Hinkelammert parte de una concepción de la historia como un decurso en el cual la humanidad se ve permanentemente enfrentada a instituciones, objetivaciones y leyes, creadas por ella misma, pero que una vez establecidas son resistidas, pues se convierten en poderes que someten. Si bien el orden es necesario, el ser humano aspira a la libertad, y esa aspiración lo lleva a rebelarse contra los aspectos arbitrarios que todo orden supone, y que, librados a su propia lógica, llegan a amenazar la vida, la controlan, la reprimen, la coartan.
El sujeto es, en este sentido, un principio emergente en la historia que reivindica la capacidad de discernimiento del ser humano en relación a todas las formas del orden social; su expresión paradigmática es el acto de rebelión –legítima aunque no sea legal- contra las leyes e instituciones despóticas – que, aunque sean legales, son ilegítimas-[1].
Este conflicto -que puede sintetizarse en la oposición dialéctica sujeto/ley- atraviesa toda la historia humana. Se expresa en la alternancia entre formas concretas de organización de la vida social y momentos de crisis, en los que las formas “instituidas” son desafiadas por nuevas fuerzas emergentes. Esta posición representa, si se quiere, el momento “instituyente”, de la rebelión del sujeto que reivindica sus derechos y reclama la satisfacción de sus necesidades. En cambio, el momento de lo “instituido” corresponde a la primacía de lo objetivo, del mundo cósico, abstracto; de la objetividad producida y luego autonomizada; del trabajo muerto que aplasta al trabajo vivo.
El conflicto sujeto/ley se expresa también simbólicamente, y lo hace a través de mitos fundamentales, que escenifican esa dialéctica; las figuras de Eva y Abraham son dos ejemplos sugestivos.
Aunque durante muchos siglos, esos mitos poseyeron un ropaje religioso, no significa que no puedan adoptar otro tipo de formato. Precisamente, en su último trabajo, Hinkelammert retoma una tesis ya presente en su obra anterior, pero que ahora es reelaborada conceptualmente y pasa a funcionar como núcleo de sentido para la interpretación de la historia y la sociedad actual[2]. Según esa tesis, la civilización Moderno-occidental recibe como legado del mundo premoderno los elementos míticos contenidos por la tensión sujeto/ley, y los incorpora en su propio imaginario, pero lo hace bajo un envoltorio nuevo, no religioso sino profano, es decir, con una apariencia completamente transformada. Esa transformación es llamada habitualmente “secularización”, término éste cuya pertinencia resulta cuestionada en cierto modo por la interpretación de Hinkelammert, que precisamente plantea la conservación y operatividad intactas de los contenidos míticos primordiales en la conciencia “secular” tardo-moderna.
¿Cómo se produce esta transformación? Ciertamente es un proceso lento y complejo, pero su significación profunda se hace patente en algunos momentos cruciales, en los que la pregnancia del cambio formal opaca la continuidad profunda a nivel del sustrato mítico persistente. La Ilustración y las revoluciones burguesas representan un hito de este tipo. Su particular interés radica que es a partir de las condiciones históricas por ellas instauradas, que el polo institucional de la antinomia sujeto/ley se revela bajo una forma específica de negación del sujeto: la propia del individualismo liberal, con su sacralización de la ley del valor y del mercado. A partir de allí se inaugura el total predominio de la dimensión instrumental de la razón moderna, cuya manifestación fundamental es la tendencia a la abstracción y a la creación de dispositivos abstractos (relación mercantil, contrato, lenguaje, ciencia, instituciones, leyes), que se enfrentan al hombre concreto (el sujeto vivo, corporal y necesitado) y lo subordinan. Puede decirse que en esa entronización de la racionalidad medio-fin ya están anunciados tanto el desemboque en la sociedad capitalista mundial del presente como sus crisis de alcance global.
Razón instrumental y razón mítica
Hemos señalado ya que la necesidad de introducir formas abstractas de mediación en las relaciones humanas, que luego se tornan represivas y amenazan la vida, es el resultado de una tendencia que, si bien se radicaliza y alcanza toda su amplitud en la Modernidad, es inherente a la condición humana. En efecto, dada su finitud, para poder desplegar todas sus potencialidades, esta condición requiere del desarrollo de dispositivos abstractos. Ellos cumplen una doble función: por una parte, nos permiten pensar en términos de universalidad y ampliar el ámbito limitado y restringido de la experiencia directa, disparando así el proceso de humanización; por otra, expresan el deseo imposible de eludir la muerte como traza imborrable de nuestra condición.
Aunque la creación de tales dispositivos es un fenómeno enteramente normal, propio del modo de ser del hombre, es evidente que conduce a situaciones problemáticas e incluso críticas. Así sucede cuando el intento de suplir la finitud humana por la construcción de mecanismos abstractos se exacerba –tal como sucede en la sociedad capitalista-, y alcanza un punto en el cual el hombre pierde el control sobre ellos y es amenazado por ellos. Este problema –que Marx descubrió al analizar el funcionamiento de la mercancía y al que llamó “fetichismo”[3]- se ha incrementado hoy hasta llegar a una situación extrema, donde el sometimiento absoluto de lo humano a los mecanismos “autorregulados” del sistema abstracto (mercado total) llega ser celebrado como forma plena del ejercicio de la “libertad”.
¿Por qué “el sueño de la razón produce monstruos”? ¿Por qué los productos abstractos de la actividad humana se independizan de sus creadores, los dominan, aplastan y matan? La explicación que propone Hinkelammert apunta a la base profundamente irracional sobre la que se levanta la razón moderna, constituida por la primacía de la orientación instrumental que le es característica.
La racionalidad fundada en la relación medio-fin y, por tanto, en el cálculo de costos y beneficios, es radicalmente reductiva y fragmentaria: ignora la totalidad concreta hombre-naturaleza, que configura el marco de toda acción directa, sobre el cual ésta revierte y produce efectos “no intencionales” o indirectos. Desconoce el contexto de cada acción particular y la misma condición de la realidad en tanto totalidad compleja, no reductible a la dimensión del cálculo medio-fin. Produce, en consecuencia, una representación de lo real como un mundo de relaciones matemáticas, de cálculos exactos y de progreso infinito, donde toda la dimensión concreta de la vida es ignorada –incluyendo el carácter corporal, vulnerable y finito de todas sus formas y, correlativamente, la interdependencia que existe entre ellas-. En definitiva, se construye un mundo donde la muerte ha sido “abstraída”; un mundo de dimensiones pequeñas, simples, calculables y previsibles, de realidades fragmentarias, aisladas, separadas de toda interacción con los demás elementos y con el todo del que forman parte; en el que fácilmente surge y crece la aspiración a desarrollar conocimientos y tecnologías capaces de producir instituciones perfectas. Es un mundo que se permite olvidar la precariedad de los supuestos en los que se asienta todo el edificio. Una ilusión de infinitud y de poder absoluto embarga la conciencia del hombre moderno mientras dura el sueño, o mientras sus costos no son todavía suficientemente evidentes como para despertarlo de lo que se ha convertido en una pesadilla.
El resultado de este modo de operar de la racionalidad instrumental moderna es el direccionamiento de toda la actividad humana -particularmente el descubrimiento científico, la aplicación tecnológica y el intercambio mercantil- hacia el logro de metas imposibles para seres mortales, esto es, ubicadas más allá de los límites que impone la condición humana[4]. Sucede entonces que, independientemente de la voluntad de sus creadores y promotores, ese mundo perfecto tiene que estrellarse, y lo hace periódicamente, contra la imperfección y contingencia radicales de la vida, expresión de la dimensión vida-muerte que la razón instrumental abstrae y desconoce. Todos sabemos por propia experiencia que los cálculos pueden fallar y que las instituciones perfectas fracasan con frecuencia.
Esta es la explicación de la existencia de los mitos y de su persistencia en el mundo “secular”, tema central de Hacia una crítica de la razón mítica, obra en la cual Hinkelammert se interna por el “laberinto de la Modernidad” para tratar de disolver al monstruo que habita en su interior[5]. Allí nos propone una compresión de lo mítico como un espacio que surge ante la insuficiencia de la racionalidad instrumental para dar cuenta de la realidad como totalidad compleja, no reductible a la dimensión del cálculo medio-fin. El mundo proyectado por la razón instrumental, organizado por instituciones perfectas (mercado perfecto, plan perfecto, competencia perfecta) está condenado a chocar y despedazarse en el muro de imperfección radical de la vida, impronta indeleble de la infranqueable finitud humana.
Los mitos surgen, entonces, a partir de la experiencia vivencial de que no es posible confiar absolutamente en los cálculos seguros, de que la razón instrumental falla. En este sentido, el mito no se opone a la razón, no es lo irracional enfrentado a la razón, sino que es una dimensión complementaria suya, que desarrolla una percepción de la vida humana bajo el punto de vista vida/muerte, siempre excluido de la racionalidad abstracta.
Los mitos sirven para orientar a la gente frente a las amenazas que se ciernen sobre ellos. Esa orientación, empero, no tiene un sentido unívoco; de allí que puedan cumplir una función de justificación del statu quo o de transformación. En el primer caso, los mitos convierten las amenazas a la vida en meros accidentes superables a futuro, gracias a la intervención salvífica de las mismas instituciones que son responsables de tales amenazas (mito del progreso, mito del mercado, mito de la batalla final contra el mal). En el segundo, la razón mítica reacciona frente a las estructuras del cálculo y la eficiencia -que, devenidas hegemónicas, producen efectos irracionales-, y proyecta una imagen de libertad más allá de los mecanismos abstractos (mito de la Nueva tierra, del orden social espontáneo, de la sociedad reconciliada, etcétera).
En definitiva, razón mítica y razón instrumental son dos caras de la misma razón. El mito es una dimensión de la razón, que complementa la orientación instrumental de la misma, pues desarrolla una percepción de la vida humana bajo el punto de vista vida-muerte, que es excluido de la racionalidad abstracta, pero que es de fundamental importancia porque señala los límites de esa racionalidad y los peligros de dejarse llevar por su solo impulso.
El mito es una forma de respuesta a la imprevisibilidad y contingencia de la vida de seres que son, básicamente, mortales; es una respuesta de tipo mágico, pero no irracional. Y tampoco es necesariamente religiosa; pues, además de portar ambigüedad en lo relativo a los contenidos libertarios u opresivos que transmite, el mito puede aparecer revestido de un formato tanto religioso como secular.
En efecto, los mitos siempre han acompañado la historia humana, y no han desaparecido con la emergencia del mundo moderno. Al contrario, una de las hipótesis fundamentales de Hinkelammert es que, precisamente con la Modernidad, los mitos, particularmente aquellos que proyectan imágenes de perfección idealizadas, aparecen con una fuerza inaudita, como contrapartida del predominio creciente de la razón instrumental.
Y Dios se hizo humano... Las derivas de Prometeo, de Esquilo a Marx.
En su Crítica de la razón utópica, Hinkelammert identificó el núcleo de ese comportamiento irracional de la Modernidad con el ejercicio acrítico de la razón utópica. Siguiendo a Kant, el autor reconoció en la proyección de utopías una dimensión inevitable del pensamiento, que permite pensar lo imposible y despejar, a partir de allí, el espacio de realización de lo posible; pero, al mismo tiempo, llamó la atención sobre el carácter trascendental y no empírico de esas idealizaciones de la razón. Esto significa que debemos evitar caer en la ilusión de concebir los proyectos utópicos de plenitud en términos de sociedades empíricas perfectas, pensados como efectivamente realizables. Los sucesivos regímenes totalitarios del siglo XX dan cuenta del sentido de esta advertencia: cuando se olvida el carácter imposible de las utopías, éstas pierden su signo contestatario y su función reguladora de la praxis, y terminan sirviendo a la sacralización del statu quo. El sistema vigente pasa a ser considerado como un momento necesario en un camino que conduce por aproximación a la meta de plenitud real[6].
La crítica de la razón mítica de Hinkelammert completa la reflexión iniciada con la Crítica anterior, iluminando el marco mítico-categorial en el cual se han desenvuelto todas las utopías de la Modernidad, y su relación de continuidad con el mundo pre-moderno.
Un punto de vista privilegiado para este análisis es el que proporciona el mito de Prometeo. Siendo en su origen, un mito griego, en el Renacimiento Prometeo se transforma en el mito prototípico de la Modernidad, en el sentido de que abre un espacio imaginario dentro del cual germinan y se desarrollan las utopías modernas, desde la de Moro hasta las actuales.
La transformación sufrida por Prometeo es relevante, pues en su formulación original griega – paradigmáticamente representada en la tragedia de Esquilo[7]-el personaje es un titán, que roba el fuego a los dioses, sus pares, y se los entrega a los hombres. A partir del Renacimiento, en cambio, los relatos de Prometeo lo presentan como un hombre, ya no un titán, sino simplemente un hombre rebelde que se levanta contra los dioses. La tesis de Hinkelammert es que esa mutación sólo es posible a partir de la asimilación y transformación de la matriz cultural del Cristianismo –y, en especial, del acontecimiento decisivo y fundacional de esa matriz, a saber, que Dios se hiciera hombre–, en el seno de la racionalidad moderna que despunta en el Renacimiento.
La significación profunda de lo que llamamos “secularización” y entendemos como traza esencial de la Modernidad es, por tanto, la definición de lo divino a partir de lo humano. Dicho de otro modo: el ser humano se libera de toda idea de divinidad que se imponga por encima suyo, esto es, que implique la aceptación de un principio de discernimiento sobre la vida y la sociedad humana por fuera de la humanidad misma. Todos los Prometeos modernos son hombres rebeldes que no aceptan una normatividad impuesta desde fuera (Calderón de la Barca, Goethe, etcétera). Pero de todos ellos, Hinkelammert se queda con uno particularmente importante para la derivación de una ética de liberación: es el Prometeo del joven Marx.
Por una parte, la ética marxiana, condensada en la figura de Prometeo que analizaremos a continuación, es una ética de la autorrealización del ser humano por la afirmación de su dignidad como sujeto; algo que no está en Esquilo, que sólo sería posible después del cristianismo y que alcanza en Marx una dimensión universal más allá de cualquier fórmula religiosa. Es una ética plena y radicalmente moderna. Pero además, y por otro lado, el sujeto que se afirma como centro de la realidad y la historia es, en oposición a la mayoría de las éticas consagradas en Modernidad –que entienden la libertad como sometimiento a la ley autogenerada-, el sujeto corporal, necesitado y vulnerable, que se declara criterio de discernimiento respecto de todas las leyes e instituciones. Por tanto, no se somete a ellas, sino que permanece autónomo frente a ellas y está dispuesto a transformarlas siempre que dejen de estar al servicio de la vida. Es, por esto último, una ética de emancipación.
Himkelammert sigue de cerca el desarrollo de los puntos axiales de esta ética del sujeto en los textos del joven Marx. En el “Prólogo” de su Tesis doctoral, Marx deposita en la filosofía, en tanto actividad racional por excelencia, el desafío prometeico de derrocar toda divinidad que no reconozca al hombre como ser supremo; su misión es rebelarse contra la entronización de falsos dioses, ya sean celestes o terrenales, es decir, ya representen poderes religiosos o “seculares”. La filosofía así entendida, nos dice, no sólo se hace eco de la acusación lanzada por Epicuro a sus adversarios: “ateo no es aquel que barre con los dioses de la multitud, sino aquel que les imputa a los dioses las imaginaciones de la multitud”; sino que también, bajo los auspicios de Prometeo, pronuncia una sentencia “en contra de todos los dioses del cielo y de la tierra que no reconocen la autoconciencia humana como divinidad suprema”. Y agrega: “Al lado de ella no habrá otro Dios”[8].
Sólo tres años después, en el la Introducción a la crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel, de 1843, Marx retoma la misma idea y extrae de ella la formulación de un “imperativo categórico” muy diferente al de Kant[9]: “La crítica de la religión –nos dice- desemboca en la doctrina de que el hombre es la esencia suprema para el hombre y, por consiguiente, en el imperativo categórico de echar por tierra todas las relaciones en que el hombre sea un ser humillado, sojuzgado, abandonado y despreciable” [10]. En el imperativo de Marx se aprecia en toda su dimensión, y en un sentido liberador –que, como veremos, no es el único posible- la esencia de la Modernidad: que Dios haya devenido hombre, se haya hecho hombre, plantea el imperativo de humanizar todas las relaciones humanas en el sentido de liberarlo de cualquier criterio que no lo reconozca como ser supremo, y que, en consecuencia, le imponga formas inhumanas de vida.
¿De dónde procede esta idea? Hinkelammert considera que es una herencia del Cristianismo. Durante el primer siglo, en un ambiente muy distinto, premoderno y religioso, la figura de Jesús como hombre ejemplar que, en nombre de la humanidad, se rebela contra la inhumanidad, es el antecedente de toda rebelión moderna. Antes de Jesús es imposible pensar que “Dios se ha hecho hombre”; con él entra en escena el ser humano como criterio fundamental de verdad y racionalidad. La Modernidad recibe esa tradición del Cristianismo y la trasforma en el sentido de que, dado que Dios se ha hecho hombre, ya no es necesario reservarle a aquél un lugar exterior a la propia dimensión humana: tal es el significado de la secularización.
El acontecimiento-Jesús, por así llamarlo, producido en el primer siglo de la era cristiana, es, según esta tesis, el acontecimiento fundamental que, muchos siglos después y de forma paradójica, conformaría el núcleo ideológico de la Modernidad. Más allá del significado religioso que los primeros cristianos le atribuyeran, es claro que la idea de que Dios se hizo hombre rebasa toda lectura estrictamente religiosa y posee una dimensión antropológica que va más allá de cualquier forma de religiosidad. Su significación es la de una verdadera revolución cultural, que puede sintetizarse del siguiente modo: si Dios se hizo hombre, la vida humana ha devenido el criterio que permite discernir la justicia y la verdad de cualquier orden social.
Si Dios se hizo hombre, no hay otro criterio por encima del hombre mismo. En consecuencia, el imperativo de humanizar la vida humana proporcionará en adelante el marco mítico de la Modernidad, dentro del cual se desarrollaría toda su capacidad proyectiva (social, política y científica), tanto en una dirección emancipatoria como opresiva. Con está última apreciación recuperamos la advertencia decisiva de la crítica de la razón utópica, a saber: que el pensamiento utópico es proclive a olvidar el carácter trascendental de las ideas reguladoras y en consecuencia, a proyectar idealizaciones perfectas como si fueran posibles; ya sabemos lo que sucede a continuación: cuando se intenta llevarlas a la práctica, se transforman en construcciones de tipo totalitario, que nada tienen en común con el espíritu libertario del imperativo de Marx.
¿Cómo es posible que el marco mítico de la Modernidad sea un espacio común en el que caben tanto expresiones libertarias como totalitarias de la utopía? Es posible porque la tesis de la continuidad entre Cristianismo y Modernidad no desconoce la existencia de una conflictividad inherente a ese desarrollo, una lucha entre dos tendencias opuestas, que se verifica en cada uno de sus momentos. Esta conflictividad que atraviesa la historia humana y se intensifica en la Modernidad, se explica, en definitiva, por la ambigüedad misma del concepto de ser humano como destino de lo divino: según cómo se lo interprete será posible desarrollar una significación de emancipación o de opresión. Esto es así porque siempre es posible justificar el asesinato del hermano, el sacrificio de la vida, en nombre de una promesa de redención de la humanidad, de un futuro mejor, de una sociedad más justa o más libre, de la salvación de más vidas, etcétera. Lo “humano” en nombre de lo cual se echan por tierra determinadas relaciones y se establecen otras o se conservan las existentes, no tiene una significación unívoca. Y sus diversas interpretaciones suelen expresarse en términos de dualidades antagónicas. También aquí se descubren las trazas de la herencia cristina que recibe la Modernidad.
En su formulación original, tal como aparece en el cristianismo primitivo, que Dios se hizo hombre significa la emergencia de un principio subjetivo que, frente a la ley y el orden instituidos, afirma la vida y se resiste al cumplimiento de normas sacrificiales. Pero esta orientación originaria estaba llamada a ser subvertida completamente por la ortodoxia cristiana. En la medida en que el Imperio Romano se enfrentaba a la necesidad de absorber el Cristianismo, devenido religión mayoritaria de sus súbditos, tenía que transformarlo, para poder subsumir en esa matriz, ahora reformulada, el orden pagano que era necesario conservar. Hacia el siglo III tuvo lugar esa “imperialización del Cristianismo”, esto es, la inversión del mismo, desde su forma originaria como pensamiento de emancipación y resistencia frente a la autoridad hasta su transformación en ortodoxia legitimadora del Imperio. Así se explica que en nombre de una religión que predica el amor al prójimo se hayan cometido los crímenes más grandes de la historia, como la conquista de América y el genocidio de su población originaria. Es evidente que tuvo lugar una transformación, y que en su transcurso la idea de amor al prójimo se invirtió en su opuesto, en exterminismo occidental.
El modo en que cambia la interpretación de “lo humano”, en cuyo nombre deben echarse por tierra o conservarse determinadas relaciones, puede verse con claridad a través de las mutaciones que sufren las polarizaciones categoriales en las cuales se expresa, en diversos momentos, el conflicto entre una significación positiva de la subjetividad y su contrario rechazado.
El cristianismo primitivo suplanta la concepción griega del alma como “carcel” del cuerpo por la idea de un cuerpo concreto, vivificado por el alma, al que se le opone la ley abstracta. La ortodoxia cristiana operará sobre esa matriz invirtiendo el valor de los términos y recuperando, en cierta forma, la connotación griega estigmatizante de la dimensión corporal: al cuerpo real corruptible e imperfecto se le opondrá un cuerpo perfecto, obediente al alma y a la ley, devenido incorruptible[11].
La Modernidad, por su parte, subsumirá esas polarizaciones en una dualidad fundamental: realidad concreta/realidad abstracta. A partir de esa oposición axial, se desarrollarán todas las oposiciones modernas: vida humana / mercancía; valor de uso / valor de cambio; trabajo concreto / trabajo abstracto. En todas ellas, la dualidad original cuerpo/alma, de cuño griego, ha sido suplantada por la tensión (de impronta cristiana) entre el sujeto vivo -expresión de la condición humana concreta en tanto ser corporal, sensual, de necesidades y natural-, y el mundo de relaciones abstractas (contrato, mercancía, ley del valor), que mortifican el cuerpo, le exigen obediencia y le piden postergaciones.
Interesa revisar a lo largo de toda la serie la presencia de la dualidad fundamental sujeto/ley: las formas cristianas del antagonismo son subsumidas en las dualidades modernas, y todas ellas se mueven dentro de un marco categorial mítico común, que es transmitido desde el Cristianismo hasta la Modernidad. La vida corporal concreta, reivindicada por el primer cristianismo y convertida en demoníaca por el cristianismo imperial, se transforma en el impulso emancipatorio que modela el imperativo categórico de Marx y que impulsa los movimientos libertarios de la Modernidad; correlativamente, el polo de la corporalidad incorruptible y abstracta se transforma en la espiritualidad del mercado, que exige sacrificios humanos.
Se entiende por qué Walter Benjamín afirma la esencia religiosa del capitalismo: “Hay que ver en el capitalismo una religión, es decir, el capitalismo sirve esencialmente a la satisfacción de las mismas preocupaciones, suplicios, inquietudes, a las que daban respuesta antiguamente las llamadas religiones”[12].
Benjamín y la espiritualidad del Capital
La aguda y enigmática apreciación de Benjamin contiene una crítica directa a la interpretación clásica de Weber, pero al mismo tiempo es la radicalización de las tesis fundamentales de La ética protestante y el espíritu del capitalismo, que, en la pluma del filósofo marxista resultan despojadas de aquel temple de neutralidad valorativa, típicamente weberiano, para adoptar el carácter de una “fulminante requisitoria anticapitalista”[13]. En lugar de pensar al cristianismo como un elemento que empuja el surgimiento del capitalismo, Benjamin señala que aquél es la esencia profunda de éste. El capitalismo es esencialmente un fenómeno religioso, que se desarrolla de modo parasitario a partir del cristianismo hasta desplazarlo completamente.
Tres son los rasgos fundamentales que Benjamin le atribuye inicialmente a la religiosidad capitalista, aunque antes de cerrar su texto incorpora un cuarto. Todos están íntimamente relacionados entre sí.
En primer lugar, el capitalismo hace del culto al dinero, al éxito y a la ganancia el centro de la vida. Las prácticas utilitarias que le son habituales (operaciones financieras, maniobras bursátiles, compra y venta de mercancías, etcétera) son el equivalente de las prácticas del culto propias de otras religiones; en ellas se expresa la adoración a las divinidades que ocupan el altar del capital: el dinero, la mercancía, la ganancia, la riqueza. Nuevos ídolos que reemplazan el culto a los santos, tal como lo sugiere una enigmática frase de Benjamin: “Comparación entre las imágenes de los santos de las distintas religiones, por un lado, y los billetes de los distintos Estados, por el otro” (169).
La centralidad de ese aspecto cultual es tan fuerte en la espiritualidad capitalista, que Benjamín considera que no ha dejado lugar para el desarrollo de una teología, en tanto espacio simbólico de construcción de sentido. En torno de esta última afirmación, Hinkelammert produce una singular reflexión, cuya consideración nos obliga a producir una digresión en el análisis del texto benjaminiano.
Para Hinkelammert, la ciencia moderna, a pesar de que se autodenomina “empírica”, no se basa en la experiencia. Más aún, muy por el contrario surge de la abstracción de la experiencia, en tanto ámbito organizado en torno a la centralidad del sujeto. Esa abstracción da por resultado la construcción teórica de lo que llamamos “objetividad” del mundo. Si la experiencia de chocar contra una pared nos enseña que ésta es dura, la perspectiva científica supone un distanciamiento de esa experiencia subjetiva fundante y la construcción del dato “objetivo”, independiente del sujeto, de la dureza del muro. Se produce entonces una inversión: la cualidad impenetrable de la pared aparece como el dato primero, y la experiencia del choque y del dolor en el cuerpo pasa a ser considerada una cuestión derivada. El ser humano se convierte él mismo en un objeto entre otros, ciertamente tan accesorio como cualquier otro.
Este proceso de abstracción permite desarrollar el lenguaje y las ciencias empíricas; en términos generales, la construcción de la objetividad del mundo es una dimensión de la vida humana que la distingue del animal. Sin embargo, el olvido de que dicha “objetividad” resulta de un ejercicio de abstracción produce la enajenación de ese mundo objetivo, su conversión en un fetiche, portador de una voluntad autónoma y caprichosa.
La ciencia empírica moderna es un ejemplo del referido fetichismo. La abstracción de la dimensión experiencial de la vida humana permite la construcción del “mundo objetivo” como totalidad coherente, basada en la representación de mecanismos de funcionamiento perfecto (que abstraen la dimensión de la vida y de la muerte del ser humano en tanto sujeto viviente). En función de tales mecanismos – que son sistemáticamente presentados en el discurso científico con rasgos de omnisciencia, perfección e incorporeidad (la mano invisible del mercado de Smith, el demonio de Laplace, el observador que viaja a velocidad de la luz de Einstein, el juez Hércules de Haberlas, etcétera)- los hechos empíricos se interpretan como desviaciones de los modelos perfectos.
Y aunque se diga que la función de esos extraños seres perfectos, incorpóreos, omniscientes e infinitos, es puramente heurística, lo cierto es que la ciencia moderna no sería posible sin el recurso a tan insólitas referencias, a través de las cueles penetra la metafísica en el corazón de la razón instrumental.
De allí Hinkelammert extrae una conclusión que lo aparta ligeramente del texto de Benjamin, pero que ciertamente lo enriquece. El capitalismo es esencialmente religión, pero no es exacto considerarlo como religión puramente cultual, desprovista de dogma y teología. Las ciencias constituyen el espacio teológico de las sociedades capitalistas y de la modernidad en conjunto, un espacio donde el dios celeste medieval ha descendido y poblado el mundo terrestre de seres omniscientes y todopoderosos, que han desalojado al criterio vida-muerte del horizonte de la reflexión. La metafísica medieval habita en las ciencias, que en modo alguno son ajenas a la dimensión mítico-teológica. Todavía más: ellas son la teología implícita en el culto capitalista al dios-dinero.
Hecha esta digresión en torno a las ciencias como teología del capitalismo, podemos volver al texto de Walter Benjamin.
El segundo rasgo característico del “capitalismo como religión” se encuentra en la permanencia y tenacidad de la celebración del culto. Verdaderamente sans reve et sans merci, no hay un día, ni una hora, ni un minuto de descanso, en el cual los creyentes puedan liberarse de la angustia y de la preocupación. Si son pobres, sufren la presión de tener que venderse como mercancía para asegurar el pan, el sometimiento ciego a la ley del valor, la obligación de cumplir incondicionalmente los contratos y de pagar las deudas, incluso con sangre si fuera necesario. En el otro extremo de la escala social, aquellos feligreses que tienen algo más que el propio cuero para perder están análogamente sometidos a la extrema tensión de acrecentar la riqueza, de superar al otro, de triunfar, de descollar. Unos y otros sufren la providencia del mercado, que promete redención a través del sacrificio siempre renovable, y que exige la sumisión total de los cuerpos, la represión de sus necesidades, la postergación del goce.
Un tercer rasgo, relacionado con la preeminencia de su aspecto “cultual” y con su carácter permanente e ininterrumpido, es el desarrollo de un sentido de la deuda/culpa que deviene el nervio de todo el sistema. A partir de la idea del interés acumulable al infinito, toda actividad que se aparte del motivo fundamental de acrecentar la ganancia, es vivida como pérdida infinita, y por lo tanto, como deuda correlativamente impagable, que genera culpa. Pues: “una situación que carece tan absolutamente de salida es culpabilizante” (169).
Hinkelammert relaciona este rasgo con la transformación, a partir de la ortodoxia cristiana, de la teología de la deuda. Mientras en el cristianismo de los primeros tiempos, las deudas con Dios no se pagan, sino que son perdonadas a condición de perdonar a los propios deudores, a partir de Tertuliano (siglo III), y sobre todo de Anselmo de Canterbury (siglo XIII), las deudas deben pagarse, al tiempo que resultan infinitamente renovables e impagables. Dios mismo envía a su Hijo para que pague con su sangre las deudas humanas, que no por ello resultan eliminadas incondiconalmente. El sacrificio de Cristo sólo redime a aquellos que aceptan la ley, y cumplen con su obediencia eternamente. Quienes no aceptan la ley de Cristo, particularmente los judíos, no son liberados de la deuda: son deudores y culpables, conforme a lo que Benjamin llama “la ambivalencia demoníaca” de la palabra Schuld” (168), que en alemán significa al mismo tiempo culpa y deuda. Con ello sugiere la inseparabilidad, dentro del sistema de la religión capitalista, entre culpabilidad mítica y deuda económica.
El capitalismo transforma la culpabilidad de la ortodoxia cristiana en universal y la seculariza. Todos son culpables: los pobres porque han fracasado, están endeudados y su deuda los condena. Y también los ricos, pues una mala inversión, que siempre es posible, multiplica al infinito las pérdidas ocasionadas, acrecentando al mismo tiempo la deuda y la culpa. Pues no maximizar las ganancias es perjudicar el interés general: es, por tanto, una especie de asesinato, que produce culpa, preocupación y stress. En el acrecentamiento interminable de la deuda-culpa, Dios mismo está implicado, puesto que todo ese daño, ocasionado, no es sino “su voluntad”[14], o mejor aún, la de su equivalente en la religión capitalista: el mercado, nueva divinidad de la cual se espera que se haga su voluntad.
El culto capitalista no contempla la posibilidad de expiación de la culpa ni del perdón de la deuda, sino que acrecienta a ambas incesantemente, hasta arrastrar al universo entero en un “torbellino colosal”, que deposita la posible salvación en una especie de conflagración final de desesperación y destrucción[15]. En ese despedazamiento del ser –y no en su reforma- Dios queda comprendido en el destino humano. Es el momento del superhombre nietzscheano, en el que Benjamin encuentra un símbolo de la religiosidad capitalista, que deposita en el amor a lo dado (amor fati), en la ausencia de toda esperanza de transformación, en la aceptación de la fatalidad del mercado (y su destino de condenación) el signo de una ética superior[16].
Una ética que no es otra que la propia del mercado, del acrecentamiento constante de ganancias como mandato imposible de satisfacer. Por eso Benjamin concluye: “La trascendencia de Dios se ha derrumbado. Pero Dios no está muerto, está comprendido en el destino humano” (167). El Dios que se hizo humano, en el marco del capitalismo como religión, toma la forma de la institución mercado, expresión de las relaciones mercantiles en tanto relaciones abstractas entre hombres despojados de sus cualidades concretas, de sujetos vivientes, y considerados bajo el punto de vista del intercambio entre propietarios de mercancías.
Lo dicho confluye en el señalamiento de un cuarto rasgo del capitalismo como religión: su dios tiene que ser ocultado. Se trata de una “divinidad inmadura” (168), que no puede ser develada sin lesionar un secreto avergonzante: Dios ha bajado al cielo y se ha objetivado en la dimensión mercantil (abstracta) de las propias relaciones humanas; en consecuencia, el poder del mercado, de tal forma sacralizado, ha desplazado y vencido las formas tradicionales de divinidad y religiosidad.
Desarrollado parasitariamente dentro del cristianismo, el capitalismo se alimentó de su sustancia hasta vaciarla completamente y quedarse con la cáscara vacía de una forma secular y universal de espiritualidad idolátrica y sacrificial.
Ahora bien, cuando Benjamin afirma “el cristianismo no sólo favoreció en tiempo de la Reforma el surgimiento del capitalismo, sino que se transformó en el capitalismo”[17], Hinkelammert asiente, pero introduce una precisión: es la Modernidad, con la ambivalencia de sus impulsos de emancipación y opresión, el producto del Cristianismo transformado; el capitalismo, en cambio, y en especial la forma de acumulación que llamamos “globalización”, en tanto formulación particularmente depredadora y deshumanizante de la Modernidad, es ortodoxia transformada[18].
Hinkelammert reconoce la misma relación de continuidad. Pero su apreciación permite introducir matices interesantes en la analogía de Benjamin. Es la Modernidad la matriz resultante del desarrollo histórico de las consecuencias implícitas del acontecimiento fundacional de Cristianismo, que incluye un conjunto vasto y heterogéneo de prácticas y discursos, de relatos y utopías. Pero toda esa complejidad se organiza en torno de un principio sintético, a saber, que Dios se hizo hombre. En torno de este criterio se delimita el marco mítico y se desarrollan las dicotomías categoriales que organizarán la comprensión de la realidad en la sociedad moderna.
Así como el Cristianismo posee una dualidad constitutiva, también la Modernidad que resulta de su transformación (asimilación-secularización) contiene dos polos que se enfrentan constantemente en una lucha a muerte: del primero han surgido todas las ideologías libertarias que reivindican el cuerpo real; del otro han surgido todas las ideologías de la dominación de la Modernidad.
La Modernidad está gobernada por el principio del hombre como criterio divino, pero está desgarrada por el dualismo de dos tipos de “hombre”. Por eso hay dos clases de humanismo, que han dividido a la humanidad a lo largo de la historia. De un lado está el humanismo concreto, en el que coinciden Marx y Monseñor Romero, para citar dos ejemplos que, en conjunto, muestran la irrelevancia de la profesión de una fe en este asunto. En las filas del humanismo abstracto militan Popper y Hayak, pero también el ateísmo cientificista de la Unión Soviética y la teología de la sumisión de Ratzinger.
El capitalismo, como sistema que “sólo sabe desarrollar la técnica y la combinación del proceso social de producción, socavando al mismo tiempo las dos fuentes originales de toda riqueza: la tierra y el trabajador”[19], representa el extremo fundamentalista del abanico de sociedades posibles, contenidas en la matriz moderna.
Lo mismo y su otro: sobre el humanismo (concreto y abstracto)
El Cristianismo asume una tradición judía anterior y la universaliza como válida para todos los seres humanos[20]. En torno de esta idea se recanaliza la herencia greco-romana hacia una dirección nueva, toda ella improntada por la instalación del hombre en el centro del universo y de la historia. El Renacimiento es el momento estelar en que se condensa como cosmovisión este descenso del mundo de los dioses a la tierra y, correlativamente, la asunción, por parte de los hombres, de un destino divino. A partir de entonces están dadas las condiciones de posibilidad para el desarrollo de la Modernidad, como forma de racionalidad en la que el hombre descubriría en sí mismo la dimensión de lo divino, dimensión esta que no sino la afirmación de la dignidad humana en un sentido universal.
Pablo de Tarso había dicho: “En Cristo no hay ni judío ni griego, ni hombre ni mujer, ni amo ni esclavo”. En esa frase estaba contenida ya, en una forma elemental y dentro de un envase religioso, el reconocimiento de la igualdad humana como exigencia ética, que impulsaría todos los movimientos emancipatorios de los siglos XIX y XX.
No hay ruptura radical, por tanto, entre Cristianismo y Modernidad. Visto desde la perspectiva de la historia posterior, el Cristianismo contenía, paradójicamente, un impulso a la secularización, pues su horizonte germinal de universalidad llevaba a romper los moldes limitados de una fe particular. Portador de una tendencia que contradecía su carácter religioso, el cristianismo estaba orientado a cristalizar en un humanismo de alcance ecuménico, entendiendo por tal la humanidad en su conjunto, incluidos los ateos (puesto que Dios no se hizo cristiano, sino hombre sin más).
Dos son los mecanismos fundamentales que descubre Hinkelammert en el proceso que conduce desde al Cristianismo a la Modernidad y en cada uno de los momentos de ese desarrollo: transformación e inversión. Por una parte, transformación de un acontecimiento axial, que se desarrolla hasta reformularse en un marco categorial nuevo, rompe su inicial envoltorio religioso, eclosiona en el Renacimiento y despliega todas sus potencialidades bajo las formas secularizadas del pensamiento moderno. Por otra parte, inversión, resultante del desplazamiento entre los dos polos que están contenidos como posibilidades en la estructura general de la matriz del pensamiento esbozada primero en el Cristianismo y asimilada-transformada en el Renacimiento; en la oscilación entre ambos polos se juegan las distintas configuraciones de la Modernidad.
Hemos reparado ya en la transformación (secularización) que sufre Prometeo en el tránsito a la Modernidad. También podemos ver cómo opera el mecanismo de inversión en las variaciones del mismo mito. Devenido hombre en el Renacimiento, Prometeo transforma la historia humana en una escalera que une la tierra con el cielo, al final del cual se alcanza la plena identificación del hombre y Dios. Es el motor que empuja la idea de progreso, el gran mito profano que preside la racionalidad moderna, orientando toda la actividad en dirección a metas pensadas en términos de sociedades perfectas, como ámbitos efectivos (empíricos) de plenitud humana. Por este camino Prometeo representa el mandato del universalismo del ser humano, que se realiza como individualismo liberal. Podemos trasponer en este contexto la afirmación de Pablo, y decir con él: en el mercado somos todos iguales: “no hay ni judío ni griego, ni hombre ni mujer, ni amo ni esclavo”. Es el universalismo de la igualdad abstracta, un universalismo que sacraliza el contrato y el mercado, como espacios donde los hombres, reducidos a meros propietarios privados, intercambian mercancías equivalentes. Allí reina el imperio de la ley (la ley del valor, claro está), frente a la cual el sujeto está aplastado.
En el polo opuesto se encuentra el Prometeo de Marx y su radical y escandalosa sentencia de levantarse “en contra de todos los dioses del cielo y de la tierra que no reconocen al ser humano consciente de sí mismo como la divinidad suprema. Al lado de ella no habrá otro Dios”[21]. He aquí a un Prometeo ciertamente diferente, un hombre que, reconociendo su carácter divino y otorgando a ese carácter una dimensión universal, formula un imperativo categórico muy particular: “echar por tierra todas las relaciones en que el hombre sea humillado, sojuzgado, abandonado y despreciable”[22]. También en estas palabras resuena el universalismo cristiano expresado en las palabras de Pablo, pero es evidente que su significación es radicalmente diferente del universalismo abstracto del mercado. El hombre universal no es, en este caso, el individuo, menos aún el individuo propietario, sino el sujeto humano concebido como sujeto corporal, natural, vulnerable, necesitado de los otros y de la naturaleza.
Esto nos lleva a una reflexión en torno del humanismo. Que “Dios se haya hecho humano” y que en torno de este acontecimiento se organice el marco mítico-categorial de la Modernidad es algo que posee un significado ambiguo. Por un lado, significa la posibilidad de humanización de la vida humana en un sentido universal. Pero, por otro, revela también un hecho sugestivo: en el seno de la Modernidad, las peores atrocidades cometidas contra seres humanos se hicieron y justificaron (y se hacen y justifican hoy mismo) en nombre de la humanidad. En consecuencia, la exigencia de recuperar la dimensión de dignidad de la vida humana como condición para construir “otro mundo posible”, no puede afrontarse sin realizar previamente una crítica radical del humanismo, en nombre del cual afirmamos el derecho de todos y todas (incluida la naturaleza) a reproducir su vida, pero también se han legitimado todos los totalitarismos.
Esto no es algo nuevo, a lo que no estemos habituados. Sabemos que la apelación al humanismo, a la necesidad de intervención con fines humanitarios, es una justificación remanida, utilizada para declarar la guerra sin límites. No hay ninguna conquista moderna que no se haya hecho en nombre de los derechos humanos, para salvar vidas humanas, para evitar mayores sacrificios humanos. Hoy como ayer la ideología del mercado total apela a esa fuerza poderosa del humanismo abstracto cuando promete que lo humano florecerá a condición de someternos ciegamente a los dictámenes de una institución perfecta, por cuya intervención mesiánica se realizará automáticamente el interés general.
“Estamos enfrentados con un mundo de deshumanización de lo humano. Pero esta deshumanización se presenta a sí misma como servicio al ser humano”, nos dice Hinkelammert[23].
La Modernidad como conjunto heterogéneo de prácticas y discursos, en tanto lleva la impronta del devenir humano de lo divino, está penetrada en todos sus poros por el humanismo. Esta ubicuidad de la categoría de lo humano en la Modernidad, no implica una ética en particular, aunque es una traza presente en todas las éticas modernas. Es el índice de que ha surgido un mundo en el cual lo inhumano sólo puede hacerse presente en nombre de lo humano, el odio en nombre del amor, el sacrificio en nombre de la verdad, y la muerte en nombre de la vida.
El problema radica, por tanto, en qué humanismo se reivindica, en qué tipo de “hombre” es el que se afirma en él. La Modernidad es toda ella, de cabo a rabo, humanismo, pero este se desdobla en dos caras: humanismo concreto y humanismo abstracto, y es necesario saber cuál es el que se reivindica en cada caso.
Si el hombre en cuyo nombre se reclaman derechos humanos es el hombre abstracto, el humanismo invocado es sólo una máscara que esconde la sacralización de alguna mediación institucional o legal abstracta, que, librada a su propia dinámica, aplasta al sujeto real. La negación de lo humano se trasforma en ilusión de lo humano, y la violencia en verdadero servicio a la humanidad. Si, en cambio, se trata del humanismo del ser humano concreto, es posible que se ponga en marcha un proceso de liberación, como ocurrió antaño con todos los movimientos emancipatorios que tuvieron lugar en el siglo XIX, que, en nombre de seres humanos concretos, corporales, de necesidades, impulsaron la emancipación de los esclavos, las mujeres, los obreros, etc.
Pero es necesario entender que el humanismo concreto, que hoy necesitamos recuperar, tiene una tendencia intrínseca a desdoblarse en su opuesto, a derrapar en humanismo abstracto y a transformarse en un imperativo categórico de la violencia. Esa transformación, que acecha a todo humanismo concreto como su otro dialéctico, es su Termidor[24]. Para evitar que el humanismo despliegue esa tendencia termidoriana, se debe ejercer una vigilancia crítica sobre él, que no sólo atañe a sus metas sino también a los medios a los que se está dispuesto a recurrir para alcanzar la emancipación. No sólo ciertos fines están excluidos, también ciertos medios deben ser descartados de plano, porque estos no son indiferentes a los fines. El recurso de la violencia como medio, salvo su uso extraordinariamente excepcional, acotado y sometido a crítica, no puede conducir a la emancipación, porque desencadena guerras totales y destruye el principio de la ética del sujeto: “yo soy, si tu eres”.
Conclusión
Decíamos al comienzo que sujeto y ley son los polos entre los cuales se debate el decurso histórico. En su actual formulación, tensan también el presente.
El sujeto. De una parte, la afirmación de lo humano como una dimensión que supone el reconocimiento de la dignidad de todos y todas, y que abre el horizonte de la humanización de la vida humana, como una posibilidad que nos merecemos y que podemos realizar si nos lo proponemos. Una posibilidad contenida ya en la convicción de Pablo acerca de que las diferencias sociales históricamente construidas (amo/esclavo, por ejemplo) no son legítimas de por sí, como si fueran naturales, y que aquellas que no brotan de la historia y son en cierta forma “naturales” (como las sexuales: hombre/mujer) no deben trasladarse al plano social en términos de subordinación.
La ley. De otra parte, esa afirmación de lo humano se invierte en su contrario: es el poder mundial imperial, que en nombre de los derechos humanos realiza “intervenciones humanitarias”, como resultado de las cuales son aniquilados miles de seres humanos. Este poder político y militar es el instrumento que necesita el mercado, como poder económico mundial, para hacer valer sus intereses y aniquilar todas las resistencias que surjan en todos los rincones del planeta [25].
Tanto la sacralización del mercado global, presentado como horizonte de plenitud humana, como el asalto al poder mundial, que tienen lugar en nuestros días, son estrategias que arraigan en el mito de Prometeo, claro que en una formulación completamente represiva, de sometimiento del sujeto humano a la ley, radicalmente anti-emancipatoria. La posición del sujeto, como capacidad de discernimiento frente a la ley, se ha invertido en su contrario, esto es, en subordinación a la ley que exige el pago de las deudas y el cumplimiento de los contratos. Toda una jaula de hierro, como le gustaba metaforizar a Weber, aprisiona al sujeto y lo amenaza con su aplastamiento total.
Pero el sujeto es, precisamente, ese impulso emancipatorio que difícilmente pueda acallarse totalmente; es el pie fuera de la jaula, de donde puede surgir lo inesperado, el Mesías de Walter Benjamín: la resistencia, la rebelión, el grito de libertad que rompa los grillos que nos amarran en la actualidad.
Transformación del Cristianismo en Modernidad, persistencia de la polaridad sujeto/ley a lo largo de todo el proceso histórico, y posibilidad siempre abierta de invertir la posición del sujeto en su contrario, pero también de recuperar la vida humana como criterio de verdad y racionalidad, son los núcleos teóricos de la concepción de Hinkelammert de la historia, del humanismo y de la Modernidad.
Bibliografía citada:
ESQUILO. Prometeo encadenado. Buenos Aires, Longseller, 2001.
HINKELAMMERT, Franz J. Las armas ideológicas de la muerte. El discernimiento de los fetiches: capitalismo y cristianismo. San José, EDUCA, 1977, 253 p.
-------- Cultura de la esperanza y sociedad sin exclusión. San José, DEI, 1995, 387 p.
-------- El grito del sujeto. Del teatro-mundo del evangelio de Juan al perro-mundo de la globalización. 2 ed., San José, Costa Rica, DEI, 1998, 289 p.
-------- “La crisis de poder de las burocracias privadas: el socavamiento de los derechos humanos en la globalización actual”. En: Revista de Filosofía, N° 40, Universidad del Zulia, Maracaibo, enero–abril de 2002.
-------- El retorno del sujeto reprimido. Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 2002, 370 p.
-------- Crítica de la razón utópica. 2 ed., Bilbao, Desclée de Brouwer y Junta de Andalucía, 2002, 390 p.
-------- Hacia una crítica de la razón mítica. El laberinto de la modernidad. Materiales para la discusión. San José, Arlekin, 2007, 290 p.
-------- “Humanismo y violencia”, en Polis. Revista Académica, Nº 18: Identidad latinoamericana, Universidad Bolivariana, Santiago, 2008; edición digital: http://www.revistapolis.cl/polis%20final/18/huma.htm.
KANT, Inmanuel. Crítica de la razón pura. México, Porrúa, 1977, 377 p.
LÖWY, Michael. “Le capitalisme comme religion: Walter Benjamin et Max Weber”, en Raison politique, septiembre de 2006. http://www.europe-solidaire.org/spip.php?article4097.
MARX, Kart. El capital. Crítica de la Economía Política. 2 ed., Fondo de Cultura Económica, México, 1986, tomo I.
Notas:
[1] Cfr. Franz Joseph Hinkelammert, El grito del sujeto. Del teatro-mundo del evangelio de Juan al perro-mundo de la globalización, 2 ed., San José, Costa Rica, DEI, 1998; y El retorno del sujeto reprimido, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 2002.
[2] Cfr. F. Hinkelammert, Hacia una crítica de la razón mítica. El laberinto de la modernidad. Materiales para la discusión, San José, Arlekin, 2007.
[3] Sobre este tema, cfr. Karl Marx, El capital. Crítica de la Economía Política, 2 ed., Fondo de Cultura Económica, México, 1986, tomo I, 36-47; Franz J. Hinkelammert, Las armas ideológicas de la muerte. El discernimiento de los fetiches: capitalismo y cristianismo, EDUCA, San José, 1977, 9-64.
[4] Curiosamente, se habla de objetivos posibles “en principio”, expresión que, mirada atentamente, significa: “haciendo abstracción de la muerte”, opacando la condición contingente del ser humano. “Posible en principio” significa entonces “imposible” para nosotros (posibles tal vez para los dioses). Por eso se trata siempre de metas pensadas en términos de instituciones perfectas, no apropiadas para seres imperfectos, finitos, mortales. Y justamente, por ser pensadas en términos de perfección, son convertidas en verdaderos ídolos, a los que se ofrece la vida humana en sacrificio.; cfr. F. J. Hinkelammert, “El cautiverio de la utopía: las utopías conservadoras del capitalismo actual, el neoliberalismo y el espacio para las alternativas”, en Cultura de la esperanza y sociedad sin exclusión, San José, DEI, 1995, 206 y ss.
[5] Hinkelammert advierte sobre la imposibilidad de derrotar a los monstruos, sin agrandarlos y exacerbar las posiciones maniqueas, que alimentan la violencia sacralizada contra el otro. Lo razonable y lo conveniente es “desinflarlos”, disolverlos. Al respecto, cfr. “La inversión de los derechos humanos por medio de la construcción de monstruos”, en Hacia una crítica de la razón mítica. El laberinto de la modernidad. Materiales para la discusión, Ed. Cit., 246 y ss.
[6] Cfr. I. Kant, Crítica de la razón pura, México, Porrúa, 1977, 168-174; y F. J. Hinkelammert, Crítica de la razón utópica, 2 ed., Bilbao, Desclée de Brouwer y Junta de Andalucía, 2002.
[7] Esquilo, Prometeo encadenado, Buenos Aires, Longseller, 2001.
[8] K. Marx, “Prólogo”, en Tesis doctoral. Diferencia entre la filosofía de la materia de Demócrito y Epicuro (1941), México, Premiá, 1987. En alemán: en Marx y Engels, Werke, Ergänzungsband, Erster Teil, 1841, 262; cit. por F. Hinkelammert, Hacia una crítica de la razón mítica. El laberinto de la modernidad: Materiales para la discusión, Ed. Cit., 18.
[9] Mientras la ética de Kant es una ética del cumplimiento de leyes universales y abstractas, y su imperativo categórico siempre define el acto ético como un acto de cumplimiento de normas universales, por encima de la vida humana misma (fiat iustitia, pereat mundo); Marx desarrolla una ética del sujeto corporal y necesitado, y su imperativo categórico coloca al ser humano como sujeto concreto en el centro de toda la historia, como criterio de verdad y de discernimiento de todas las leyes e instituciones. Cfr. F. Hinkelammert, Op. Cit., 49-66.
[10] K. Marx, Introducción a la crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel (1843), cit. por F. Hinkelammert, Op. Cit., 22.
[11] El dogma de la resurrección de la carne le impide a la ortodoxia retornar a la oposición inicial “cuerpo/alma”, tal como estaba presente en el pensamiento griego o en algunas corrientes gnósticas medievales, como los cátaros del siglo XIII. Para dar un sentido negativo a la dimensión corporal humana, que justifique la sujeción a la ley, la ortodoxia se ve obligada a transformar el concepto de “carne”. Surge entonces el concepto de una forma corporal sin apetitos, un cuerpo abstracto, incorruptible, ascético, obediente a la ley y dominado por el alma, que es opuesto al cuerpo real, corruptible, rebelde, demoníaco, que ataca al alma con sus exigencias inhumanas. Esa suplantación del primer par antinómico cuerpo/alma por el nuevo “cuerpo/carne” o “cuerpo concreto/cuerpo abstracto”, prepara el advenimiento de la concepción moderna del sujeto (cogito) y de la ley (del valor); cfr. F. Hinkelammert, clases dictadas en la Universidad Bolivariana, Santiago, Chile, abril de 2007.-
[12] W. Benjamin, “El capitalismo como religión” (1921), cit. en F. J. Hinkelammert, Hacia una crítica de la razón mítica. El laberinto de la modernidad. Materiales para la discusión, en prensa, San José, 2007, p. 166-169. Hinkelammert reproduce la publicación de la Revista El Porteño (Buenos Aires, noviembre de 1990), que es, al parecer, la primera edición del texto en castellano. El original se encuentra en: W. Benjamín, Gesammelte Schriften, Suhrkampn Verlag, Frankfurt, 1972-1985, 6 Bands, Vol. 6, 100-103. En el presente trabajo, citamos la versión del texto de Benjamin que reproduce Hinkelammert.
[13] Michael Löwy, “Le capitalisme comme religion: Walter Benjamin et Max Weber”, en Raison politique, septiembre de 2006. Hemos consultado el texto publicado en Internet: http://www.europe-solidaire.org/spip.php?article4097.
[14] “Una culpabilidad monumental que no se sabe expiar echa mano del culto, no para expiar en él la culpa, sino para hacerla universal, meterla a la fuerza en la conciencia y, por último y sobre todo, abarcar a Dios mismo en esa culpa para interesarle a Él, al final, en la expiación”; W. Benjamin, “El capitalismo como religión”, en F. J. Hinkelammert, Op. Cit., 167.
[15] “Es parte de la esencia de este movimiento religioso, que es el capitalismo, el resistir hasta el final, hasta la obtención de un estado mundial de desesperación por el que precisamente se espera. En eso consiste lo inaudito del capitalismo, que la reiligón no es ya reforma del ser, sino su despedazamiento. La expansión de la desesperación a estado religioso mundial del cual ha de esperarse la redención”; Ibidem.
[16] Benjamin dice: “El tipo de pensamiento religioso capitalista se encuentra extraordinariamente expresado en la filosofía de Nietzsche. La idea del superhombre pone el salto apocalíptico no en la conversión, expiación, purificación, penitencia, sino en el acrecentamiento aparentemente permanente […]. El superhombre es el hombre histórico conseguido sin conversión, que ha crecido tanto que sobrepasa ya la bóveda celeste” (168). Aunque Löwy reconoce que esta crítica a Nietzsche permanece a sus ojos demasiado misteriosa, sugiere la siguiente interpretación: para Benjamin, el superhombre, lejos de ser un adversario de la espiritualidad capitalista, que pone en cuestión la culpabilidad y la desesperación de los seres humanos caídos en desgracia y arrojados fuera del circuito natural de la vida, a consecuencia del libre juego de la oferta y la demanda, los abandona a su suerte. También Benjamin critica a Marx, cuya teoría, que aún no conoce profundamente, es interpretada como expresión de una confianza mecanicista en el desarrollo del socialismo en continuidad con el capitalismo: “Y en forma parecida, Marx: el capitalismo incorregible se volverà, con intereses e intereses de intereses […] socialismo” (168). En ninguno de ambos casos (Nietzsche y Marx) habría “conversión” (Umkehr), ruptura, quiebre del pretendido destino ineluctable del capitalismo, interrupción mesiánica de la historia, o cualquiera de sus términos asociados: metanoia, expiación, purificación, revolución. Löwy recuerda que, con respecto a Marx, la opinión de Benjamin cambiaría rotundamente a partir de la lectura de öGeorges Lukacs, en 1924. Cfr. M. Lowy, Op. Cit.
[17] W. Benjamin, Op. Cit., 169.
[18] Para Hinkelammert no sólo el capitalismo es ortodoxia cristiana transformada, “también la ciencia empírica” lo es: “Hay que buscar en la línea de la cadena infinita de causalidad, pero sabiendo, que es conditio humana no poder terminarla. Por tanto, bajo la conditio humana, la realidad es impregnada por la casualidad, no por la causalidad. La causalidad como principio es una abstracción de la conditio humana, la contingencia y la muerte. No se puede saber lo que ve el ojo de Dios y no se puede saber si la naturaleza es dominada por una cadena infinita de causalidades. Pretender saberlo, es metafísica ilícita. Aunque sea inevitable esta construcción para lograr una visión coherente del mundo empírico. Se lo hace mediante un mito, que es el mito del principio de causalidad […]. Por eso, las ciencias empíricas son la teología de la modernidad, por tanto, también la teología del capitalismo. Walter Benjamin se equivoca cuando sostiene que el capitalismo es religión sin teología y dogma. [Las ciencias] llevan adentro el dios metafísico de la Edad Media, como el capitalismo lleva adentro el dios como dinero. El culto del capitalismo ser dirige al dios dinero y tiene como teología las ciencias empíricas. Pero esconde tanto a su dios como a su teología. Como el capitalismo es cristianismo transformado, también lo son las ciencias empríricas”; F. J. Hinkelammert, Op. Cit., 207.
[19] K. Marx, El capital, I, Ed. Cit., 423-424.
[20] Esa tradición se basa en el reconocimiento de la dignidad del ser humano en tanto sujeto vivo y corporal, que supone como corolario la idea de la legitimidad de la crítica a la ley y la autoridad despóticas. En la cultura judía antigua se trata de una creencia mantenida dentro de los límites del pueblo judío. Cfr. F. J. Hinkelammert, “La rebelión en la tierra y la rebelión en el cielo”, en El retorno del sujeto reprimido, Ed. Cit., 293-316.
[21] K. Marx, “Prólogo” de su tesis doctoral (1841), cit. por F. J. Hinkelammert, Op. Cit., 18.
[22] K. Marx, Introducción a la crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel; cit. por F. Hinkelammert, Op. Cit., 22.
[23] F. Hinkelammert, “Humanismo y violencia”, en Polis. Revista Académica, Nº 18: Identidad latinoamericana, Universidad Bolivariana, Santiago, 2008; edición digital: http://www.revistapolis.cl/polis%20final/18/huma.htm, 1.
[24] Hinkelammert nos recuerda que Marx usó el término para referirse a la transformación de la revolución francesa en el bonapartismo. Cfr. Op. Cit., 5.
[25] “El mercado total no puede sostenerse sin constituir un sistema político y militar totalitario que lo sustente”; F. J. Hinkelammert, “La crisis de poder de las burocracias privadas: el socavamiento de los derechos humanos en la globalización actual”, en Revista de Filosofía, N° 40, Universidad del Zulia, Maracaibo, enero–abril de 2002, 33.