Luigi Schiavo[1]

Resumen

La actual crisis de las religiones tradicionales es abordada, en el presente artículo, a partir del fracaso del pensamiento occidental, centrado en la afirmación del ser, y cuyas consecuencias fueron, en el siglo xx, el holocausto, inúmeros conflictos sociales, guerras y la emergencia del problema ecológico. El rescate de la centralidad del otro y la búsqueda de la frontera como lugar epistemológico, puede representar una extraordinaria posibilidad de repensar lo religioso y la religión a partir de otros paradigmas hermenéuticos.

Palabras chave

Frontera - Epistemología – Religión – Pensamiento occidental – “Lo Otro”

Abstract

The current crisis of the traditional religions is analyzed in this article, starting from the failure of western thought, based on the affirmation of the concept of being, whose consequences were, in the 20th century, the Holocaust, many social conflicts, wars and the emergency of the ecological problem. Rescuing the centrality of the Other and finding the border as an epistemological place, could provide a great opportunity to rethink the religious and the religion from other hermeneutical paradigms.

Keys Words

Border – Epistemology – Religion - Western Thought – The Other

 

 

“Todos estamos tan pronto

de un lado de la frontera como del otro…

Todos somos el Otro”

(Claudio Magris)

1)    La búsqueda de un centro y el fracaso del pensamiento occidental

El siglo XX será recordado como el siglo de la explosión de la ciencia, de la técnica, del mundo virtual, de la globalización; fue también el siglo de dramáticas y trágicas experiencias, como el holocausto y de las más sangrentas guerras. El sueño del paradigma científico, con sus promesas de justicia, paz y prosperidad universales, fracasó frente a la barbarie, las destrucciones y los conflictos originados; la emergencia de nuevos proyectos hegemónicos y de nuevas estrategias coloniales y la incidencia del problema ecológico cuyas proporciones y consecuencias serán dramáticas en el futuro. Cuando más civilización se convierte en sinónimo de más barbarie, y el homo sapiens  más parece al homo demens, para usar una expresión de Edgar Morin, estamos adelante de una trágica inversión de la creencia de los griegos y romanos que la cultura y la civilización acaba con los barbaros y la barbarie (Schiavo, 2012, 128), y de una  “inhumanidad propia de una civilización que se transformó en barbarie” (Droit, 2009,261)

 Sin embargo, las causas de ese fracaso son profundas, y deben ser interpretadas  en el contexto del trayecto propio de la filosofía y del pensamiento occidental.

Desde Platón, heredero de Parménides,  la reflexión filosófica occidental se funda sobre dos principios: el ser y el no-ser. El ser es eterno e inmutable; en cuanto que el no ser es  definido como la privación del ser, su ausencia o corrupción. En el medio de eses dos principios, hay un movimiento, el existir, que Platón define como un puente entre el ser y el no-ser. El existir es la participación más o menos acentuada al ser (el Bien), que lo puede aproximar también del no-ser, en el sentido de corromperse, en el movimiento de alejarse del bien. Es natural que se identifique el ser con Dios, el Bien absoluto y el no-ser con el Mal.

Con Plotino, filósofo egipcio del II siglo d.C., esta reflexión alcanzó el punto, concibiendo el ser como el uno indivisible, opuesto a la materia, que, a lo contrario, se define por la multiplicidad. Se, de un lado, el ser es identificado con Dios, el Bien por excelencia, el no-ser se relaciona a la diversidad y la multiplicidad, considerada mala, e identificada con el Mal por excelencia.

Ese tipo de reflexión filosófica, acabó dando legitimidad ideológica a un paradigma de oposición dualística, que afirma la superioridad del uno sobre el otro, de lo mismo sobre los demás, y así fundamentaba también la afirmación de sociedades y religiones centradas en sí mismas, que si presentaban como el bien en oposición a los malos, representados por los paganos y todos los que estaban fuera de sus influencias social y religiosa. Por eso, el tema del ser, coincide, en la religión, con el tema de Dios. Este fue el tema central de la reflexión occidental hasta el renacimiento.

En el siglo XVI, Descartes, el padre de la ciencia moderna,  substituye a Dios con la razón humana (“cogito, ergo sum”: “pienso, luego existo!”). A partir de este momento la verdad es relativa al ser humano y a su capacidad de pensar racionalmente. El ser es sometido al pensar; por consecuencia, fuera del pensamiento y de lo que es percibidle por la razón, no hay existencia, ni ser. La filosofía cartesiana se basa en “la certeza absoluta de la ciencia, y muchos de nuestro contemporáneos, científicos y no científicos, están todavía convencidos de que este es el único método válido para entender el universo” (Capra, 1992, 60). La perspectiva es mecanicista y dualística, y su mito es poder llegar a distinguir la verdad del error, reduciendo toda la realidad a sistemas mecánicos. Sin negar el espectacular progreso logrado en todos los campos por este método, no podemos, todavía, olvidar los asombrosos resultados (Capra, 1992, 112) a los cuales ya nos referimos en el párrafo inicial.

Uno de los problemas fundamentales de esa reducción dualística es la afirmación positiva de un único ser: el humano, el único que tiene consciencia de existir y de pensar y, por consecuencia, la negación de todo lo que no puede ser probado por las leyes empíricas, como lo transcendente, lo metafísico, lo espiritual, lo simbólico. Lo que no es conocido objetivamente, acaba por no existir subjetivamente. La única verdad es la verdad empírica, percibidle a través de los sentidos humanos y por la razón: para el empirismo el otro solo tiene valor se puede ser reducido al objeto de investigación y de conocimiento de la razón humana. Al centro está el sujeto y la razón, o sea, su capacidad de reducir todo a categorías cognoscitivas. No hay salida del uno, de lo mismo: no existe nada más que el sujeto que conoce: lo que está afuera es objetivado e interpretado a partir de sus categorías racionales. Por lo tanto, después de “la muerte de Dios” (modernidad), asistimos también a “la muerte del prójimo”! (Zoja, 2009, 13): esta es la raíz de todo tipo de barbarie, sea ella orientada al género humano, como al universo o a la naturaleza.

Ese tipo de discurso y de argumentación se construye a partir de un centro, necesita de un centro: sea él el ser, Dios, lo humano, yo, al rededor del cual los espacios son marcados y delimitados. La afirmación del ser lleva a la afirmación de su propio punto de vista, a la imposición del discurso único, de la única verdad, de la única razón, del poder único y absoluto, del único derecho, del Dios único, de la superioridad del varón, etc. La complejidad y la variedad de la vida y de las relaciones, así como la diversidad, la pluralidad y la otredad son negadas y/o eliminadas. Lamentablemente, la consecuencia más lógica de ese tipo de pensamiento son los sistemas de dominación y opresión generados por él, como el patriarcado, que se afirman a partir de un único punto de vista: el poder absoluto de lo masculino sobre lo femenino, de lo humano sobre lo animal, lo natural y el cósmico. La absolutización de lo mismo, del uno, lleva  a la negación del otro, entendido como amenaza, adversario, enemigo, demonizado, para poder eliminarlo, también físicamente (Schiavo, 2012, 207-256).

Los productos ideológicos que surgen de este pensamiento son terribles: los poderes absolutistas, el dogmatismo hermenéutico y epistemológico; el etnocentrismo, el exclusivismo y racismo; el colonialismo, la barbarie y el genocidio; la afirmación del Dios único (monoteísmo), la violencia intolerante y fanática; el machismo, la explotación y destrucción indiscriminada del medio ambiente. Frente al único, el otro desaparece y la relación se transforma en imposición, dominación y colonización. Muros son levantados, bordes demarcados, para proteger los de dentro del peligro de los de afuera. Guetos y barrios étnicos pasan a defender territorios y culturas (Baumann, 2009, 112-113), en cuanto que la bandera del multiculturalismo se transforma en estrategia de la nueva globalización y colonización económica. El miedo del contagio, del “virus”, de la mezcla, de la hibridación multiplica el surgimiento de estrategias de defensa, paralelas al multiplicarse de productos higienizantes, que garantizan la pureza física, racial e ideológica. Así, las macizas migraciones desde el sur hacia el norte del mundo se transforman, a los ojos de las tranquilas sociedades occidentales, en una nueva y amenazante invasión barbárica. Al final, el gueto combina el confinamiento espacial con el social y lo moral, para obtener la “homogeneidad de quienes está en su interior en contraste con la heterogeneidad del exterior” (Baumann, 2009, 113)

En este contexto, el centro pasa a ser el borde, sus muros son reforzados y las estrategias de defensa multiplicadas y sofisticadas. La lucha por espacios propios se hace más acerrada, las referencias culturales se enflaquecen, se fluidifican las identidades, los conflictos étnicos y xenofóbicos se multiplican y resurgen ideologías y movimientos nacionalísticos. El miedo de los otros, de los desconocidos, de los extraños, de los extranjeros pasa a caracterizar la vida de nuestras ciudades, y los antiguos  fosos, torres, castillos y murallas erigidos para defender de los enemigos exteriores, hoy son sustituidos por otros espacios, cuya finalidad es separar y defender de los adversarios: “los espacios resbaladizos”, de difícil acceso, los “espacios espinosos”, donde la gente no puede quedarse, los “espacios del miedo”, constantemente vigilados, patrullados y defendidos por alarmas: estos espacios vetados separan del otro, como una tierra prohibida, de nadie, de donde pequeñas fortalezas son erigidas para garantizar la independencia física y el aislamiento espiritual (Baumann, 2006, 32). En la realidad, testimonian la desintegración de la vida común, la atomización y anomía social. El resultado de este cierre físico, social y moral al otro es “la seguridad de la mismidad” (Baumann 2009, 116) o la “mixofobía”, un impulso segregacionista que “se manifiesta por la tendencia a buscar islas de semejanza e  igualdad en medio al mar de la diversidad y de la diferencia” (Baumann, 2006, 33)

2)    La crisis de la religión, crisis de su auto referencialidad

Teniendo como base tales consideraciones, nos orientamos ahora a considerar la religión y el cristianismo en especial. Nuestra tesis es que la crisis religiosa actual sea también, mas no solamente, producto de un pensamiento autorreferencial y auto centrado, como acabamos de describir.

No es el sentimiento religioso a estar en crisis, ni las religiones en general, sino que las religiones occidentales tradicionales, las más dependientes del pensamiento occidental auto centrado.

El Cristianismo, desde sus inicios, se organizó a partir de las categorías epistemológicas del pensamiento occidental y de la filosofía griego-romana, de carácter profundamente dualistas. El pensamiento platónico y aristotélico se transformó en la base epistémica de la nueva religión, impulsando una visión siempre más acentuada de la separación entre lo divino y lo humano, y la consecuente afirmación de la bondad del primero y de la maldad del segundo.

En el pico de esta hermenéutica, la afirmación de la centralidad absoluta de Dios y de lo espiritual, lleva a la disociación, separación y enajenación de la realidad humana y al exilio de Dios en un cielo distante e imaginario, prometido como premio a quien viviera en total desprecio de la corporeidad, de lo histórico y de lo material.

Paralelamente a esto, el Cristianismo se fue estructurando e institucionalizando a partir de la concepción de su necesidad insustituible para la salvación. Su autoconsciencia  exclusivista y auto centrada lo llevaba a afirmarse como la única vía de salvación y legitimaba sus pretensiones universalistas, como misión de salvación de todos los seres humanos. Estos presupuestos llevaron a la creación de un sistema de  defensa y de protección que envolvía su específico papel social y religioso, su verdad y doctrinas, su autoridad divina y su organización social. El énfasis en el derecho canónico, en el moralismo, el ritualismo y en la estructura jerárquica y sacerdotal, en el concepto de revelación, en el mandato misionero universal y en una hermenéutica autorreferencial de los textos sagrados y de su tradición, son como las grandes paredes que cerraron la Iglesia dentro de sí misma y los murallones que defienden este inmenso castillo de los ataques de adversarios y enemigos. Que pasaron a ser combatidos y eliminados por su amenaza a la cristiandad y al poder absoluto de la Iglesia: pensemos a las cruzadas, la inquisición, la conquista y la consecuente colonización de América Latina, África y de parte de Asia. La atención en las estrategias de defensa contribuyó a la construcción de un centro y aseguraba su permanencia y solidez.

Con el renacimiento la tendencia se invierte: de la centralidad de Dios se pasa a la centralidad de la razón y de lo humano. Sin embargo, el hecho de oponer un polo a su opuesto (Dios a la razón) y/o viceversa, no llevaba a un verdadero cambio hermenéutico e epistemológico: permanecía el mismo dualismo clásico del pensamiento occidental, enfatizándose otro centro, la razón, y negándose al otro. Tal cambio acerró el inevitable conflicto entre la Iglesia que se vio destituida de su poder y la ciencia, contienda que continua hasta hoy, mismo que con menor intensidad.

Más, la histórica incapacidad de dialogar con el otro y el diferente, produzco en el interior del Cristianismo un peligroso fraccionamiento y división, que se traduzco en la separación y el surgimiento de varias confesiones religiosas cristianas, cada una con sus propias convicciones, estructura social y doctrinal.

Sin embargo, las oposiciones entre religión y ciencia, religión y religión,  tienen como consecuencia el progresivo cierre de la Iglesia, que en el topo de su auto referencialidad, asume una posición de condena de las realidades mundanas (el “modernismo”) y de defensa dogmática de su propia verdad e infalibilidad. Tal posición corre paralelamente al derrumbe físico-geográfico del histórico Estado Pontificio (siglo XIX) y del cierre del Papa en el castillo Vaticano, último bastión geográfico de la cristiandad.

Sin embargo, los tiempos para una mirada diferente y una nueva postura en relación a las realidades humanas y históricas estaban maduros: el siglo XX consagra una actitud positiva y dialógica en relación al así llamado “mundo” (Concilio Vaticano II). Mas, la nueva mirada no significaba, todavía, un cambio epistemológico!

Dos mil años de historia dejaron una herencia pesada, pues la auto referencialidad es parte de un sistema complejo que define la estructura institucional: el esquema patriarcal de las relaciones, fundamentado en el concepto de un Dios único, varón, blanco, anciano, funcional al recinto y a relaciones de subordinación; el ritualismo (función jerárquico-magisterial), el exclusivismo (dogmatismo doctrinal), el etnocentrismo (universalismo y mandato misionero), el moralismo, el eclesiocentrismo, el cristocentrismo.

La mirada auto centrada ofusca la visión del otro, corta la relación con lo diferente, impone el discurso único, homogeniza y nivela las diferencias, crea exclusión, separación, una barrera entre los de dentro y los de afuera: la ilusión de una única verdad lleva para el poder absoluto y totalitario.

Creemos que el fracaso del pensamiento occidental auto centrado es, también él, responsable por la crisis religiosa que involucra las religiones occidentales, el Cristianismo y el Catolicismo, y de su peor producto: el esquema autorreferencial e institucional.

Este esquema institucional fue imponiéndose hasta sufocar la belleza y la trasparencia del mensaje cristiano. Hoy más que nunca, la creencia en Jesús Cristo y la pertenencia a la Iglesia no son tan naturales, y de muchos lados se cuestiona el monopolio del Espíritu de Dios por la Iglesia y se apela al rescate de la tradición jesuánica.

La deconstrucción del esquema institucional y auto referenciado es una tarea imprescindible y urgente, así como la búsqueda de un paradigma de pensamiento otro, diferente de lo que orientó a la Iglesia en su historia milenaria hasta hoy. No se trata de una simples “adaptación” a la nueva realidad cultural y social; tampoco se puede justificar con el cambio paradigmático en curso y que proclama el fin de “los grandes relatos” (Lyotard, 1993); ni siquiera como necesidad de recuperar el espacio perdido. Es, a lo contrario, una transformación vital y estructural, en fidelidad a la propuesta de Jesús de Nazaret. Aquel Jesús que también se opuso al esquema cerrado e institucionalizado de la religión del templo, cuyo poder político, religioso y económico de los sacerdotes fue responsable de su eliminación física. Volver a Jesús significa hoy, para la Iglesia, retornar a su fuente originaria, priorizar el evangelio arriba de su propia tradición, optar por un lugar epistemológico diferente, y preocuparse con la construcción del Reino más que con las normas eclesiásticas y/o doctrinarias.

Es este el sentido de la palabra latina “religio”, que se refiere a la acción de re-ligare, unir, crear vínculos y relaciones: entre Dios y los humanos, los humanos entre sí, los humanos y la naturaleza y el cosmos. Según Edgar Morin, con la religión “estamos en el pico de la lucha patética de la religación contra la separación, la dispersión y la muerte” (Morin, 2006, p. 40). Pues la religión es abertura, procura, innovación, salida de si para el encuentro del otro. En este caso, la preocupación no está con lo de dentro, con el centro, consigo misma; sino con lo de afuera; no es tanto la afirmación de un recinto, de una identidad, sino que la búsqueda de ultrapasar a la frontera, para encontrarse con lo que ahí está. Una frontera nunca definida, sino que siempre móvil, dinámica, y siempre más allá. Lo que define la religión es entonces la relación con el otro, lo diferente, lo diverso, más que un sistema cerrado de ritos, mitos, doctrinas y actitudes. Superando fronteras, la religión busca conexiones que superan el ser humano y se refieren a la naturaleza, al cosmos en general, y, por lo tanto, a Dios: “la palabra religión no significa solamente la religación entre los miembros de una misma fe, indica también la religación con las fuerzas superiores del cosmos, en particular con sus presuntos soberanos, los dioses” (Morin, 2006, 40).

En su historia el Cristianismo vivió un movimiento centrípeto, de inclusión hacia el centro, legitimado por la oposición dualística que interpreta lo que está fuera, como lo diferente, lo malo, y transforma la relación con él en exclusión, conflicto y alejamiento. El miedo del otro se transforma en demonización, conflicto abierto, eliminación física (Schiavo, 2012, 211-216). La historia del Cristianismo, y de las religiones monoteístas, está llena de violencias y guerras, originadas por tal interpretación limitante de la religión, que origina posturas dogmáticas, intransigentes, autoritarias, etno-céntricas y auto-referenciales.

Superar el fijismo en favor de la elasticidad y la movilidad es por lo tanto necesario y urgente: de eso depende la transformación, la renovación y sobre todo la fidelidad de la religión a sus orígenes. Y entender la crisis como momento creativo es dejarse encantar por un futuro diferente.

Repensar la religión a partir de esa abertura permite también recuperar la ética, que se transformó en uno de los problemas que más afectan el Cristianismo. Porque “todo acto ético, de hecho es un acto de religación (quiere decir,  religioso, según la etimología de la palabra, n.d.r.): religación con el prójimo, religación con los suyos, religación con la comunidad, religación con la humanidad y, en última instancia, inserción en la religación cósmica” (Morin, 2006, 40). Al final, la religión “no tiene a ver con la adhesión, sino con la responsabilidad. Es la salida de la adhesión hacia una responsabilidad colectiva. Y esto lo veo muy claro en la tradición cristiana, aunque le hayamos robado la dimensión ética y dejado sólo su aspecto de ritos mágicos para curarse, obtener favores, para glorificar la majestad de un Dios arriba y afuera, un Dios grande, un ser en sí mismo” (Gebara, 2011, 39). La asunción de la frontera conlleva a un posicionamiento ético, porque “lo marginal, lo liminal, asumido no sólo como postura epistémica, sino también como posicionamiento ético y político, permite ver, decir y hacer lo que no es visible, nombradle o factible desde el centro de las instituciones de conocimiento y poder. Porque lo marginal o liminal no significa por fuera, al borde, sino en el borde, en el umbral del sistema; por dentro y por fuera del orden, de lo instituido” (Carrillo, 2006, 66).

 

Estas reflexiones nos proponen con fuerza el tema de “la frontera” como lugar epistemológico de donde repensar la crisis de la religión. No como receta que soluciona el problema, sino que como propuesta de un lugar epistemológico específico de donde iniciar un proceso de transformación a partir de un pensamiento otro que exija una ética diferente, que coincida con la herencia de Jesús de Nazaret.

 

3)    Desde el centro hacia el afuera: lo “otro de la religión”.

La frontera como lugar epistemológico

 

La historia cronológica y lineal es una secuencia de momentos y etapas que no siempre llevan a verdaderos cambios epistemológicos: así, por ejemplo, a la modernidad y al colonialismo, siguen cronológicamente la pos-modernidad y la pos-colonialidad, sin que eso signifique algo diferente y nuevo. Quienes esperaba por el fin del colonialismo, se quedó decepcionado: los males antiguos y la estructura de pensamiento que caracterizaron el momento colonial, reaparecen, ahora, con otra cara, representación actualizada de la vieja. Porque, “pos-colonialidad no significa que la colonialidad haya quedado reducida a cenizas (del mismo modo que la pos-modernidad tampoco responde a ese sentido), lo que sucede, más bien, es que reorganiza sus fundamentos” (Mignolo, 2003, 158). No hubo el cambio deseado, el pasaje de un pensamiento único,  garantía de relaciones hegemónicas, para un pensamiento plural, “otro” y que incluya la diversidad. Condición de este cambio paradigmático, es un cambio situacional y contextual, el “desde “donde”, lo que equivale al pasar del clásico “pienso, luego existo”, al “soy donde pienso”. Este cambio tiene un doble potencial epistémico: “1) Por un lado, afirma una posición geohistórica y biohistórica que fue negada por la epistemología imperial (de derecha, de centro y de izquierda): por eso los subalternos no podían hablar, porque el imperio no los autorizaba y los degradaba y continúa degradándolos imponiendo jerarquías raciales y patriarcales; 2) por otro, permite revelar que la epistemología imperial está incorporada a una geohistoria (es decir, la historia geográficamente centrada en Europa que llevó a Heidegger, entre otros, a asumir que Alemania era el centro de Europa y Europa el centro del planeta) y a una biohistoria (es decir, las biografías de los hombres fundadores del pensamiento de la modernidad, a partir del Renacimiento y a través de la Ilustración” (Mignolo, 2006, 201-202). El desde donde” se radica por lo tanto en una biografía específica: un cuerpo, un determinado contexto cultural, social y religioso; y en la geografía: una cosa es pensar desde una colonia periférica, otra del centro del imperio. Esos condicionamientos afirman que no existe neutralidad en el saber y creer, sino que existen dependencias biológicas, geográficas, históricas, culturales, etc.

A partir de estas reflexiones, surge el pensamiento fronterizo, como pensamiento que se sitúa “en la intersección de las historias locales que promulgan diseños globales y las historias locales que se relacionan con ellos” (Mignolo, 2003, 389). En esa frontera los sujetos son otros, los subalternos; y su pensamiento surge como crítica a la epistemología hegemónica, para superar las jerarquías imperiales, coloniales y favorecer la emancipación de los grupos y pueblos silenciados. De ese lugar privilegiado, el pensamiento fronterizo articula una reflexión desde la diferencia y desde la perspectiva silenciada del imaginario del sistema-mundo hegemónico (Mignolo, 2003, 404). Si el sistema colonial necesitó de un discurso dicotómico como estrategia para justificar su voluntad de poder, y fue así creando el imaginario de un “dentro” y de un “afuera”, que dio origen a las jerarquías sociales apuntadas por Quijano (2000), el discurso fronterizo deberá eliminar tales dicotomías y las diferencias coloniales inventadas. De hecho, dentro y afuera, centro y periferia “son metáforas dobles que dicen más acerca del lugar de afirmación que sobre la ontología del mundo” (Mignolo, 2003, 418). También Derrida destacó que la fijación del sentido de las cosas por medio de ese proceso dicotómico sirvió para garantizar relaciones de poder y legitimar desigualdades sociales (Schiavo 2012, 184). Una nueva forma de pensar deberá, por lo tanto, reflexionar en términos de complementariedad, para que otro discurso, otra lengua, otro pensamiento, otra lógica y otro modelo social pueda surgir, superando las jerarquías coloniales, la colonialidad del poder, la subalternización epistemológica y la diferencia social.

La frontera, y no el centro, es, así, el lugar clave para el surgimiento de una alternativa, sea en el campo de los actores, de los sujetos, como en el campo de la creación de una reflexión y práctica diferentes. La frontera funciona como un divisor de aguas, que marca un acá y un allá, un de dentro y un de afuera; una tierra del medio, de la nada, por donde transitar, sin quedarse. Es una forma privilegiada de sociabilidad y de interrelación.

Boaventura de Sousa Santos    resume las principales características de la vida en la frontera (Santos, 2000, 347-356):

-       uso selectivo e instrumental de las tradiciones, porque la frontera es un espacio vacío, suspenso, que no pertenece a lo de acá ni a lo de allá, donde se debe escoger entre un modo de vivir viejo y uno nuevo;

-       invención de nuevas formas de sociabilidad: por ser un espacio mediano, la frontera se vuelve a lugar de creación, de ejercicio de la libertad, de responsabilidad individual, en un contexto totalmente nuevo;

-       jerarquías flacas: la margen es el punto más lejano del centro, donde los controles son más flacos y las leyes más flojas y la coexistencias de gente diferente favorece la innovación cultural;

-       pluralidad de poderes y de órdenes jurídicas: si, de un lado, el poder central impone con dificultad su autoridad, su burocracia, la frontera se caracteriza por una multiplicidad de poderes y de luchas para afirmar nuevas formas de gobierno;

-       fluidez de las relaciones sociales: en la frontera las relaciones sociales son instables, provisorias y temporarias, por situarse entre un mundo viejo, superado y otro que todavía está surgiendo;

-       promiscuidad de extraños e íntimos, de herencia e invención: en la frontera, la diferencia se vuelve a oportunidad, que favorece nuevas relaciones, e invenciones de sociabilidad que se convierten inmediatamente en herencias, de las cuales surgen nuevas identificaciones. Tal mezcla, fruto de una acomodación recíproca, da origen al mestizo, un nuevo grupo social que tiene un poco de los dos límites de la frontera, sin poder identificarse con ninguno.

La vida en frontera es resumida por Boaventura en un cuento de Bell Hooks, sobre la vida de una afro-americana en una pequeña ciudad de Kentucky:

“Estar en la margen es hacer parte de un todo, más afuera del cuerpo principal. Para nosotros, americanos negros viviendo en una pequeña ciudad de Kentucky, la línea del camino de hierro recordábanos todos los días nuestra marginalidad. Para allá de la línea, había calles pavimentadas, tiendas donde no podíamos entrar, restaurantes donde no podíamos comer y personas que no podíamos mirar directamente en la cara. Para allá de la línea, había un mundo donde podíamos trabajar como criadas, como porteras, como prostitutas, desde que fuese una función subordinada. Podíamos entrar en este mundo, sin embargo no podíamos vivir allá. Habíamos siempre que retornar a la margen, de cruzar la línea y regresar a los barracos o a las casas abandonadas nos límites de la ciudad.

Habías leyes que aseguraban ese regreso. No regresar significaba correr o peligro de ser punido. Viviendo como vivíamos – en la margen – desarrollamos una manera particular de ver a la realidad. Mirábamos de fuera para dentro, de dentro para fuera. Focalizábamos nuestra atención en el centro, y también en la margen. Comprendíamos a ambos. Ese modo de mirar recordábanos la existencia de todo un universo, un cuerpo principal hecho de márgenes y de centro. Nuestra sobrevivencia dependía de una constante conciencia pública de la separación entre margen y centro y de un constante reconocimiento privado de que éramos parte esencial y vital de ese todo.

Esa noción de totalidad, imprimida en nuestra conciencia por la estructura de nuestras vidas diarias, nos proporcionó una cosmovisión de oposición, un modo de ver desconocido por la mayoría de nuestro opresores, un modo que nos sustentó, que nos ayudó en nuestra lucha para superar la pobreza y el desespero, que reforzó el sentido de nuestra identidad y nuestra solidaridad” (Hooks, 1990, 341, apud: Santos, 2000, 353-354).

La mirada desde la margen, permite comprender mejor la opresión producida por el centro en sus estrategias hegemónicas. La experiencia directa de los límites, produce dos maneras específicas de vivir. La primera es una vida de “cabotaje”, un tipo de navegación fuera de los límites, sin todavía nunca alejarse de ellos. Perder esa relación constante con la tierra, puede llevar a una situación desastrosa. En relación a los paradigmas culturales, significa, por ejemplo, no perder nunca la relación y la referencia al paradigma dominante y a su cosmología, mismo arriscándose en experiencias para más allá de los límites. Se trata, en suma, de una la navegación a la vista, donde el cordón umbilical nunca es cortado, y donde nunca habrá novedad real.

La otra experiencia significativa en los límites es la hibridación: los límites se interpenetran hasta confundirse, y en el confronto recíproco se transforman en algo totalmente nuevo. La hibridación da origen al criollo o al mestizo y la lógica de los dos polos es destruida para dejar aparecer, en su lugar, una nueva lógica.

Se, de un lado, un pensamiento “otro” tiene una grande potencialidad epistemológica, por traer una crítica a las metafísicas tradicionales, que justifican la “violencia genocida” (Dussel, 1995, 67 y Khatibi, 1983,19); del otro lado tiene también un potencial ético inmenso, porque su finalidad no puede ser el dominio, sino el rescate y la emancipación de los dominados. Khatibi hace referencia a  “sociedades silenciadas”, que existen a lado de las “sociedades subdesarrolladas”: “sociedades en las que se habla y se escribe; sin embargo, no son escuchadas en la producción planetaria del conocimiento gestionada desde las historias locales y las lenguas locales de las “sociedades silenciadoras” (es decir, desarrolladas)”[2] (Khatibi, 1983, 59).

El estar afuera de la frontera, lejos de la margen de lo constituido, permite el surgir de discursos críticos y de potencialidades emancipatorias, por parte de grupos sociales con una visión diferente de la vida y de las relaciones. “Lo que el pensamiento fronterizo produce es una redefinición/subsunción de las nociones de ciudadanía, democracia, derechos humanos, humanidad, economía, política más allá de las definiciones estrechas impuestas por la modernidad euro centrada” (Grosfoguel, 2006, 163). El cambio de paradigma, desde la frontera, origina un proceso de decolonización y de transformación de las relaciones en el sentido anti-patriarcal, anti-sexista, anti-racista. La “socialización del poder”, alternativa concreta de la “nacionalización, burocratización y jerarquización del poder”, desde las luchas globales y locales busca crear formas colectivas de autoridad pública, en un proceso de “autodeterminación y democratización radical desde abajo” (Grosfoguel, 2006, 167). Es luchar para que “otro mundo” u, “otros mundos”, sean posibles.

4)    Iglesia “en trashumancia”, “comunidad im-posible”

 

La frontera, como espacio abierto, es posibilidad de transgresión, traspaso y superación de cercas, muros y ríos: representa el ajeno, el extraño, lo diferente en relación al “nosotros”, el terreno de la no pertenencia, “una cartografía de realidades múltiples, de combinaciones y recombinaciones en y desde las cuales se reorganiza la diversidad” (Waldman, 2009, 9-10). En el borde el encuentro con el ajeno permite el reconocimiento y nuevas identidades; sin embargo, la no pertenencia es siempre una herida abierta: “vivir en la frontera es pérdida provisional y carencia de certezas, pero asimismo distancia y contrapunto a todo universo acabado o perfecto” (Waldman, 2009,10).

Parecida al desierto, la frontera  es el espacio del nomadismo, de la errancia, del desarraigo, donde la distancia de los centros tradicionales se transforma en punto de partida para la construcción de nuevas realidades e identidades, en superación de los viejos esquemas políticos, sociales y religiosos.  El desarraigo de las culturas, las lenguas, las tradiciones, las religiones y de los procesos históricos distintos permite “el rescate de las huellas perdidas, los rostros y las voces que perturban una historia única. Es rescatar la pluralidad desde el horizonte de la alteridad que habita en distintas moradas” (Waldman, 2009, 15). Escoger la frontera “nos sitúa en un nivel epistemológico; es decir, nos exige una posición consciente sobre desde dónde, para qué y cómo se produce conocimiento social, cuáles serán sus alcances e incidencia sobre la práctica” (Carrillo, 2006, 73).

La posibilidad de indefinidos encuentros entre “otros”, hace sentir que el centro está desplazado, diluido, en todas partes, imposible de ser petrificado, definido o codificado. La frontera, carente de centro, desafía a todos los centros. Por ella “cruzan hombres en busca de un padre que jamás regresó, jóvenes, prostitutas(os), mujeres sin hombre, borrachines, periodistas corruptos, campesinos de caseríos y pueblos perdidos o aldeas fantasmales, así como quienes se fueron al otro lado – el muro de la muerte o Estados Unidos, por ejemplo -: todos ellos desgarrados en la orfandad y la pérdida que supone el ir y venir entre ambos bordes de la frontera, en un movimiento en que no existe ni punto de partida ni de llegada seguro y estable” (Waldman, 2009, 17).

¿No sería la frontera el lugar que la religión y las Iglesias, hoy profundamente en crisis, deberían reconquistar?

¿No sería este espacio tan ambiguo e indefinido, el “desde donde” se podrían quebrar y superar sus identidades fijas, sus modelos establecidos, sus jerarquías definidas, sus doctrinas petrificadas, sus tradiciones mohosas, y emprender el camino de gestación de lo nuevo?

Nuevo que, en la verdad, es siempre un retornar a la fuente originaria, de donde todo surgió. El cristianismo fue el resultado de un movimiento alternativo, de frontera y de crítica de un centro con pretensiones hegemónicas (el judaísmo de los sacerdotes, primero, y de los fariseos, después). Jesús de Nazaret, sus primeros discípulos y de una cierta forma también Pablo de Tarso, fruto de la diáspora asiática, son sujetos diferentes, que desde un lugar marginal, se dirigen a personas a las márgenes de la cultura, la sociedad, la política y la religión dominantes. La grandeza y belleza del mensaje cristiano está justamente en su propuesta que es primeramente ética, pues rescata relaciones de justicia, equidad, igualdad y solidaridad. 

Reconquistar la frontera significa para la religión y en especial para el cristianismo, reconquistar los rostros de quienes viven en la frontera, lejos y afuera de las normas eclesiales y sociales, porque “los hombres destruidos no dejan de interpelarnos. Tales rostros nos impiden, en cada momento, olvidar la vergüenza de haber pisoteado la dignidad humana” (Delgado, 2009, 151)[3]: pensamos a los homosexuales, los y las gay, los descasados, los inmigrantes, las mujeres, los niños y los jóvenes, los negros, los indígenas, los sin religión, los ateos, y todos y todas que no se reconocen más en las arcaicas y medievales estructuras rituales, doctrinales y sociales de las Iglesias tradicionales. La interpelación de estos “hombres destruidos” en la frontera, para Lévinas, es una apelación a la responsabilidad: “El hombre es un agujero del ser, es ir más allá del ser, en una búsqueda de libertad que no se coloca más en la lógica del ser sino en la responsabilidad, que no indica tanto el respeto de los derechos ajenos o de la libertad ajena, como del yo que abandona la propia subjetividad por una relación desinteresada con Otros. El centro, en la responsabilidad, no es más el yo, sino el Otro” (Bianco, 2002, 89).

En la frontera, la alteridad invoca una escoja ética, la responsabilidad, que se haga la justicia a este inmenso mundo de sin voz y sin vez que reclaman por espacios y comunidades acogedoras.

Estos “marginales”, (sean jóvenes, desplazados, inmigrantes, negros y todos los underground) ponen en evidencia los límites y las arbitrariedades del orden social y religioso; su saber “otro” hace visible el agotamiento y el carácter a la vez ideológico de cierta reflexión religiosa, que tras su halo de rigor está a servicio de la manutención del orden social constituido (Carrillo, 2006, 66). Por eso, los sujetos o situaciones que están en el margen o por fuera del sistema religioso, son considerados peligrosos y sistemáticamente excluidos, cuando es imposible controlarlos o traerlos para dentro de la norma homogenizante. En la frontera, “bajo la sombra del ambiguo, mezclado o incompleto cabe bien la dicotomía entre seres más humanos o más animales que ha servido para el sometimiento de hombres y mujeres de todas las edades a regímenes jurídicos, políticos, culturales (y religiosos, ndr.)   que violan la más básica consideración de su humanidad” (Léon, 2009, 74).

El borde provoca la “fractura de la primacía de la subjetividad” (Lévinas, in: Bianco, 2002, 89), y en el encuentro con la otredad se rescata de su  capacidad de generar nuevo conocimiento, generalmente minimizado o invisibilizado por la reflexión religiosa tradicional, monopolizada por jerarquías distantes de la vida cotidiana de las personas. La emergencia de nuevas subjetividades, desde el borde, reivindica y propone una epistemología y una práctica constructiva e intersubjetiva capaz de detonar esquemas anquilosados y hacer emerger otros. Son otras racionalidades y lógicas diferentes que vienen a confirmar que la sabiduría popular, el saber cotidiano, las sensibilidades y miradas generacionales, de género, de diferentes opciones sexuales confirman que existen otros lenguajes y narrativas de lo religioso.

El traslado para el borde, la frontera, exige de las Iglesias un cambio en la concepción de lo sagrado y lo divino, una salida del centro, trancado en las barreras rituales, doctrinales, normativas, instituciones, tradicionales, jerárquicas y en sus templos, para encontrarse con la persona humana y su historia su identidad, raza, lengua, opción, pensamiento, actitud y condición. Se trata del pasaje de una religión-institución a una religió-relación, donde los muros dejan espacio a la complejidad de la diferencia y a su potencialidad creativa. Religión centralizada en el otro, en el cual se revela el rostro del absolutamente “Otro” (Mt 25, 31-46).  Es una verdadera “eclesiogénesis” , según la afirmación de Leonardo Boff (1986), un hacerse iglesia a partir de los y las que transitan y habitan la frontera, un olvidarse para encontrarse en ellos.

La frontera representa un doble desafío a las iglesias: concretamente es una convocación a dislocarse, a descentralizarse, a ir para el otro, el diverso, el sufridor, el pobre, la mujer, el joven, etc. Más que levantar muros, la Iglesia deberá entonces ser capaz de derribar barreras, abrir puertas, lanzar puentes, favorecer convivencias, crear comunidades (“comunidad de los rostros”, según Lévinas, apud: Bianco, 2002, 96), hacer acontecer la justicia y la solidaridad.  Pues iglesia es sinónimo de encuentro, no de castillo cerrado alrededor de la defensa de su verdad.

El segundo desafío a las iglesias es que no se trata solamente de un camino de ida para la frontera, sino de una actitud de ser y de hacerse a partir del borde. Porque la frontera tiene la potencialidad de cambiar a quienes transitan por ella, superando la dualidad de los opuestos en favor de la “relación tercera”, “sin simetría, ni reciprocidad, ni unidad, ni igualdad posibles, y que sólo puede estructurarse desde el afuera” (Lévinas, 1999, 124). Una iglesia de borde se deja  transformar por la pluralidad de experiencias, de identidades, de relaciones y de pensamientos: es algo en continuo camino, pues la frontera es movediza, siempre diferente, en un continuo ir para más allá. Podríamos pensar a la imagen de la trashumancia, “como condición y circunstancia de vida cuyo drama y también ludismo puede ejercerse en compañía de y servicio para los Otros” (Carretero, 2009, 127).  Trashumancia que, al contrario del sedentarismo, es camino constantemente orientado al encuentro con el Otro. La antigua maldición del “judío errante”, “destinado a vagar y recorrer el mundo sin cesar  sin esperanza y sin encontrar la paz” (Carretero, 2009, 100) se transforma en la actitud esencial de la iglesia desde la frontera, iglesia en trashumancia, sin centro ni frontera, porque el otro, la diversidad, la relación, el camino son sus centros y sus bordes. Y porque, al final, en la frontera todos se vuelven el otro, y el Otro se despliega como horizonte, deseo, sueño y utopía de cada uno y cada una.

Conclusión

Quizá, “después de las terribles experiencias como la del Holocausto y las que siguen ensangrentando el planeta, la comunidad (cristiana, ndr.) pueda concebirse desde un afuera constituido de la pluralidad de los orígenes de sentido, donde no hay más sentido que la simultaneidad de las presencias (que son las memorias que vienen a interrumpir lo dicho) reveladas, cada-vez-una-sola-vez, en la responsabilidad de y por el Otro, por lo que no me concierne. Se trata de un afuera que se resiste a la inmanencia pero no a la responsabilidad por el Otro” (Delgado, 2009, 144-145).

Repartir de la “ética de la Otredad”, tan cara a Lévinas significa no solamente poner al centro la responsabilidad para el otro, sino abrir la puerta a un ”ser-en-común, demandante de otras formas que tejan su exposición al Otro” (…), un ser-plural, que cuestiona la instrumentalización de cualquier borramiento, por turno, del Otro, y que se inscribe allí donde la diferencia de fuerzas da lugar al no-lugar (…). Otro modo que ser de la comunidad im-posible, es aquí donde se interrumpe la reflexión para pensar con el Otro” (Delgado, 2009,157). 

5 – Bibliografía de referencia

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[1] Doctor en Ciencias de la Religión, Director del Instituto de Estudios sobre Religión y Espiritualidad de la Universidad de la Salle – Costa Rica

[2] “Même quand elles parlent, elles ne son pas entendues dans leur différence” (aunque hablen, no son escuchadas en su diferencia) (Khatibi, 1983, 59)

[3] Los “hombres destruidos (destruidos sin destrucción) son los hombres dañados detallados…como sin apariencia, invisibles incluso cuando se les ve, y que no hablan sino por la voz de los otros, una voz siempre otra que en cierto modo les acusa, les compromete, obligándoles a responder por una desgracia silenciosa que cargan sin consciencia” (Blanchot, Maurice. L’écriture du desastre. París: Gallimard, 1980. P. 40)

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