimiento particular que hay que globalizar negando la capacidad de los otros para poner en juego su racionalidad. Ello se ve, por ejemplo, en el modo de gobierno. Ignacio entendía que no se puede gobernar únicamente con leyes universales, por ello, estas deben ser aplicadas en función de las circunstancias, “de tiempo, lugar y personas”. Ello permite no sólo una “adaptación” sino también un diálogo con el saber del lugar de destino. No busca tanto la universalidad de la ley en un sentido totalitario (quien tiene el poder tiene la razón), sino que va buscando una localización de las racionalidades que excluye el dominio teledirigido y vanamente autosuficiente en razón de su poder. El poder no tiene la razón, sino que ha de buscarla, y ello, para poder “acertar”. Por tanto, poder, verdad y racionalidad no se asimilan arbitrariamente.

26 Soto Artuñedo, Wenceslao, “Jesuitas, moriscos y musulmanes. Algunos datos de Granada y Málaga”, en Encuentro islamo-cristiano, nº 422, Junio 2007, pp. 4 y ss. También Medina,

Fco. De Borja, “Ignacio de Loyola y la “limpieza de sangre” en Encuentro islamo-cristiano, nº 339-340, Julio-Agosto, 2000, pp. 1-16.

 

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