¿Del Capital a lo Etico-Religioso? Si la formulación aparece
extraña, o extemporánea, no lo es menos que el mundo de hoy. El modo -no importa cuáles fueran
sus contenidos- de lo ético-religioso pudo alguna vez, con cierto grado de evolucionismo no siempre
ingenuo, aparecérsenos “superado” en la era del Capital. Incluso el Manifiesto Comunista (es
decir, presuntamente, anti-capitalista ) celebraba la “disolución en el aire” de las ilusiones y las
fantasmagorías ético-religiosas a manos de la materialidad pura y dura que el Capital había
puesto en la primera plana. Esa confianza se deslizó, inevitablemente, hacia el acantonamiento de la
religión en la mera funcionalidad (un tanto anacrónica, incluso, pero ya sabemos: la
“superestructura” tiene tiempos más lentos, inercias más silenciosas) del “opio de los pueblos”. Es
cierto: Marx era lo suficientemente inteligente como para no reducir de modo unilateral una
cosa a la otra –finalmente, allí donde hay todavía la necesidad de un paliativo para el dolor,
aunque se lo considere un engañoso “placebo”, es porque hay un dolor-. Pero, convengamos: en
el fondo, cierta rémora de la herencia iluminista, combinada con el positivismo del siglo XIX,
siempre mantuvo su condicionada eficacia, incluso en el mismísimo Marx (que no era , contra lo que a
veces se dice interesadamente, “esencialmente” iluminista ni positivista). Pero las cosas, como de
costumbre, no resultaron tan sencillas. La religión –o mejor, para ir adelantando una variante:
lo religioso- manejó sus “tiempos” y sus “inercias” no sólo con parsimonia, sino con admirable
astucia. Y hasta con la anfibología ideológico-política que es propia de un dispositivo con
suficiente historia como para haber sido, él también, un campo de batalla a menudo indecidible
en los puros términos de sus contenidos previos : si por un lado pudo seguir actuando como “opio de
los pueblos” en tanto placebo , por otro pudo privilegiar el lado del reconocimiento del dolor
y “saltar el mostrador” en un gesto que postulaba las “teologías de la liberación”.
Hoy estamos,
como se dice, en otra cosa , sin que esas dos cosas (admitidamente esquematizadas) hayan
desaparecido del todo. Cuál es esa “otra cosa”, intentaremos interrogarlo más abajo. Por ahora, la
pregunta es ¿por qué ocuparse del tema? No hay, claro, respuesta unívoca o certeza, aunque
quisiéramos ir un poco más allá del viejo chiste, casualmente referido a un Papa, que defendía
el simple Perche mi piace . “Un poco más allá” no significa, en principio, mucho más allá de
la primera plana de los diarios, y de lo que pueda desprenderse de ellas para un pensamiento de los
llamados “críticos”. Es obvio: la política –y esa su “continuación por otros medios”, la guerra-,
hoy, es estrictamente inseparable de la religión. Y la sospecha, entonces, es casi
irresistible: pero, ¿no lo habrá sido, de una u otra manera, siempre ? ¿no habremos caído víctimas
de la misma ilusión occidental (con alcances, lo acabamos de ver, en el propio pensamiento marxista
) de una exitosa “forclusión” de lo religioso? ¿no terminaremos por darnos cuenta ahora ,
retroactivamente, de que eso fue especialmente cierto para la política tan “laica” del siglo
XX? ¿tendremos que terminar dándole la razón al “incorrecto” Carl Schmitt, para quien había una
homología estructural entre lo teológico y lo político? ¿La tendrán, más simpáticamente,
Horkheimer y Adorno cuando ironizan sobre la omnipotencia de una modernidad que creyó poder eliminar
el mythos de su logos? ¿La tendrá René Girard cuando hace depender la cultura misma de un
constitutivo ritual de sacrificio que está en el origen lógico de lo religioso? ¿La tendrá
Walter Burkert cuando, en una vena similar, ubica lo religioso-cultural en contigüidad estrecha con
la práctica violenta de la cacería? ¿La tendrá Pierre Clastres, cuando ve en la religión de la
violencia de las “sociedades primitivas” un impulso “anarquista” para evitar la opresión
estatal? ¿La tendrá, para nombrar al mayor de todos ellos, Sigmund Freud, al ubicar el nudo
originario de lo religioso y la Ley en el asesinato primordial del Padre? ¿La tendrán todos
ellos, coincidiendo más allá de sus enormes diferencias en el vínculo inextricable entre religión y
violencia, del cual ahora estamos presenciando el retorno “desde lo reprimido”?
Nada de esto
minimizaría, desde ya, los “determinantes en última instancia” por detrás de, por ejemplo, las
guerras llamadas “religiosas”. Pero, ¿y si hubiera en lo político –por lo tanto en el zoon politikón
, en la “humanidad” como tal, en la propia generación del “lazo social”, de esa comunidad que los
griegos, tan significativamente, identificaban con la “asamblea”, con la ekklesia – una dimensión
constitutivamente arcaica , y por lo tanto inseparable de ese terror religioso de los orígenes
del que nos hablan ciertas antropologías o historias de la religión? ¿y si ante la crisis
actual de la política –suponemos que no hay que argumentar demasiado sobre esta comprobación-
estuviéramos, por así decir, frente al retorno de ese terror primigenio, que nos obligara a
reconsiderar crítica y dialécticamente nuestro “laicismo” (no en el sentido de la fe o la creencia
“subjetiva” de cada cual –y que la religión sea subjetiva es por supuesto todo un debate,
producto exclusivo de la modernidad occidental-, sino en el sentido de la Weltangschauung
dominante)?
No seremos los primeros ni los últimos en hacer estas preguntas. Tampoco en aclarar
que en el resto de este texto no se encontrarán las respuestas, sino más preguntas sobre estas
preguntas. Y eso no porque nos complazcamos en ninguna ética –o estética- de la incertidumbre. Sino
porque un replanteamiento de las desventuras del pensamiento “crítico”, hoy, demanda un talante ante
todo interrogativo -sin que eso nos impida en modo alguno ciertas aserciones, a veces
fuertes-.
1.-
De un lado, está lo que István Meszarós ha llamado el proceso
sociometabólico del Capital (y no solamente del capitalismo , puesto que la lógica de
ese proceso puede anteceder tanto como sobrevivir a los regímenes sociopolíticos que se
identifican con ella): un proceso que incluía a los denominados “socialismos realmente existentes”,
y que por supuesto va mucho más allá de la economía, para colonizar el entero “mundo de la vida”
hasta en sus rincones más íntimos, bajo la lógica matricial del fetichismo de la mercancía,
esa verdadera metafísica del Capital.
Ese proceso sociometabólico ha entrado en su fase de
crisis terminal . Este, como se verá, no es un enunciado irresponsablemente optimista –ni, mucho
menos, pesimista-. Es sencillamente la constatación de que aquel proceso sociometabólico ha llegado
a su límite . Y lo ha hecho sin que todavía se haya logrado articular –tanto en términos teóricos
como de praxis social-histórica y político-cultural- un modelo contrahegemónico viable de
sustitución del lazo social articulado en los últimos 500 años sobre la base de la “religión
de la mercancía”. De esa religión que, aunque “weberianamente” se pueda pensar que tuvo su propia
condición de emergencia “espiritual” en alguno –o en todos, cada cual a su manera- de los grandes
monoteísmos universales, es la religión que en toda la historia ha calado más hondo en el
funcionamiento “objetivo”, inconsciente , de todas y cada una de las prácticas humanas. Esa es
la radical diferencia específica de la religión del Capital respecto de cualquier otra: que,
como diría Foucault del poder (¿y de qué otra cosa estamos hablando?) no se limita a impedir, a
reprimir, a encuadrar o a dominar a los sujetos: los produce , de manera homóloga a cómo Adorno y
Horkheimer, en las páginas célebres de “La Industria Cultural” –un concepto que para ellos, como el
de plusvalía o fetichismo para Marx, tenía un alcance filosófico, incluso ontológico ,
descomunal- teorizan los modos en los que la racionalidad instrumental no sólo crea “objetos”,
sino sujetos para esos objetos.
Es una religión, pues, para la que no hay, no puede haber,
porque su lógica intrínseca ni siquiera contempla la posibilidad, ateísmos, agnosticismos, herejías,
debates de secta: todas esas cosas están, por definición, dentro del templo, porque no se
trata en ella de la fe o la creencia –o de la falta de ellas-, sino de eso que ahora se llama
el biopoder : sucintamente, la organización misma de la vida –y de la muerte- humana bajo el
sociometabolismo del Capital, y para la que se dice que “no hay alternativa”(¿se puede pedir mayor
fundamentalismo que este?). Y es una religión que ya no apela, siquiera, a la persuasión o el
consenso ideológicamente construido, porque sólo le interesan las conductas reproductivas ,
“proactivas”, del sociometabolismo: como si hubiera recogido perversamente aquélla lección irónica
de Pascal, que recomendaba nunca tratar de persuadir a un agnóstico, sino simplemente
obligarlo a entrar a la iglesia, hincarse ante el altar y rezar, porque entonces “ya va a creer” (y
en efecto ¿qué remedio le queda al pobre agnóstico?: una vez que ha llegado hasta allí , es
imposible ser como antes; como hubiera dicho Borges: “No abras esa puerta, porque ya estás
adentro”). Una religión que no reclama ni siquiera, pues, obediencia, puesto que no contempla otra
opción: actuar, vivir , dentro del sociometabolismo del Capital, es ya obedecer.
Es una
religión, además, mundial , como no lo fue nunca ninguna. El eufemismo de la globalización -la
“mundialización de la Ley del Valor del Capital”, traduce Samir Amin con más elegancia teórica y
mayor precisión política- expresa perfectamente la aspiración última de toda religión
“mundial”: el universo entero está en ella, aunque no se crea en ella, o peor aún, aunque se
tenga plena y transparente conciencia de que sus beneficios son altamente diferenciales .
En
efecto: esa “mundialización” que, para nosotros los latinoamericanos y por lo tanto, también para
los africanos, aunque suela olvidárselo, empezó en 1492, sólo es verdaderamente mundial porque
es trunca . Se trata, en este sentido, de la paradoja bien conocida, tanto por los marxistas – a
través de la cuestión de la plusvalía - como por los psicoanalistas –a través de la cuestión de la
castración -, de que sólo puede algo –llámese el mercado mundial o la identidad sexual- parecer
completo , precisamente porque algo le falta : sólo puede parecer que el comercio internacional, el
capital financiero, las comunicaciones y las unidades productivas están “globalizadas”, porque la
fuerza de trabajo no lo está, ni podría estarlo, dado que el Capital necesita
imperiosamente mantener niveles territorialmente diferenciados de extracción de
plusvalía y excedentes, so pena de caída catastrófica de la tasa de ganancia. Da la casualidad,
además, de que esos “territorios” sometidos a la superexplotación laboral (también por los altos
índices de desocupación o de trabajo “informal”, lo que a su vez presiona sobre los salarios de la
fuerza de trabajo ocupada) coinciden con los de las (no tan) ex colonias , produciendo una serie de
conflictos étnico-nacionales “cruzados” con la conflictividad laboral clásica.
Este es sólo
uno de los límites absolutos (en el sentido de que no tienen solución posible
dentro del sociometabolismo del Capital) que el Capital tiene que enfrentar.
Otros –no los
únicos, sino los más dramáticos, y todos ellos asimismo absolutos – son: la gravísima, prácticamente
ya terminal , cuestión ecológica; la miseria endémica productora, por un lado, de toda clase de
pestes “medievales”, y por otro, de multiplicados índices de violencia social, drogadicción,
marginalidad, delincuencia, etcétera; la cuestión explosiva a (no tan) mediano plazo de las minorías
étnicas, religiosas y sexuales; el “terrorismo fundamentalista” –expresión perversa de resistencia
anti-colonial ante la retirada de la “lucha de clases” a nivel internacional en su acepción
clásica-; la “inmigración ilegal” y la consiguiente “explosión” demográfico-urbana –fuente a su vez
de más miseria, desocupación, marginalidad y violencia social-.
La gran ironía es que
todos estos que hoy son límites infranqueables para el crecimiento y desarrollo “sustentables”
del Capital, además de ser por supuesto los propios efectos de ese desarrollo, son exactamente
los mismos fenómenos que en la etapa ascendente del Capital le confirieron su fuerza
incontenible: la articulación armoniosa del carácter internacional del capital y el carácter
nacional de los Estados controladores de la fuerza de trabajo, la ciudadanización
voluntaria o forzada de las minorías, el crecimiento poblacional urbano dinamizador de los mercados
internos, el desarrollo de las fuerzas productivas para la sujeción de la Naturaleza, y así
sucesivamente. Lo que ayer fue la fuerza del Capital, hoy es, ya no meramente su “debilidad”,
sino el cáncer que corroe su cuerpo por todas partes, y para el cual no hay remedio : el
Capital, por definición, no puede autodetener el crecimiento y multiplicación de sus células,
incluyendo por lo tanto las cada vez más abundantes células “cancerosas”. En una suerte de
homeopatía invertida, su cura es simultáneamente su veneno . Por supuesto que esto no obedece
solamente a la lógica “interna” del Capital (aunque es difícil usar esta palabra: ¿cuál sería,
en efecto, hoy, una lógica “externa” a él?) sino también a las diversas, con frecuencia
incomparables e inconmensurables, prácticas colectivas de resistencia a sus efectos más
claramente deletéreos. Muchas de esas prácticas –es de rigor admitirlo- sirvieron a la larga para
reforzar el sociometabolismo del Capital, o al menos para elastizar y redefinir sus límites.
Otras lograron, mal que bien, demorar la catástrofe. Algunas llegaron, como se dice, a “tomar
el poder”, pero no es siempre seguro que ese éxito les garantizara una auténtica
exterioridad respecto del sociometabolismo del Capital. Ya tendremos que volver sobre la
cuestión. Repitamos, por ahora, la fórmula: el cambio cualitativo verificado en las últimas décadas
es que todo o casi todo lo que en otras épocas fue percibido –y muchas veces actuó materialmente-
como paliativo, incluso como solución, a las “contradicciones” del Capital, ahora es un centro más
de reproducción de sus “células cancerosas”.
Se nos dirá que ya era así en épocas de Marx, y por
eso él podía decir que el propio capitalismo creaba, sin opción posible, a sus “enterradores”. Es
cierto. Pero era aún la etapa “heroica” de ascenso del capitalismo –que Marx mismo, como es
archisabido, celebró con tonos épicos en el Manifiesto , aunque lo hiciera para festejar su próxima
caída, según confiaba con lo que se demostró un exceso de optimismo-, en el que su fuerza
productiva sólo tenía por delante el horizonte, eternamente en desplazamiento, de un
desarrollo en principio infinito. Ya no: el horizonte se ha inmovilizado, y está a punto de
derrumbarse sobre todas nuestras cabezas, y no sólo las de los dueños del poder. La
fuerza del Capital, hoy, es solamente, exclusivamente, (auto)destructiva .
Necesidad
urgente de sustitución del sociometabolismo del Capital, decimos, entonces, por otro “lazo
social” que implicara una refundación de la polis humana capaz de generar una lógica que fuera
más allá y hacia otra cosa que a la simple morigeración (hoy ya imposible, por otra
parte) de las flagrantes injusticias estructurales así como de la alienación y la degradación
mundializadas del régimen del Capital, y más inmediatamente aún, de los estructurales límites a la
vida , comprendiendo la propia vida biológica de la especie. Algo que, permítasenos insistir, el
Capital no puede hacer, y que por lo tanto tendrá (tendremos) que hacer toda aquélla
parte de la humanidad (la inmensa mayoría) que no está –que no debería estar- directa o
indirectamente comprometida (objetiva o subjetivamente) en la ineluctable marcha hacia el
abismo que la continuidad del Capital promete sin detención posible bajo su propia
lógica.
Mientras tanto, las contradicciones internas, íntimas e irresolubles del Capital –ellas
mismas provenientes de la propia “naturaleza” de su modo de reproducción social indetenible e
incontrolable desde adentro, y por lo tanto no “reformable” - han llevado al extremo sus
tendencias destructivas (hay quien las llama, como acabamos de hacer nosotros, “auto-destructivas”:
pero, no teniendo hoy el Capital “lado de afuera”, ¿no significa entonces que todos seremos
destruidos por la “auto-destrucción”?): tendencias cuyos síntomas más virulentos, reiteremos, son la
exclusión “marginalizante” como causa inmediata de la miseria social y moral que conduce a la
violencia social generalizada, la inminente y apocalíptica destrucción ecológica de la naturaleza,
la transformación de las mega-ciudades periféricas de Asia, Africa y América Latina en lo que Mike
Davis llama giant slums (monumentales villas miseria o favelas para el
hacinamiento ultraviolento de millones de “descartables”), la proliferación de todo un conjunto de
racismos de nuevo tipo (en particular el que ya hace mas de una década Wallerstein y Balibar
bautizaron como racismo laboral ) tendencialmente genocidas, o la “huida hacia adelante” del Imperio
en decadencia, bajo la forma de reducción de la política a la guerra permanente alimentada por
el pretexto del terrorismo fundamentalista: algo que hoy está en Afganistán, en Irak o en el Líbano,
mañana en Irán o Corea del Norte, pero que no se detendrá por sí solo allí, puesto que es una
necesidad del Capital en crisis.
En efecto, el fracaso estrepitoso (aún en los propios
términos de la lógica del Capital) de las políticas llamadas “neoliberales” (en realidad
conservadoras-reaccionarias ) aplicadas en los 80 y 90, sobre todo en el Sur del planeta, por
gobiernos “democráticos” que, más allá de sus mejores o peores intenciones –que desde luego, en
ningún caso implicaban una salida de la órbita del Capital, una desconexión como la
postulada por Samir Amin-, en el mejor de los casos se vieron insuperablemente condicionados
por el arrasamiento previo de los movimientos resistenciales (organizados o no) a manos del más
implacable terrorismo estatal, ese fracaso estrepitoso, hagámonos cargo, no es remontable
dentro de los límites sociometabólicos del Capital. No hay –ni siquiera suponiendo que eso fuera una
solución en el mediano plazo que no tomara en cuenta la continuidad de la destrucción
“productiva” de la Tierra que ello significaría- ningún Nuevo Estado de Bienestar esperando a
la vuelta de la esquina. Ningún paraíso de pleno empleo, consumo masivo, crecimiento exponencial de
la demanda, reactivación económica, desarrollo industrial autosostenido, distribución al menos
algo más equitativa, seguridad social, derechos laborales, control “nacional” de las
transnacionales imperialistas, etcétera, es –salvo coyunturas bienvenidas y quizá defendibles en sus
propios términos, pero más discursivas que realmente materiales, como las que parecen haber venido
despuntando en los últimos años en América Latina- estructuralmente viable, o siquiera imaginable ;
la lógica actual del Capital, abrumadoramente dominante en términos de especulación financiera
(es decir, de fetichización a ultranza del universo entero socioeconómico, jurídico-político,
simbólico-cultural y via dicendo ) ya ha destruido, sin posible vuelta atrás, toda factibilidad de
reconstrucción de un sistema de reproducción social no digamos ya más justo, sino siquiera menos
desigualitario.
Nunca, nunca antes en la historia de la sociedad humana se había dado, en
proporción a la potencial producción de riqueza sin desperdicios, una polarización tan
espectacular de esa riqueza –es decir, un, efectivamente, desperdicio de riqueza que
convive con la insatisfacción de las necesidades básicas de la mayoría-, una brecha tan
monstruosa entre ese 20 % de la población mundial que concentra el 80 % de la riqueza (de toda
la riqueza, comprendiendo el “capital simbólico” del que hablaba Bourdieu) y su relación inversa:
esto solo bastaría para calificar sucintamente al sociometabolismo del Capital de asesino serial
masivo . O, si se quiere, de genocida a una escala históricamente desconocida.
Pero además,
como decíamos, esta situación ya no es “reformable” en los límites de ese sociometabolismo, puesto
que una detención y marcha atrás de semejante maquinaria –que ya ha adquirido, como si
dijéramos, un impulso propio de “autorregulación” imparable, como en la leyenda del aprendiz
de brujo- implicaría para las clases dominantes personificadoras del Capital una
transformación de su propio “metabolismo” económico, político y cultural, incluso “subjetivo”,
tan inconcebible que no puede entrar en sus más alocadas fantasías (ni en las nuestras). Sus
obsesiones actuales nada tienen que ver –como podía haber sido todavía el caso en la segunda
posguerra, por ejemplo- con detener la “caída de la tasa de ganancia” mediante la construcción de
aquel Estado de Bienestar que prometía una feliz sociedad de consumo eterno e indefinido, y que,
como se comprobó, de todas maneras resultó ser apenas una fase efímera que chocó con los
límites infranqueables del propio sociometabolismo del Capital (a saber, una explosión de la
demanda no sólo económica, sino también política y cultural, cuya satisfacción plena hubiera
representado un riesgo insuperable para la famosa “tasa de ganancia”: de allí que ya desde inicios
de la década del 70 el Capital, allí sí, tuvo que dar marcha atrás y liquidar, en la mayor parte del
mundo a sangre y fuego, aún las más módicas conquistas de ese socius al cual le había
prometido el bienestar infinito).
No: las obsesiones de los actuales personificadores del
Capital, perfectamente conscientes del agotamiento inminente del mundo de la vida al cual le
extraen su excedente, son mucho más, si se puede decir así, vitales , incluso viscerales : saben que
es su mera supervivencia , la del propio metabolismo del Capital, lo que está en juego. Por un lado,
se terminan los recursos renovables y no renovables –el petróleo o el gas, claro, pero también el
agua, y hasta el aire -, destruidos por la propia mecánica de ese metabolismo. Por el otro, el
inaudito desarrollo tecnológico que ese metabolismo supone ha transformado hasta el desconcierto las
formas clásicas de obtención de plusvalía y trabajo excedente, de modo que la caída de la tasa de
ganancia apenas puede disimularse con la superexplotación de los trabajadores de la periferia
(pero eso, a su vez, genera situaciones sociales cada vez más explosivas en el interior de las
propias metrópolis explotadoras, que las cada vez más restrictivas leyes inmigratorias son incapaces
de contener, e incluso empeoran).
El resultado, otra vez, es una suerte de desesperación ante la
“toma de conciencia” de que ya no hay a dónde escapar : el colonialismo “clásico”, el imperialismo,
el neocolonialismo, etcétera, fueron en su época sucesivas ampliaciones del territorio (no sólo
geográfico) del Capital, en tanto este, como ya lo decía Marx, tiende a ser constitutivamente
mundial por las mismas necesidades de su reproducción metabólica ampliada. Pero ese proceso está
finiquitado . Ya no hay más donde ir: Marte o la Luna no están aún disponibles, y de todos modos,
¿de quiénes se obtendría allí la plusvalía o el excedente de trabajo? Hace rato ya que ha comenzado
(también lo indicó en su momento Fredric Jameson) la fase de auto-colonización , en la cual es
absolutamente esencial la retención concentrada -en las mismas condiciones “polarizadas” que
conforman la lógica actual del Capital- de aquellos recursos vitales en vertiginoso proceso de
agotamiento.
Eso solo le deja al Capital un camino abierto: la guerra de agresión generalizada.
Guerra infinita , como se dice ahora (hablando de ese enemigo “interminable” y ubicuo que es el
terrorismo, pero al mismo tiempo enunciando un lapsus que da cuenta de que, como también se
dice hablando del régimen del Capital, no hay alternativas ). Guerra que deberá desarrollarse en
todos los niveles: el militar de exterminio físico, claro está, pero también el social, el cultural
y hasta el “psicológico”, ya que –en una situación de crisis terminal , permítasenos
insistir- la estructura de comando (citando nuevamente a Meszarós) del Capital no puede
permitirse el lujo de no tener todo el control. Todavía, hoy, puede hacerlo bajo la fachada de
una democracia jurídica que cuide las formas “internas” –si bien es una “democracia”
totalmente vacía, irrelevante, impotente, absolutamente deslegitimada en sus sistemas de
representación, como lo vienen demostrando, entre tantas otras cosas, los incontables equivalentes
mundiales del argentino “que se vayan todos”: una consigna que si por un lado muestra la impotencia
de la sociedad para imaginar alternativas rigurosas, por el otro es el síntoma claro de que
estas democracias ya no dan para más -.
Pero, ¿por cuánto tiempo? La “guerra contra el
terrorismo” desatada desde el “11 / 9” (y desde mucho antes, pero a partir de esa fecha mucho más
claramente explicitada ), absolutamente necesaria para una “estructura de comando” del Capital
que ante el derrumbe de los “socialismos reales” perdió lo que imaginaba como el Otro
dinamizador de su metabolismo, ya ha comenzado a hacerse también hacia adentro , con un
geométricamente progresivo recorte de las “libertades públicas”, demostrando su carácter ilusorio y
efímero, en un proceso de control y vigilancia imparable, que solo puede terminar en la pesadilla
del Gran Hermano . Y ello sin mencionar Abu Ghraib y Guantánamo, la tortura legalizada, los
“asesinatos selectivos” –esa contracara sarcástica del genocidio indiscriminado-.
En suma: más
bien a la corta que a la larga, la única opción para el Capital es el Terror Global –inaugurado en
los orígenes mismos de la modernidad por los muchos genocidios coloniales que fueron la base
material de la emergencia del Capital-, el cual ha pasado a ser, también, un componente
estructural del sociometabolismo del Capital, que ya no tiene otra manera de “administrar lo
real”. Y la referencia que acabamos de hacer a los orígenes coloniales del Capital no es, por
supuesto, azarosa. No se trata de una constatación puramente historiográfica, aunque ella sea en sí
misma imprescindible para combatir ideológicamente el eurocentrismo que pretendería ver en el
Capital un fenómeno “autoengendrado” y “autóctono” de la modernidad europea, cuando en verdad su
mismísima aparición hubiera sido impensable sin la conquista de América y el saqueo de Africa
(dos procesos íntimamente relacionados, si bien todavía en nuestras academias se los enseña como si
fueran “pequeñas historias” paralelas y autónomas, y no como el gran relato , bien poco edificante,
de la transformación del occidente europeo en la civilización dominante a costa del resto del
mundo): conquista y saqueo que son el gran factor “externo” de la “acumulación originaria” de
capital de la que habla el célebre capítulo XXIV del opus magnum de Marx. Y en rigor, no tiene
demasiado sentido, a esta altura, el debate sobre si las causas de la emergencia
sociometabólica del Capital son “internas” o “externas”, como se discutía en la década del 60: si el
Capital fue, desde el principio, mundial, todas sus causas son “internas”. Es fundamental que
los latinoamericanos lo tengamos siempre presente: el Capital nos debe -y con intereses
impagables- lo que es. Hay que invertir, pues, la ley de causalidad, que en la historia no es nunca
unidireccional: cuando aparece así, podemos estar seguros que se trata de un constructo del
poder
.
La referencia, para volver a ella, es completamente actual . Paradójicamente, en cierto
sentido el sociometabolismo presente del sistema es el de un Capital ”piratesco”, de saqueo
mundial , que se parece mucho más –incluso en sus aspectos militares, hoy en día infinitamente más
desarrollados y destructivos- a aquel colonialismo “clásico” que al “imperialismo” de corte
leniniano (con su “fusión de capital industrial y financiero”, hoy ya totalmente desbalanceada a
favor del segundo y su pulsión de rapiña ).
A ese Terror Global mundializado, con su “motor”
financiero-militar de increíble violencia, hay que sumarle el ya aludido Terror “Natural” , bajo la
forma incontrolable de una venganza de la Naturaleza (de los tsunamis a los terremotos,
del “recalentamiento global” al agujero de ozono, de las “nuevas pestes” al estilo Sida a la
deforestación masiva y la extinción de los recursos biológicos), que es una consecuencia directa e
inocultable del descontrol sociometabólico y tecnológico del Capital.
Frente a este
panorama ya algo más que pre-apocalíptico, la pregunta del millón es: pero, ¿los personificadores
del Capital no saben lo que hacen? ¿no decía el propio Marx que ninguna clase dominante se suicida?
Y la respuesta, para nada tranquilizadora, no puede menos que ser: Marx, en eso, se equivocó.
Esta clase dominante está completamente dispuesta a “suicidarse”, si es necesario, y por
supuesto a arrastrar con ella a la humanidad entera a una tumba cósmica definitiva. Si se nos
permite la metáfora, aquélla pulsión de supervivencia del Capital que hace unos momentos denominamos
vital , lo es sobre todo en el sentido del triunfo tendencial –e inevitable, dada la sociometabólica
descontrolada y “desublimada” del Capital- de su aspecto más profundamente “tanático”. A esta
altura, la “pulsión” del Capital sólo puede ser pulsión de muerte .
Como diría Sloterdijk, ya no
se trata de una razón ideológica en sentido clásico, esa de la fórmula “ellos no saben lo que
hacen, pero igual lo hacen”, sino de la razón cínica : “ellos saben muy bien lo que hacen… e igual
lo hacen”. El problema de ese cinismo, sin embargo, es que es la consecuencia de una impotencia . No
es que quieran o no el suicidio: es que no pueden hacer otra cosa . La sociometabólica del
Capital es un engranaje implacable: con su lógica “kafkiana”, empieza por atrapar en su maquinación
“objetiva” a sus propios personificadores , que –en una suerte de versión perversa de la astucia de
la Razón de Hegel, concebida en su momento para racionalizar el ascenso del “Capital
Universal”, y no su estallido-, cuanto más creen poder escapar del Destino funesto, más se
precipitan hacia él. Nada hay aquí, sin embargo, de “trágico” en el noble sentido
histórico-filosófico y literario de la palabra: se trata, más bien, de una siniestra
farsa . Y es obvio –ya que, de no producirse una reacción masiva y gigantesca, verdaderamente épica
, de la sociedad en contra de semejante “descontrol farsesco”, el mundo entero estará cometiendo
“suicidio”- que no decimos esto para despertar pena por los pobres personificadores del Capital: lo
decimos justamente para subrayar nuevamente la no-reformabilidad de esa sociometabólica. Nunca
estuvimos más cerca de aquella verdad a puños de Rosa Luxemburgo, cuando decía que la única opción
al capitalismo no era solamente el socialismo, sino que podía ser la barbarie . E incluso eso es
decir poco: finalmente, para que haya “barbarie” tiene que empezar por haber humanidad . Ya hemos
llegado a esta alternativa última , final: o nos salimos urgentemente del sociometabolismo del
Capital, o nos resignamos a ser fagocitados por su autodevoración. El optimismo positivista del
siglo XIX, en plena etapa ascendente del Capital, había acuñado una frase muy coherente con
ese impulso hacia lo alto: The sky is the limit , “El cielo es el límite”. Bien: el límite llegó.
Pero quedaba abajo, y no arriba. Y es por eso –y no por algún afán trivialmente snob de ser
“políticamente incorrectos”- que, como ya lo sospechara Benjamin hace casi tres cuartos de siglo, la
idea misma de progreso , en las actuales condiciones, es una noción bárbara .
2.-
Del
otro lado, la reflexión filosófico-cultural de las últimas dos décadas ha abandonado progresivamente
el terreno de lo Político, ese en el cual aún podía esperarse la creación de alguna
alternativa al Capital (que ya no era la de los “socialismos reales”, cuyo mayor malentendido,
por no estar atentos o ser impotentes para hacer la distinción, fue la de creer que salir del
capitalismo era suficiente para sustraerse a la “jaula de hierro” del Capital ): terreno
absolutamente imprescindible para la misma supervivencia de la humanidad, si es que se acepta la
premisa de que el Capital no es “reformable”. No estamos diciendo, sencillamente, que se haya
abandonado a Marx: desde ya que ese “abandono” nos parece lamentable, pese a las muchas
“correcciones” que el propio Marx no solamente necesitaría, sino que él mismo demandaría (otra
cosa son nuestros “marxismos” más o menos oficiales, que creen, aún al cabo de sus múltiples e
insistentes crisis, seguir estando en plena posesión de un conjunto de verdades acabadas: ellos son,
por lo tanto y por definición, incorregibles ). Finalmente, todavía no tenemos –ojalá así fuera- una
teoría crítica del Capital que pudiera al menos competir con la de Marx por el puesto de lo
que Sartre llamaba “el horizonte insuperable de nuestro tiempo”. No es algo para estar
orgullosos.
Pero, retomando: ni siquiera estamos lamentando ese abandono puntual , sino algo
mucho más genérico, y, en términos lógicos, anterior: el quiebre de toda voluntad, por parte de la
inmensa mayoría de los “pensadores críticos”, de re-pensar lo Político, vale decir, para
repetir lo que sugerimos más arriba, las propias condiciones de posibilidad de re-fundación de
lo que suele llamarse el “lazo social”. Y aquí es necesario hacer una aclaración: no somos de los
que piensan que la sociometabólica del Capital, como se dice a veces, ha “destruído” el lazo social.
Es algo mucho peor: lo que ha hecho el Capital es producir ciertos lazos sociales
estructuralmente perversos, y muy difíciles de “desatar” para re-anudarlos con una lógica
diferente. A fin de cuentas, el “individualismo competitivo”, la “guerra de todos contra todos”,
es un lazo social, incluso libidinal , y ha demostrado ser de los más potentes: como decíamos
en el acápite anterior, el Capital lo ha promovido como un goce tanático que, muy
democráticamente, atraviesa por igual a víctimas y victimarios. Pero entonces, sería tarea
primordial , hoy, del “pensamiento crítico”, examinar críticamente -y esto incluye hacerse
cargo de la propia crisis, de la crisis propia – los modos de producción de conocimiento /
pensamiento que, a contrapelo de esa crisis, formularan al menos las primeras hipótesis para
una “cultura” ajena y “excéntrica” al sociometabolismo del Capital.
No es esto –es más bien
lo contrario- lo que ha venido sucediendo, por lo menos en los centros de producción de “pensamiento
crítico” que gozan de mayor visibilidad . Desde ya, no es cuestión de negar los hallazgos , en
ocasiones insustituibles, de muchos pensadores y pensadoras individuales (de los que no hay por qué
privarse de hacer uso, y si hace falta, abuso). Pero no se ha producido, todavía, una nueva
rearticulación de esos estimulantes fragmentos en un movimiento de totalización -que,
por si es necesario aclararlo, no es una “totalidad” cerrada-, con todas las diferencias
internas y los debates que tal movimiento requeriría, pero que apuntara al corazón de lo que
hemos llamado Lo Político.
En un libro de hace algún tiempo, El Fin de las Pequeñas
Historias , intentamos modestamente someter a examen crítico las expresiones, incluso las más
valiosas en muchos sentidos, de esa fragmentación del pensamiento crítico en los “formatos” más o
menos postmodernos del mismo, como los cultural studies o la llamada teoría postcolonial .
Ahora estamos ante una dificultad mucho mayor, proveniente de una sospecha más grave: hay algo en el
propio pensamiento actual, en su propio régimen productivo , que le dificulta estar a la
altura de la urgencia de la hora, como si se sintiera amilanado , anonadado, ante la
tarea, probablemente de Sísifo, que tiene por delante. Ese “algo”, en el que estamos todos
implicados y complicados, es un síntoma inmenso, vinculado a algo demasiado inabarcable,
innombrable : ese límite absoluto , que –ya fuera que nos identificáramos con alguna variante del
Capital (incluida la del “socialismo real”), o con el “principio esperanza” de su derrocamiento a
mediano plazo- no esperábamos alcanzar nunca .
Y el pensamiento, se sabe, aún el más
pretendidamente “crítico”, entra en pánico ante el borde de lo absolutamente real , que ya no parece
reconocer la existencia de ninguna posible mediación . Como dice León Rozitchner: cuando el mundo no
sabe qué hacer, la filosofía no sabe qué pensar. Esta es una frase que recupera, con precisa
economía, la diferencia decisiva introducida por los dos únicos pensadores (habría que decir:
“pensadores-actores”) de la modernidad, Marx y Freud, que –cualesquiera hayan sido sus “errores”-
nunca concibieron siquiera la posibilidad , no digamos ya la pertinencia, de una teoria “pura”: toda
teoría, para ellos, es, lo sepa o no su autor, una teoría de la práctica –de la práctica, para
colmo, social : como indica claramente Sartre, la filosofía contiene siempre un “momento”
político, en el sentido más amplio y más estricto de un intento de organización , en el plano del
discurso y del pensamiento, del aparente caos de las fuerzas sociales que estructuran lo real-.
Aquí nos ocuparemos, sobre todo, de lo que suele llamarse el “pensamiento”: de su
especificidad a menudo irreductible de manera especular a mero “reflejo” de la praxis
social; incluso de las maneras en las que a veces el pensamiento puede anticipar , otras
resultar un exceso o un “suplemento” respecto de, las prácticas sociales. Pero deberá siempre
tenerse en cuenta la –quizá, en muchos momentos, desconocida y aún incognoscible- relación
entre ambos, esa que le da su sentido etimológico a la canónica expresión de “autonomía relativa ”
(vale decir, autonomía en relación a ) del pensamiento y el discurso: esa relación, lo sabemos,
puede también ser de ausencia o de “forclusión”; pero está allí, desplazada,
“metonimizada” en algún imaginario a través del cual, tarde o temprano, lo real “retorna de lo
reprimido”.
Para retomar, pues: la enorme dificultad del pensamiento llamado “crítico”, hoy,
parece ser que ese retorno se está produciendo a una velocidad tan vertiginosa y
dramática que, en efecto, “el mundo no sabe qué hacer”, y “la filosofía no sabe qué
pensar”. También esto se lo debemos al Capital, desde el principio . El régimen, la lógica, la
“ontología” misma del Capital es por excelencia des-politizadora : desde al menos Hobbes en
adelante, el triunfo de la “sociedad civil”, vale decir de la “economía política”, es el
exilio de lo político –no decimos del Estado, que, como lo advirtió perfectamente Marx,
es la funcionalidad autónoma de la economía política-. La modernidad, esa lógica cultural del
capitalismo temprano , pivotea sobre la reducción de lo político a la política, es decir
a la técnica , es decir a la economía política. En Hobbes, al menos, esta operación todavía
constituía un problema , al cual había que encontrarle solución. A partir de Locke, queda eliminada
la pregunta: la “sociedad” se da por hecha (la astucia del “doble contrato” permite que
su constitución ya no sea problemática), y la política es poco más que su apéndice
administrativo.
Va de suyo que no tenemos la pretensión soberbia de ser los únicos en haber advertido la
dificultad. De hecho son muchos los que –sobre todo, con toda lógica, en los círculos
intelectuales “periféricos”- manifiestan su inquietud, su desazón o su angustia por esta impotencia
de la teoría crítica. Tal vez –es sólo una ocurrencia súbita- el problema sea exactamente el
inverso: es una heredada omnipotencia (“iluminista”, por llamarla de algún modo) del
pensamiento de los “intelectuales” la que ahora, por contraste, hace parecer impotencia lo que
quizá sea –y no es que sea poca cosa- una ¿cómo llamarla? dislocación . En el sentido, queremos
decir, de que la sociometabólica del Capital se ha tragado a la propia “máquina de pensar”
productora de teoría crítica. No nos estamos refiriendo a los “traidores”, a los “vendidos”, a los
“conversos” o a los “arrepentidos” que sueñan –y normalmente son frustrados en sus aspiraciones- con
poner al Capital de su lado (¿y no es esa la más irrisoria y patética de las soberbias? ¡como
si el Capital los necesitara, o le importara un bledo de su pensamiento! Ya no estamos en tiempos de
los “ideólogos”, ya el Capital no requiere racionalizaciones ni justificaciones que, en la situación
actual, son completamente inverosímiles: el Capital, simplemente, sigue adelante ; y
precisamente por eso la crítica más importante, hoy, es la que podamos hacernos entre nosotros , los
que decimos estar “del mismo lado”): de esos idiotas inútiles habrá siempre, y no tienen
ninguna importancia.
No, estamos hablando de que la sociometabólica del Capital –con su
totalitarismo simbólico que hoy ha dejado a la altura de un poroto las predicciones más
sombrías de la Escuela de Frankfurt y su “industria cultural”- es perfectamente capaz de digerir ,
de neutralizar, y aún de hacer jugar a su favor, cualquier monto de “pensamiento crítico” producido
por los “intelectuales” en el sentido clásico, “sartreano”, de la palabra. Lo decíamos en alguna
otra parte: lo que se dio en llamar el pensamiento único no consiste en que se deba pensar de una
sola manera –esa sería una pretensión absurda, y el Capital no es “absurdo”-: consiste en que
se puede pensar cualquier cosa , sin que el Capital detenga su marcha triunfal hacia el desastre,
porque su sociometabolismo ya hace mucho que no se juega en el plano de las ideas y las
contra-ideas, como ocurría aún en su etapa de ascenso , cuando, digamos, Hegel tenía que
refutar a Kant y a Hume, y luego Marx tenía que refutar a Hegel y a Feuerbach, y así.
Y no
obstante, justamente porque el Capital ya no quiere ni necesita nuestras “ideas”, ni le
importan nuestras contra-ideas, es que tenemos la obligación de producirlas. Y no únicamente
en el sentido de la negatividad de una denuncia de los fetichismos que haga evidente la
falacia asesina del Capital –aunque esto, claro, sigue siendo el primer paso irrenunciable-
sino también en el sentido “positivo” de una construcción conceptual-hipotética para
salir de su sociometabolismo: hacer crítica quiere decir, hay que recordarlo,
poner en crisis las formas dominantes del pensamiento desde otro “modo de producción” de
ideas. ¿Ya no podemos hacerlo bajo la figura venerable e históricamente irrenunciable de un
Voltaire, un Marx, un Nietzsche, un Freud, un Lukács, un Sartre, un Adorno (o, me dirán desde la
crítica “periférica”, y con toda justicia, de un Simón Rodríguez, de un Martí, de un Mariátegui, de
un Fanon)? Pues habrá que inventar otra “figura”. O, en todo caso, sostenerse como se pueda en
la cuerda floja, en la tensión entre esos ideales insoslayables y la configuración
real que sepamos construir: después de todo, cierto anacronismo , trabajado a destiempo
del momento en que fue producido, y por lo tanto a contratiempo de la actualidad, suele ser
críticamente muy estimulante. A eso llamaba Nietzsche, si no nos equivocamos, un pensamiento
intempestivo .
Pero eso ya decantará. Lo que urge es que tenga de dónde “decantar”. Lo que
urge es que, por las razones que ya expusimos, el Capital no va a producir -no puede ya
hacerlo- ideas que detengan la catástrofe, ni siquiera la propia, porque su sociometabolismo, ya lo
dijimos, está fuera de control , y mucho menos será controlado por la pura fuerza de las ideas. Lo
tendremos que hacer nosotros. No, desde luego, para “salvar” al Capital: aunque quisiéramos hacerlo,
es insalvable . Sino para, “dislocados” como estamos, re-localizarnos por fuera de su
sociometabólica. Pensar de otra manera, que no implique siquiera dar la “batalla de las ideas”
en su propio terreno, porque eso, ya lo dijimos, es digerible . Y, por supuesto, no es cuestión de
recaer en la omnipotencia: lo Político que sea capaz de detener la destructividad
terminal del Capital, e imaginar aquel recomienzo de la polis con otro
“sociometabolismo”, eso no va a salir de nuestras afiebradas cabecitas. Lo tendrán que hacer como
puedan, como sepan, los “pueblos”, las “multitudes”, las “masas” –o como quiera llamárselas: dejemos
ese debate categorial para más adelante-. Pero, mientras tanto, es nuestro deber –o, no seamos, como
se dice vulgarmente, “superyoicos”: tendría que ser nuestro deseo – intentar anticipar , mediante
ese “pensamiento otro”, como sería eso cuando pudiera producirse materialmente (es
curioso: se ha reflexionado poco y nada sobre cómo algunos pensadores críticos modernos, no importa
cuánto puedan haberse “equivocado” –otra vez, Marx y Freud son ejemplos princeps –, han sido capaces
de reproducir por anticipado en su cabeza, en una suerte de movimiento de futuro anterior ,
ciertos movimientos de la Historia o del Inconsciente, hasta el punto de que esa memoria anticipada
, como la hubiera llamado Ernst Bloch, se terminó incorporando , misteriosamente, al movimiento real
que brumosamente creían adivinar hacia adelante).
Como sea, ¿qué es ese Lo Político que
habría que repensar? ¿cómo siquiera empezar a definirlo? Digamos de él por lo menos esto:
implica como mínimo el doble esfuerzo de, primero, alterar los modos de pensamiento de la
sociometabólica del Capital para hacer des-naturalizables sus evidencias: “no hay alternativa”
debe convertirse en una verdad solamente para los personificadores del Capital; y segundo, por
lo tanto, hay que imaginar el funcionamiento real de las posibles alternativas, de esa
re-anudación del “lazo social” sobre otro metabolismo.
Esta última es la tarea más
difícil: semejante imaginario , para aspirar a algún grado de eficacia, requiere del diálogo
permanente –y, en ese diálogo, de una también permanente redefinición- con las fuerzas
sociales capaces de ponerlo en práctica; y, como decíamos, el grado de goce
identificatorio de las masas con el Capital (que no es alterado sustantivamente por las
muchas y heroicas formas de resistencia a los “errores y excesos” de la explotación) es
inauditamente poderoso: ningún “sistema” anterior había logrado inscribirse tan indeleblemente en la
gramática libidinal de los sujetos sociales, de modo que todos, hoy, hablamos y pensamos
en la lengua del Capital. Y, se sabe, no es empresa sencilla inventar una nueva lengua.
Para colmo, no tenemos, por así decir, antecedentes sintácticos, un “código” sobre el que
recostarnos mínimamente. Creímos, alguna vez –con todas las críticas y las reservas que
correspondieran a una voluntad extradogmática-, tenerlo en eso que se llamaba, muy vagamente,
la “revolución”. Pero las revoluciones realmente existentes , las que sí se hicieron –otra
vez: con todo el heroísmo innegable de los casos particulares-históricos-, como se pudo y por fuera
de nuestras ensoñaciones purificadoras, nunca lograron generar esa nueva lengua (salvo, tal
vez, como ocurrió bajo el stalinismo, bajo el régimen entre mediocre y siniestro de la
NeoLengua orwelliana): porque identificaron lo político con la política, porque
creyeron que bastaba por ejemplo cambiar el régimen jurídico de propiedad privada por el
de propiedad estatal, quedaron enredadas en la sociometabólica del Capital. No advirtieron que el
“Estado moderno” –que no puede ser considerado como mero y “superestructural” instrumento -,
bajo cualquiera de sus formas múltiples y maleables, es una parte constitutiva e íntima
-y no una “superestructura” en relación de exterioridad- del Capital. Más allá del capitalismo
no es más allá del Capital : en los estados burocrático-autoritarios de los “socialismos
reales” las “estructuras de comando” de este último permanecieron inalteradas en lo esencial, y para
peor, como consecuencia del aislamiento, sin opciones para su necesario y explícito autoritarismo ,
también a veces, como sabemos, precipitado en el Terror de Estado: “Stalin” (por darle a ese nombre
su valor emblemático) fue una función del Capital. Como lo fue, sin duda, “Hitler”. Pero con
esta diferencia cualitativa –no nos dejaremos arrinconar en la teoría de los dos demonios del
totalitarismo: hay un solo totalitarismo, y es el del Capital-: de Marx no era indefectible
que se dedujera “Stalin”; de “Hitler”, sólo podía salir Hitler. “Stalin” es la máxima astucia de la
razón del Capital.
De cualquier manera, hay que sincerarse: hoy ya nadie cree
seriamente en la “revolución”. Si la socialdemocracia la abandonó hace un largo siglo, cierta
micro-partidocracia de izquierda “revolucionaria” –que se sigue llamando a sí misma así por inercia:
en verdad es una suerte de marginalismo luddita que ha dejado hace mucho de leer a Marx, Lenin
o Trotsky, no digamos ya de leer la “realidad”- mantiene la palabra a flor de labios, pero a guisa
de degradado significante flotante en busca de su significado. La clase obrera internacional
–la que queda- hace mucho que ha justificado la irónica expresión adorniana de un “marxismo sin
proletariado”: está demasiado ocupada en sobrevivir como sea, o demasiado aplastada por el peso de
lo que otrora llamábamos la “burocracia sindical”, o demasiado –y con razón- harta de ser un puro
monumento de mármol erigido en memoria del sujeto histórico . Los “nuevos sujetos sociales” (muchos
de ellos nada flamantes en su en-sí , pero descubiertos en las últimas décadas como para-sí ) –las
mujeres, los sujetos “étnicos”, los “pueblos originarios”, los “verdes”, los piqueteros, los
desocupados, los “globalofóbicos”, los foro-social.mundialistas , los gays y lesbianas, los
transexuales, los “intervencionistas urbanos”, los squatters , ¡y hasta los hackers y los
“consumidores”!- pueden ser, en muchos casos, muy y bienvenidamente radicals , decididamente
simpáticos y expresivos de la diversidad y multiplicidad sociocultural, así como de la crisis de
una(s) política(s) impotente(s) para representarlos, o de unas multitudes inclasificables y
amorfamente inarticulables, etcétera. Incluso, como los indígenas –es el caso reciente de Bolivia,
parcialmente de Ecuador- pueden acercarse a la casa de gobierno. Pero, seamos realistas y veamos lo
posible: ninguno de ellos, ni una hipotética articulación unificadora entre todos, cuestiona
de manera decididamente revolucionaria , al sociometabolismo del Capital. Aquí hay que rendirse a la
evidencia, aún la más empíricamente “científica”: en un sentido estrictamente “marxiano”, si el
resorte fundamental del capitalismo es la fórmula plusvalía / explotación / alienación del
trabajo , la “revolución” en la que se estuvo pensando la hará el proletariado, o más vale que
pensemos en otra cosa.
Hay que inventar, pues, esa “nueva lengua” sin código previo (no es del
todo imposible: ciertas formas del arte lo han hecho varias veces; el problema es que, del
Renacimiento para acá, esas formas quedaron siempre ocultas en la sociometabólica del Capital:
ahora hay que ir a buscarlas al Museo). La “revolución”, en los diversos sentidos en que la
(mal)entendimos, ya no es el significante que pueda inspirarnos. Tal vez, y con alguna razón, no
queramos –como hubiera propuesto Freud- renunciar a la palabra , sabiendo que es el primer paso
hacia la renuncia a la cosa . Pero entonces, hay que volver a pensar la “cosa”. Es otra manera de
decir: Lo Político.
Seamos fastidiosos: no es lo que se está haciendo. No es, al menos, lo
que estamos haciendo quienes pasamos por “intelectuales críticos” (ya deberíamos saberlo de sobra:
no basta anunciarse como “crítico” para que la palabra tenga efectos). Los que siguen pensando
en aquélla “revolución”, lamentablemente, ya no cuentan: no es sólo que ya no son estorbo
alguno para el Capital, sino que distraen de la verdadera tarea a los que quisieran serlo. A los que
quisieran pensar hacia adelante esos hipotéticos “estorbos”.
Estos, por su parte, desde
hace décadas están en otra cosa –y casi todos , en algún momento, revistamos en las filas de algún
sector de esa otra cosa-: cuando empezó a despuntar, todavía confusamente, la crisis terminal del
Capital, fue el “estructuralismo” (lo que nada dice del valor personal de las obras de
Lévi-Strauss, de Althusser, de Roland Barthes): había que consolidar las “estructuras”,
apretar las mallas de la correspondencia Significante / Significado, incluso –si es que uno se ponía
en la vereda de enfrente del capitalismo – para darle toda su consistencia al signo
“revolución”. Después, con la crisis del Capital ya plenamente lanzada, fue el “postestructuralismo”
(lo que nada dice del valor personal de las obras de Foucault, de Derrida, de Deleuze): había
que dar cuenta del fracaso de las “estructuras”, liberar al Significante del Significado (y
aún más: del “referente”), textualizar , rizomatizar y fragmentar un mundo cuya
materialidad –porque tanto el Capital como la “revolución” se habían desmaterializado – quedó
“disuelta en el aire”, transformada en inidentificables “flujos deseantes”. El Hombre había muerto
de antropocentrismo ; el Sentido, de logocentrismo . Posiblemente, en cierto modo, estos
certificados de defunción hicieran alguna justicia: el Capital, en su andarivel filosófico, había
abusado de (practiquemos un abuso del abusador Heidegger) la “metafísica de la presencia”, y hasta
los intelectuales críticos habían aceptado implícitamente esa autoridad. Pero, una idem de la
ausencia , ¿no se limita a confirmar su lógica , precisamente cuando, como decíamos, el triunfo
pleno de la fetichización -y, en el plano económico, de la insustancialidad financiera-
ha logrado imponer el ideologema de lo inmaterial , una suerte de neo-idealismo ultra-cínico?
Liberarnos de la metafísica de la presencia en función de su contrario / simétrico inverso, está
claro, no nos libera de la metafísica .
Los cultural studies y la teoría postcolonial
fueron una vuelta de tuerca de esta operación, aunque en sus mejores exponentes se hayan colado
algunos trozos de “materia” que no alcanzaron a solidificar. Hace poquito, aunque sin un comparable
grado de pregnancia en las jergas académico-intelectuales (pero con algún más bien dudoso efecto
sobre los “nuevos” movimientos sociales) nos llegaron las difusas multitudes de Negri / Hardt
/ Virno, a caballo de algunas reacciones colectivas bienvenidas, estimulantes, pero en general
puntualmente localizadas. Pero esa “teoría”, en el mejor de los casos, fue algo así como una (ni
siquiera “síntesis”) sumatoria parcial : un poco de estructura, un poco de dispersión “textual”, un
poco de materia diseminada, y mucho, demasiado, de un optimismo mal encaminado, excesivamente
celebratorio, aunque fuera “por izquierda”, del “Nuevo Orden Mundial”. Nada que la sociometabólica
del Capital no pudiera tragar , aunque fuera con alguna arcada que no llegó a estorbar la digestión.
Por su parte, John Holloway y sus plañideros llamamientos a transformar el mundo sin tomar el poder
aportaron el patetismo de las buenas, buenísimas intenciones impotentes para constituirse en mínima
teoría, no digamos ya en alguna “guía para la acción”. Tienen razón, a este específico respecto,
Badiou –o, entre nosotros, el grupo Acontecimiento -: la constatación optimista de las acciones de
los movimientos sociales no basta, y aún podría resultar un obstáculo, para una ruptura lógica
de lo político que pudiera hacer nacer una diversa decisión (y si este lenguaje suena un
poco “schmittiano”, es porque lo es: qué le vamos a hacer, la izquierda no tiene la exclusividad en
materia de forjar categorías). Finalmente, los antagonismos o los significantes vacíos
de Laclau –muy considerables en muchos aspectos, no seremos nosotros quienes lo neguemos-,
aterrizando en una identificación entre el “populismo” y la política toute courte , nos dejan
nuevamente de este lado de lo Político, “abrochados” a una teóricamente sofisticada
fenomenología de lo existente .
Mientras tanto, atravesando casi todo eso (o colándose por
los costados, o atisbando por las ranuras, o deslizándose bajo la alfombra, o como fuere) estuvo,
hasta llegar a tapar el horizonte como quien no quiere la Cosa , “Heidegger” –y no, no nos olvidamos
de “Nietzsche”: pero este ocupa un lugar diferente , del que no nos arriesgaremos a hablar aquí-.
También este nombre hay que escribirlo así, con comillas, para darle su valor emblemático, aunque
esta vez en su pleno estatuto de síntoma . Curiosamente –por esas retorsiones de la dialéctica, o de
la para-doxa – este tendría que haber sido el nombre más inasimilable para la sociometabólica
“filosófica” del Capital, por una razón muy sencilla: el pensador más influyente , dicen, del siglo
XX, resultaba ser aquel que estaba comprometido con lo peor que el Capital supo
propinarnos, aquello que a toda costa el Capital quería olvidar (pero, claro: esto sólo podía
ser una pretensión “central”: ¿cómo los “periféricos” de Videla y de Pinochet hubiéramos podido
olvidar lo peor ?). Allí hubiera habido que decir: sí, claro, aceptamos a “Heidegger” no
solamente por lo que, a pesar de todo, podamos aprender de él (esto pasa con cualquiera,
cuando uno es capaz de adoptar esa deslectura creativa que recomienda Harold Bloom), sino
principalmente para no permitir que el Capital “olvidara” que lo más influyente que nos había
dado en el plano del pensamiento era también –entre otras cosas, si se quiere, pero de manera
decisiva- una contrapartida de lo peor (por lo menos, hasta ahora) de que su sociometabólica
material era capaz. El Capital, en cambio, fue perfectamente lúcido sobre esto: ¿acaso la
prohibición a Heidegger de ejercer su cátedra no fue correlativa de unos juicios llamados de
Nüremberg, cuyo objetivo central fue el de disimular que el nazismo –como lo comprendieron en
su momento Benjamin y Adorno- no era algo lógicamente diferente a las potencialidades del
Capital?
Pero no. Más allá de que muchos no quisieron asumir esto -¿y quiénes somos
nosotros para reprocharles, tan luego a los intelectuales, el caer seducidos, incluso violados , por
la fascinación de la Palabra?-, el problema es que ya era demasiado tarde. Como decíamos, a esta
altura el Capital ya se había despreocupado completamente de toda operación discursiva, fuera de
legitimación o de impugnación, y mucho menos si cargada de semejantes sutilezas retóricas. Así que
también “Heidegger” quedó totalmente desmaterializado : o fue Heidegger, el “nazi” de Victor Farías
–el individuo malvado, equivocado, lo que sea: de todos modos, aislado en su individualidad- o
fue “Heidegger”, el de todos y de nadie; bueno para todo, para cualquier cosa o para nada: para el
existencialismo y la fenomenología, para el estructuralismo y la hermenéutica, para el
postestructuralismo y hasta para ciertas formas de la “nueva izquierda” (pero nunca, nunca , al
menos después de la guerra, para el neo-fascismo: ¿otra muestra de una “astucia de la razón” que no
supimos comprender?): de todos modos, disuelto en la más deshistorizada abstracción.
Hay que
reconocerlo: una vez hechos los descargos melancólicos del caso (“Sí, sí, ya sabemos, y nos hacemos
cargo, lo que hizo, lo que fue, incluso cómo eso está, de alguna manera, inscripto en su propio
discurso, pero qué se le va a hacer, hay que leerlo y releerlo, interpretarlo , hacer su propia
epojé , activar la potencia de ese pensamiento para nosotros ”: ¿y quién podría negar el
momento de verdad de esos enunciados?), una vez cumplimentados los ritos de la corrección
política, “Heidegger” tuvo una enorme ventaja en la nueva época de crisis final del Capital: si el
“viejo” modelo del intelectual sartreano (y, después de todo, ¿no fue Sartre el más extraordinario
dislocador de su maestro Heidegger, partiendo del cual no se limitó a “cambiarlo de signo”,
sino que produjo algo nuevo?) ya no cuajaba, el modelo reciclado del pastor del Ser , de la
nostalgia del origen –allá cuando el pensamiento hablaba en griego , hoy una “lengua muerta”-, de la
Cura mediante la paciencia de esperar un nuevo des-velamiento , de un retorno de la Aletheia ,
todo eso es una gran dignificación poetizante de la espera y de la postergación : muerto el
intelectual activista en la gran tradición moderna de Voltaire a Sartre o Frankfurt,
asordinado incluso el intervencionista aunque fuera del puro “lenguaje” que va de Barthes a
Derrida, que viva –o mejor: que descanse en paz- el nuevo modelo de “pensador” que
habita un lenguaje que encontró esperándolo al final de sus sendas perdidas, como quien
encuentra sin buscarla, en la bucólica Selva Negra, una cálida cabaña donde aguardar que el Ser le
dirija la Palabra (por supuesto, esto también es un recorte interesado de “Heidegger”:
finalmente ¿acaso no había sido, también él, un “intervencionista”?: claro que era una
“intervención” de la que muy pocos querían hacerse cargo ). Pero, qué lástima: mientras tanto, el
mundo –el Capital- sigue andando: yira, yira .
3.-
Este “Heidegger” que acabamos
de caricaturizar a plena conciencia (pues no era de su filosofía que queríamos hablar más
arriba, sino de los efectos de su adopción por los intelectuales) no está ausente –todo lo
contrario- del último avatar de este olvido del Hacer . Ante la retirada, el fracaso o la derrota
del ideal revolucionario clásico de los dos siglos previos de modernidad (incluídas la “democracia
universal” de la mal llamada Revolución Francesa, y la “sociedad de productores libres” del mal
llamado Socialismo Real), colapsos sintomatizados en el plano “filosófico” por la crítica a los
“grandes relatos” y las consecutivas adopción y estallido de las “pequeñas historias” del
fragmentarismo postmoderno, así como antes habían fracasado las omnipresentes estructuras (esas que
nunca salieron a la calle, se decía en el 68), los lugares vacíos dejados por esas
alternativas están siendo ocupados por las múltiples variantes del discurso ético-religioso , que ya
puede verificarse como un auténtico otro “giro” -¿el último?- en la “historia del pensar”: esas
variantes que van, en un extremo, desde la adopción no siempre muy rigurosa de una moral de la
Diferencia o del “Rostro del Otro” en Derrida, Levinas o Marion –que aquí tomamos como meros
ejemplos ilustrativos-, o desde el renovado interés por la religión (habitualmente cristiana: es el
caso del ex guerrillero Regis Debray), y especialmente por el fundador San Pablo (véase Badiou,
entre otros que, aunque en una vena muy diferente, incluyen a Zizek) hasta, en el polo opuesto, los
fundamentalismos (pues no se trata solamente del islámico) multiculturales y simultáneamente
“identitarios” que procuran vanamente generar las condiciones éticas de una nueva ekklesia en
un contexto en que la disolución irrecuperable del nudo de lo trágico / lo poético / lo
político no deja espacio para un re-anudamiento que no sea a su vez violentamente
destructivo en el plano de lo simbólico tanto como de lo material.
Sobre la cuestión de los
fundamentalismos, no podemos extendernos demasiado aquí. En otras ocasiones hemos adelantado la
hipótesis de que ellos nada tienen que ver con alguna misteriosa regresión arcaica de la
cultura. Todo lo contrario: tal como los conocemos hoy en su vertiente religioso-político-“militar”
son, para decirlo rápido, un fenómeno estrictamente postmoderno . Representan una respuesta
–perversamente equivocada, qué duda cabe- a la crisis terminal del Capital. ¿Suponen, en esa medida,
una forma de resistencia a esta nueva fase salvajemente depredadora de las otras
culturas? Claro que sí: negarles ese lugar “objetivo” sería simplificar(nos) el problema en exceso.
Pero, desde ya, con solo decir eso decimos muy poco, y lo que decimos cae víctima del fetichismo del
pensamiento: al fin y al cabo, en su momento también el nacionalsocialismo (y con más razón el
fascismo italiano) incluyeron, al menos discursivamente, cierto monto de reivindicaciones populares
auténticas. No hay ninguna ideología que pueda aspirar a una mínima eficacia sin asumir esas
partes de verdad: el problema, como siempre, es la relación de conflicto irresoluble con el
“Todo”. Los “neofundamentalismos” son –también lo hemos dicho- una huída hacia delante en una
situación de vacío de la lucha de clases a nivel mundial, y en el contexto ya citado de una
auto-colonización del mundo que requiere la subordinación total de las “otras culturas”
al sociometabolismo dominante. Se entenderá, suponemos, y ya lo hemos aclarado al pasar, que por
“vacío de la lucha de clases” no queremos decir en absoluto , como pretendería el discurso
dominante, que la “contradicción principal” Capital / trabajo haya sido en modo alguno
“superada” –entre otras cosas, porque sin ella el capitalismo sencillamente no podría
existir-; lo que queremos decir es que por complejas razones históricas ya no se expresa en
las formas “clásicas”, ni los sectores organizados del trabajo apuntan a ninguna “revolución”, por
más que los muy esforzados partidos de vanguardia, con su ya canónica confusión entre el deseo y el
objeto, vean una “situación prerrevolucionaria” en cada conflicto salarial que suponga algún mínimo
grado de autoorganización por fuera de las “burocracias sindicales”: el otro polo del
derrotismo no puede consistir –a riesgo de confusiones que suelen conducir a verdaderas
derrotas – en un cuasi-delirante optimismo a toda prueba de la realidad.
Por supuesto, no
es nuestra intención aquí caer en ningún reduccionismo economicista o “politicista”. Los
neofundamentalismos también representan, desde un punto de vista histórico-antropológico más vasto,
y si se nos perdona abusar de cierta jerga, un retorno de lo reprimido por esa cultura
occidental que creyó realmente haber podido “laicizar” plenamente al mundo entero bajo aquel
monoteísmo totalizador del Capital. Ya en la década del 40, en su celebérrima Dialéctica de la
Ilustración , Adorno y Horkheimer habían ironizado rigurosamente sobre las ilusiones de un
logos instrumental que soñaba con haber liquidado para siempre al mythos . En el contexto de
una sociedad mundial no-reconciliada (es decir, atravesada por toda clase de fracturas,
injusticias, formas de dominación, etcétera) semejante intento idealista de totalización
homogeneizante, que en realidad respondía tan solo a las necesidades particulares del Capital,
no podía sino conducir al peor de los fracasos: el que, en virtud de sus propias expresiones de
deseo, estaba incapacitado para ver que todo lo que había creído reprimir estaba simplemente
al acecho de retornar . Por su parte, el “nuevo” pensamiento ético-religioso se coloca como la
contrapartida del mismo fracaso: su igualmente idealista convocatoria a una “tolerancia”
infinita de las diferencias pierde de vista, con demasiada frecuencia, la materialidad inconmovible
de unas desigualdades que no son el mero efecto de la “intolerancia”, sino de una irreductible
lógica de la “materia” del Capital.
Este tipo de reflexión ético-religiosa “progresista”,
en efecto, por su propia naturaleza universalista-renegatoria , se vuelve necesariamente inmaterial
: aunque hable del “rostro”, su impronta es la de un neo-humanismo abstracto, paradójicamente
heredero (aunque en algún caso, como el de Levinas, pueda incluso hablarse de una
premonición ) de la virtualización desmaterializada del postmodernismo, que desestima la
singularidad de los cuerpos , sin por ello (o por ello mismo) informarnos mejor sobre las almas ; lo
cual no es otra cosa que la necesaria contrapartida de su negativa a reinscribir su pensamiento en
la encarnadura “contaminada” de la tensión entre lo Político y el Capital. Vale decir –para
expresarlo “spinozianamente”- de una inmanencia del propio despliegue de la Materia, y no de
una trascendencia plena de esas proverbiales buenas intenciones del igualmente proverbial
empedrado del camino a ya se sabe dónde.
En su vertiente privada , íntima, este discurso se
repliega, con frecuencia, en el arrobamiento místico. Bien, nada tenemos que objetar: a veces, por
esa vía, produce poesía interesante. En su vertiente pública , puede llegar a una muy sui
generis -y muy filosóficamente sofisticada: no estamos hablando de una tontería- operatoria
que mezcla la “autocrítica” con la psicopatía de una generalización de la Culpa Universal: de
los fracasos y las maldades (sean los del Capital o los de la “revolución” que no fue
–porque si hubiera sido , el discurso hubiera tenido que adoptar otra estrategia; ese es el límite y
la comodidad de su “universalismo”: para estar seguro de no equivocarse, hay que decir que nunca
nada hubiera podido “salir bien”-), de esos fracasos y maldades somos todos culpables
por igual. No hay aquí, en principio, distinción entre la Culpa -judía, cristiana,
judeocristiana, lo que sea- y la responsabilidad -innegable en su propia
“universalidad”: esa que le hacía decir a Sartre: “Somos responsables de todo, ante todos”-.
Lo
que nos queda, por lo tanto, es el acto de contrición , el arrepentimiento –algo muy distinto a una
auténtica abjuración -, hasta tanto la Verdad se nos des-vele . Es decir: unas vacaciones,
ciertamente muy austeras, sufridas e intelectualmente honestas –nadie pretende negarlo- en la Casa
del Ser más radical posible, ese que lleva “el rostro del Otro” al límite de la más honda alteridad
– y por consiguiente de la más inalcanzable des-particularización-. Puesto que el mundo ya se ha
desmaterializado completamente (esto no se discute: si todavía existiera la materia, habría que
ocuparse de lo político, que es una esfera donde los particulares concretos, históricos,
contaminan la pureza del Ser), este “heideggerianismo” sin Welt , “des-mundanizado”, no puede menos
que recalar en la teología –esa que Heidegger solo aparentemente había terminado por
rechazar-.
Pero, ¿en cuál? No se trata, por supuesto, de ninguna de las grandes religiones
institucionalizadas : hasta eso sería demasiado “mundano” (allí donde hay instituciones, ya se
sabe, no queda remedio: hay que hablar de política ). Estamos, más bien, en el terreno de una difusa
“teología negativa” –que muy poco tiene que ver, por ejemplo, con la del “materialista místico”
Georges Bataille-, en la cual se puede, sin mayores abundamientos, hablar por ejemplo de un
Dios-sin-Dios : una ingeniosa manera, por cierto, de integrar el (problemático) ateísmo de Nietzsche
y Heidegger –del de Marx y Freud nada sabemos: una vez más, eso hubiera llevado demasiado cerca de
lo Político- a un tipo de discurso ético-religioso que muy poco tiene que ver con esos
“nombres de autor”: finalmente, se piense lo que se piense de cada uno de ellos, Nietzsche se pasó
su vida “deconstruyendo” la genealogía de la ética occidental y anunciando (vanamente, como se puede
ver) la muerte de Dios, y Heidegger acusando a ese mismo ethos occidental, bajo la forma de la
metafísica de la “Técnica”, de haber operado el nefasto “olvido del Ser”. Pero, claro: con todavía
mayor ingenio, un epigrama como el de Dios-sin-Dios convoca una resonancia poética –ella sí
muy “heideggeriana”- que exime a quien la pronuncia de toda explicación “dialéctica”, que será
vituperada como logocéntrica , como racionalizante , o cualquier otra nueva “culpa” que caerá sobre
nuestros ya cargados hombros. A lo sumo, el epigrama viene a ocupar, a tapar imaginariamente,
el lugar vacío de la muerte (Nietzsche) o la retirada (Heidegger) de Dios, sin a cambio
ofrecer qué poner en su lugar –y por cierto demostrando su incapacidad de soportar el
vacío-.
Pero, como sea: no estamos diciendo, en ningún sentido conocido de estos términos al
menos, que el discurso ético-religioso sea reaccionario , ni conservador , ni que esté
intencionalmente a favor del Capital . La cuestión es bastante más complicada. Se trata de un
“progresismo” de nuevo tipo –hay que reconocerle ese valor de novedad – que, con igualmente
reconocibles esfuerzos de sofisticación filosófico-poética, ha adoptado a su propio modo lo que
rápidamente podríamos denominar la ilusión “democrática” –que incluye, como no podía ser menos, la
in-diferencia de la teoría de los dos demonios equivalentes-. Decir: “somos todos culpables”,
y por lo tanto, “le debemos infinito respeto al rostro del Otro, sea quien sea ”, es como decir,
“somos todos iguales ante la Ley –si bien ahora es la Ley fundante de la Palabra Originaria, y
no la ley jurídica-“. La ilusión democrática -que no es, que es lo opuesto , de un
imaginario de auténtica democracia que todavía está por construirse-, aquí, consiste en poner
el carro delante del caballo: ya somos todos iguales de entrada, no se trata pues de
conquistar una verdadera igualdad, sino de “corregir” las fallas o las desviaciones de nuestra
actual condición (sería interesante, aunque no tengamos tiempo de hacerlo ahora, analizar la
estrecha relación entre el discurso ético-religioso y el de unos “derechos humanos” malentendidos
como sustitución de lo Político).
En este sentido, es un discurso
perfectamente compatible con uno de los vericuetos más insidiosos de la sociometabólica
ideológica del Capital: el de una lógica –que es la matriz productora del pensamiento
dominante- del equivalente general , directamente derivada de la praxis objetiva del
fetichismo de la mercancía: este discurso ético-religioso es , en sí mismo, la “religión de la
mercancía” (¿y habrá que recordar, una vez más, como lo ha hecho entre nosotros el ya citado León
Rozitchner, que la fuente intelectual “pre-capitalista” y teológica del equivalente general es
nada más y nada menos que… San Agustín?). Su eficacia laica -el aspecto “terrenal”, digamos,
de la aparente aporía del Dios-sin-Dios – es el de haber “proyectado al cielo”, a modo de idealidad
, a esa democracia realmente existente que ha fracasado en la Tierra. Es, pues, una manera
“penitente” de retener esa “democracia”, pudiendo al mismo tiempo creer que se la
critica; y por supuesto, mientras se purgan los propios pecados, y sobre todo mientras se levanta el
dedo acusador contra los ajenos, sólo queda esperar pacientemente el des-velamiento , la
Aletheia que nos traerá la Redención final. (Y es, dicho sea entre paréntesis, absolutamente
intolerable que frecuentemente, en apoyo de esto , se cite nada menos que a Walter Benjamín y
su “ángel de la historia”, pasando por alto, también nada menos, que si en un sentido muy
idiosincrásico se puede decir que Benjamin era “religioso”, también hay que decir, nos guste o no,
que era marxista : su “redencionismo revolucionario”, expresado con auténtica poesía en la
célebre alegoría del Angelus de Paul Klee, nada tiene que ver con la paciencia progresista ,
algo para lo cual prodigó sus más agudos dardos)
Hay, desde luego, varios, y severos, problemas
con este discurso, que ahora no nos queda más remedio que enunciar taquigráficamente.
Para
señalar de entrada el que más afecta a su propia consistencia interna: no es lo suficientemente
religioso -y es precisamente eso lo que revela su duplicidad “democrática” bien terrena-. Su
apelación a una pacificación abstracta con todos y con cualquiera –la Paz y la “buena voluntad”
hacia el rostro del Otro también entendidas como equivalente general – no toma suficientemente en
cuenta el componente, incluso el fundamento, decididamente violento que hay en el origen de
cualquier religión. Si la lectura de “Levinas” (de nuevo: se trata de un nombre de autor , de
un paradigma hermenéutico tal como ha sido generalizado, y no tanto de la precisa textualidad
de ese autor) pudiera abrirse en serio a, digamos, Tótem y Tabú de Freud, o tan siquiera
a La Violencia y lo Sagrado de Girard, o a los escritos extraordinarios de Walter Burkert
(para no mencionar las enteras bibliotecas de evidencia etnológica, arqueológica, historiográfica,
sin llegar a la “filosófica”, al respecto) podría poner en duda seriamente que el fundamento de
lo religioso (en su originario e inextricable vínculo con lo político) fuera el de una
Paz y una Tolerancia ya siempre dadas por la Palabra Divina, y no de algo, nuevamente, a
conquistar más allá y a- travesando la violencia inscripta en su propia fundación:
la lógica de violencia de masas del Sacrificio –presente como sustantiva en todas las
religiones, desde mucho antes y paralelamente a los grandes monoteísmos (que para este discurso tan
“tolerante” parecen ser las únicas religiones a tener en cuenta)- no es una anécdota ni un
epifenómeno: es la sustancia . El “giro” ético-religioso, nos tememos, acepta demasiado rápidamente
el gesto con el cual Occidente –que, es bueno recordarlo, no creó ninguno de los tres grandes
monoteísmos universales- ha forcluído al politeísmo, y por lo tanto a la tragedia , desatando
ese “nudo” originario de lo religioso / lo político / lo poético que está en los
comienzos mismos de (lo que pasa por ser) la cultura occidental. Pero dejemos esto último por el
momento –aunque tendremos que retomarlo-. La “empiria” del ritual de sacrificio debería al menos
despertarnos esta sospecha: que no es cierto que “todas las religiones” partan del precepto
del “no matarás” –a menos, claro, que con esto se quiera decir que lo que hacen muchas
religiones con ese precepto es renegar de aquel mismo acto que las hizo posibles: estamos de
acuerdo-. No nos meteremos con todo el comportamiento histórico (= “empírico”) concreto de las
Iglesias. Baste decir que si algo demuestra el ritual de sacrificio es que, justamente, la vida
humana no es “sagrada”. Al contrario, “sacralizar” a la víctima implica inhumanizarla : el
pharmakon no es un humano “en más” (cuando es, por ejemplo, el rey) o “en menos” (cuando es un
“subrogado” animal), sino otra cosa , la “Otredad” por excelencia. Lo cual demostraría, de
paso, la insuficiencia -no estamos diciendo la impertinencia- del postulado levinasiano acerca
del respeto por el “rostro del Otro” (al menos en su versión vulgarizada por los
eticistas-religiosos ): en el ritual de sacrificio no sólo se “respeta”, sino que se crea el
“rostro del Otro” (se hace de lo semejante una completa Alteridad)... para poder matarlo. Lo cual le
genera al “levinasismo” un problema: el amor al “rostro del Otro” puede ser mortal . Y ello, lejos
de significar una “falta de respeto”, es, en el sacrificio, su máxima expresión: el respeto, la
veneración , por lo “sagrado”.
Desde ya, eso no se hace sin culpa : la prueba es el carácter
“numinoso”, tabú , del Otro a sacrificar y del acto mismo del sacrificio. Pero se nos
admitirá, al menos, que aquí, en las religiones –sobre todo en las religiones, en cierto
sentido- el “no matarás” presenta antes la estructura de un dilema , también “empírico” –vale decir,
confrontado a la particularidad de lo político-, que la de una certeza absoluta (finalmente,
es cierto, Yahvé detiene la mano de Abraham; pero el Dios cristiano admite el sacrificio de su Hijo
en aras de un fin “superior”). Nuevamente, viene al caso Benjamin, con su acostumbrada, y a veces
tiernamente cruel, lucidez: “"A la pregunta de: ¿puedo matar? se responde con el inmutable
mandamiento de "No matarás". Dicho mandamiento se halla situado ante la acción como Dios ante el
hecho de que esa acción suceda. Pero, por más que no pueda ser el miedo al castigo lo que obliga a
cumplir el mandamiento, éste es inaplicable, inconmensurable, puesto ante la acción ya realizada.
Pues del mandamiento no se sigue un juicio respecto de la acción. Y así, no se puede predecir ni el
juicio divino frente a ella ni su fundamento. Por lo dicho, no aciertan quienes basan en este
mandamiento la condena de cualquier muerte violenta de una persona a manos de otra. El mandamiento
no es criterio del juicio, sino sólo una pauta de conducta para la comunidad o la persona que, en
solitario, tiene que arreglárselas con él y, en casos tremendos, asumir la responsabilidad de no
observarlo”.
Segundo problema: ¿quién , o qué cosa , es ese “Otro”, cuyo “rostro” debemos
respetar a rajatablas? Otra vez: el carro delante del caballo (como corresponde a la operación
fetichizante: la Parte por el Todo, la Causa por el Efecto, el Producto por el Proceso de
Producción; o sea: la eliminación de la Historia, especialmente de la que todavía debemos hacer ).
Enunciado así, el Otro es cualquiera : el Diferente étnico, religioso, sexual, desde ya, pero
también ¿por qué no? “Hitler” o “Stalin”, o ahora “Bush” (¿o no son, ellos, también otros ?). Y si
se nos dice, como sin duda se nos dirá, que no, ellos no, porque justamente ellos son el Mal
radical con el cual aparece el límite absoluto del Rostro, diremos que en efecto, así es, pero
que entonces el Otro no es absoluto: tiene grados , tiene diferencias internas , y por lo tanto
estamos obligados a elegir quién sí y quién no. Y allí donde estamos obligados a elegir , no
hay remedio: estamos, en el sentido más amplio pero más estricto, en el resbaloso, impuro, terreno
de la política . Es decir: en ese terreno del conflicto permanente , insoslayable,
irreductible, entre el Universal y el Particular, donde el “Otro” tiene que ser re-definido en
cada momento, pues es una construcción hacia adelante , y no alguien / algo que ya puede darse como
dado . Y si no es así, estoy de vuelta, de lleno, en las mallas del sociometabolismo fetichista del
Capital: de su falsificado equivalente general , en el cual las particularidades concretas,
materiales, quedan disueltas en la abstracción “celestial” del Concepto vacío de determinaciones. O,
en el mejor de los casos –aunque se podría demostrar que es el mismo caso-, estoy en los
límites aporéticos del kantismo: allí donde el imperativo de una ética universal choca siempre
con el caso particular. Como no podría ser de otra manera, no solamente por razones lógicas , sino
históricas : la “fragmentación de las esferas de la experiencia” propia de la modernidad (es decir,
del Capital) implica tensiones irreductibles entre los ideales de la universalidad y los
reales del particularismo
Y, para colmo –cuestión “sartreana” si las hay: véase Reflexiones
sobre la Cuestión Judía -: ¿quién soy Yo para decir que el Otro es, efectivamente, otro ? ¿Soy
acaso el Mismo, el Uno, a partir del cual se “proyecta” un Otro? ¿Soy el Igual Absoluto a
partir del cual se atribuye la Diferencia? ¿Soy el Todo a partir del cual se recorta la
Parte? ¿Soy, pues, Dios ? ¿Se ve la soberbia inaudita, omnipotente, “totalitaria” de este discurso
de la Tolerancia infinita? Por supuesto que nadie -al menos nadie mínimamente no-“racista”-
podría estar en contra de la libre proliferación de las “diferencias” . Pero ellas no son meramente
“ontológicas”: son también algo que se me impone como constructo histórico-cultural que
incluye (que frecuentemente son el producto de) un ejercicio del poder –desde hace medio milenio,
del poder absoluto del Capital- cuyo efecto no son las meras “diferencias objetivas” (este
nació con un color de piel distinto al mío, aquel pertenece a otra religión, la de más
allá es biológicamente de otro sexo, y así), sino las más injustas desigualdades producidas .
Y, pace Orwell, las desigualdades no son todas iguales. Las “diferencias” no son todas generalmente
equivalentes . Algunas merecen todo mi respeto. Otras deben ser eliminadas , para que pueda ser
construida una igualdad sustantiva que ya no permita que el Discurso de la Diferencia sea la
coartada de la injusticia.
Una vertiente para nuestro gusto más interesante de esta/s nueva/s
corriente/s de pensamiento es la que -a partir de una articulación ciertamente extraña pero para
nada impensable entre Carl Schmitt y Walter Benjamín, o entre Leo Strauss y Romano Guardini, con el
propio Heidegger como tertius comparationis (y, habría que agregar, con Kojève mirando de reojo) ha
venido a denominarse “nueva” teología política , tal como la practican un Giorgio Agamben o un
Roberto Esposito, entre otros (somos conscientes de que el propio Esposito negaría enfáticamente
esto, en nombre de lo que llama lo impolítico -categoría a su vez extraída de Massimo
Cacciari-: pero, por razones que procuraremos mostrar, creemos que Esposito permanece, a su modo,
dentro de la “teología política”). Aunque tengamos también sobre ella nuestras reservas, al
menos, como lo indica su misma denominación, admite el lugar de lo político en su problemática
relación con lo “teológico”; y por otra parte –partiendo del otro componente de la ecuación- se toma
en serio el retorno de lo reprimido religioso ante la crisis de las políticas. Pero,
adelantemos una sospecha: la sombra de la abstracción desmaterializante, in-corpórea , no deja
de planear también, omnipresente como es, en esta vuelta de tuerca de la inflexión
ético-religiosa.
Queremos insistir en algo, sumamente problemático, y que sabemos causará
controversia. Todas estas formas (el estructuralismo y el postestructuralismo, el giro
ético-religioso y la teología política) son, cada una a su manera, como diría un español, de
“izquierdas” . De nada sirve despacharlas, como hacen algunos creyendo con ello descalificarlas de
un plumazo, diciendo que son “de derechas”. Eso no es más que barrer el problema bajo la alfombra.
El problema es , precisamente, su “progresismo”: es por eso que se nos hace necesario
polemizar con ellas. Más aún: nos atreveremos a decir que representan, en cierto sentido, la
culminación de lo que en su momento, tomando prestado un concepto de Merleau-Ponty, Perry
Anderson hizo célebre bajo el mote de marxismo occidental . Y somos conscientes de que muchos, o la
gran mayoría, de los autores que hemos citado no son “marxistas”: lo que queremos decir es que
fue el “marxismo occidental” el que, paradójicamente, abrió las puertas de lo que aquí hemos llamado
la des-materialización del pensamiento crítico.
Lo hizo por razones considerables,
atendibles, incluso inevitables : el marxismo occidental, desde, digamos, el “conciencialismo” de
Lukács en adelante, con Gramsci como “bisagra”, tuvo que confrontarse con una constatación que aún
no era la de Marx, o la de Lenin –y que sólo más tarde, en la década del 30, fue la de Trotsky,
aunque él mismo, por razones discutibles, se empeñara en hablar de “estados obreros degenerados”,
concluyendo que lo que hacía falta en la URSS era una revolución política que completara la ya
realizada revolución social: un error, sin duda, pero que no minimiza el enorme acierto
consistente en descubrir la lógica de una “revolución permanente” que era la contracara política del
principio del desarrollo “desigual y combinado” del Capital, que no permitía tener una receta
única para la lucha mundial contra el Capital (una lección que, lamentablemente, los
“trotskistas” no terminan de no aprovechar)-: esa constatación fue la del fracaso de la
Revolución. Trotsky, a pesar de su reserva “táctica”, lo percibió muy rápidamente. Fue el
único de los marxistas no-occidentales (aunque en otro sentido era el más “occidental”
de ellos) que a nuestro juicio realmente entendió al Marx que se resistía tanto a abandonar al arte,
la cultura o la ideología al topos uranus sublimado y deshistorizado como a reducirlas a la
“base económica” (y que Trotsky escribiera cosas como Literatura y Revolución en medio del
“barro y la sangre” de la guerra civil no es poco símbolo de esa disposición vital), mientras Lenin
prácticamente no se ocupó de esas sutilezas, y Mao las jibarizó a recetitas epigramáticas de
“librito rojo”.
“Fracaso”, decimos, en un doble sentido: en Europa occidental no hubo
“revolución” (y por el contrario, como sabemos, la regla fue una feroz reacción ), y en la URSS, esa
“revolución” que sólo había comenzado a hacerse en octubre de 1917 pronto derivó, como hemos
dicho, hacia otra forma, y de las más opresivas, del sociometabolismo del Capital. Mientras tanto,
en 1914 y luego en 1939, las “masas” europeas –incluidas, muy particularmente, las proletarias-,
como se dijo en aquel tiempo, marcharon alegremente hacia la masacre bajo sus banderas nacionales ,
y no bajo la bandera roja de la Internacional. Ya no hubo vuelta atrás. Después de la II Guerra, el
eje de gravitación de las esperanzas de la “revolución” se desplazó fuera de las fronteras europeas
y occidentales, hacia ese otro mundo, llamado Tercero. Allí, ligado mucho más que en Europa al
movimiento social y político, se produjo, desde ya, mucho y buen pensamiento crítico: de Mariátegui
a Fanon, de Senghor o Samir Amin a Aijaz Ahmad o Talal Asad, de Ugarte a Edward Said o Tariq Ali, un
listado sin exclusiones sería excesivo ahora. Europa, hasta muy recientemente, se dio escasamente
por enterada; y cuando lo hizo –a través, por ejemplo, de cosas como la “onda” postcolonial -, lo
hizo mayoritariamente con la inflexión textualista y desmaterializada que vimos. El
pensamiento crítico europeo, con excepciones notables pero parciales –en Sartre o la Escuela
de Frankfurt, y más recientemente en Jameson o Meszáros, por ejemplo- había perdido casi
definitivamente la materia y el cuerpo . Eso, decíamos, ya había empezado, a su manera, con
Lukács, incluso –o quizá especialmente- en la fase “transicional” de Historia y Conciencia de Clase
. Ese libro, sin duda, revolucionó la teoría marxista en muchos sentidos positivos; y aún más, es
uno de los textos de filosofía crítica europea más significativos del siglo XX –comparable a la
Dialéctica de la Ilustración de Adorno y Horkheimer, o a la Crítica de la Razón
Dialéctica de Sartre, a los Pasajes de Benjamin, y a muy pocos más (entre los cuales
está, muy paradójicamente, Ser y Tiempo , algo admitido por el propio Heidegger)-. Pero tuvo que
pagar el precio (“anti-dialéctico”, si se nos permite) de su centramiento en la conciencia y
en la ideología , vale decir, de una desatención a la materialidad de los inmensos problemas
que presentaba, por un lado, el funcionamiento histórico-concreto del Capital, y por otro, los que
presentaba la recién iniciada (el libro fue escrito entre 1918 y 1923) “transición al socialismo” en
Rusia. En cierto modo, esto era inevitable: si aceptamos la premisa célebre de las “tres fuentes y
tres partes constitutivas” del marxismo (la filosofía clásica alemana, la economía política
escocesa, la praxis política “francesa” a partir de la revolución de 1789), es fácil
percatarse que, ante el fracaso, o por lo menos la insuficiencia, política y económica
de las revoluciones socialistas “realmente existentes”, el marxismo tenía su mejor oportunidad de
desarrollo y creatividad en el terreno de la filosofía , en el sentido más amplio posible de la
palabra (de todo lo que ahora se incluye bajo el paraguas de la “teoría”: la filosofía propiamente
dicha, la historiografía, la antropología filosófica, la crítica de la cultura, la teoría literaria
y estética, incluso la teoría psicoanalítica y / o semiótico-lingüística, etcétera). Ese desarrollo
fue extraordinariamente complejo, rico, antidogmático, profundamente emancipador para la
subjetividad pensante. Más aún: estamos dispuestos a sostener que todo el pensamiento mejor
del siglo XX (el de Heidegger también: ¿o no dice casi explícitamente, en la Carta sobre el
Humanismo, repitiendo a Max Weber, y muchas décadas antes que Derrida, que está luchando con el
fantasma de Marx?) tiene una extrema dependencia de ese desarrollo. Pero fue al precio de una
toma de distancia , si no de un completo abandono , del “núcleo duro” de la economía política
(la de Marx, que por supuesto no es la de los “economistas” ni la de los “politólogos”).
El
subjetivismo optimista de Lukács no puede resolver más que en términos, efectivamente, de
apelación a la conciencia , de voluntad de desalienación , de lucha contra la crisis ideológica ,
los monumentales límites materiales que se oponían a una ruptura con la lógica dura del
sociometabolismo del Capital. En su apuesta voluntarista (y apasionada y honestamente comprometida,
hay que reivindicarlo) a la auto-construcción del para-sí por parte del “proletariado
mundial”, que necesariamente debía combinarse con una temporalidad otra , la de las urgencias
materiales de la transición, y habida cuenta de que Lukács ya había decidido que el eje central de
la cuestión estaba en el campo de batalla de la “conciencia”, allí donde en algún momento se
iba a realizar la “identidad sujeto-objeto” del proletariado, no quedaba más salida, para cubrir esa
“brecha” temporal, que la férrea conducción de la elite del Partido, idealizada como
conciencia anticipada del movimiento hacia la “desalienación”. De allí al stalinismo , en la
historia material de esos años, sólo quedaba dar un paso fatídico pero inevitable. Lo que
significa, aunque nos duela, que esas a veces patéticas “autocríticas” posteriores de Lukács –que
hicieron de él algo así como el Galileo del marxismo- no fueron solamente un producto de las
inauditas presiones, que las hubo, del Partido, de la nomenklatura : el “proto-stalinismo”
lukácsiano estaba ya, in nuce , en Historia y Conciencia de Clase –lo cual no impidió, claro está,
la censura y el menosprecio al que fue sometido el libro por la propia nomenklatura -; y esa es la
tremenda tragedia de Lukács: porque allí podría haber estado también lo contrario , a poco que
la “revolución teórica” lukácsiana hubiera permanecido más cerca del conflicto entre la Idea y
la Materia. Que hubiera dado un paso más hacia la inmediatez mediada -para usar sus propias
palabras- y hubiera sacado, o tan sólo imaginado, las consecuencias prácticas de sus premisas
filosóficas. Intermitentemente, a lo largo de su carrera intelectual, y más “totalizadamente” en su
obra última, La Ontología del Ser Social , hubo intentos de reparación. En este texto póstumo y
monumental, por ejemplo, hay una presencia de la relación Hombre / Naturaleza que apunta a una mayor
presencia, también, del cuerpo sensible , de una “antropología” materialista de la cual, al fin y al
cabo, había partido Marx en los Manuscritos de 1844. Pero ya estábamos en la década del 70.
Era demasiado tarde.
A partir de allí, de esa acentuación al interior de Historia y
Conciencia de Clase , la partida estaba jugada. “Lukács” – otro nombre emblemático para decir el
“marxismo occidental”- había entreabierto la puerta de la desmaterialización del pensamiento
crítico, y ya nunca, con las excepciones fragmentarias apuntadas, pudo volver a cerrarla. Como lo
vio, en su momento, Perry Anderson –aunque haya sido a veces injusto en su evaluación en “paquete”-,
lo mejor del pensamiento dialéctico europeo quedó acantonado en los laberintos del lenguaje , de la
abstracción ; cuando más se acercó al objeto concreto fue en el campo de la estética o de la
teoría literaria . Poco o nada supimos, en ellos, de la economía o la política . Es verdad que
eso, acertadamente, formaba parte de la “nueva” crítica dialéctica: la demostración de
que no todo es economía, de que ese no-todo , justamente, había sido dialécticamente
reintegrado por Marx (contra la “fragmentación de las esferas de la experiencia” luego
teorizada por Max Weber) a la “síntesis de múltiples determinaciones” en la que consiste la
realidad, empezando por la del Capital, y demostrando que Marx, lejos de ser un “economicista” –como
muchos de sus críticos han pretendido para descalificarlo- era un radical crítico del
“economicismo” burgués. Pero concentrarse en (lo que en otra época, menos “crítica”, se hubiera
llamado) la superestructura ideológico-cultural significó la creación de otro no-todo
que, paradójicamente, mantenía la brecha entre “economía política”, por un lado, y “cultura
ideológica” por el otro. Era no advertir que, para abreviar, así como el Estado –y por lo tanto
la política- es intrínseco a la sociometabólica del capital, también lo son las formas
conceptuales y representacionales o “simbólicas”. Y que por lo tanto el reexamen crítico debe tomar
todo eso en conjunto : vale decir, en esa perspectiva de la totalidad (abierta y
contradictoria) que el propio Lukács recomendaba.
El marxismo occidental –sintomatizando la
retirada de las esperanzas en una “revolución mundial”- terminó, a su manera, reproduciendo el
síndrome de la vanguardia estética criticado por Adorno o Peter Bürger entre otros: la
creencia en que una “revolución” estético-simbólica iba a cambiar la vida . El sustituismo de
las masas expresado en el despotismo staliniano (que tuvo su mejor réplica, en el campo artístico,
con André Breton y su despótico liderazgo sobre el grupo surrealista) se duplicó, en el pensamiento
crítico, por un sustituismo de lo real bajo el imperio de la teoría “pura”. Esto afectó
también, a su manera, a la Escuela de Frankfurt. Sin embargo, Adorno, por ejemplo –quien, como es
sabido, dedicó la inmensa mayor parte de su obra a los problemas estético-culturales-, tuvo la
lucidez de, por un lado, advertir siempre con firmeza contra las ilusiones de que el arte
autónomo -en el cual veía un punto de resistencia objetivo pero sólo metafórico contra
el pleno imperio del fetichismo de la mercancía- pudiera hacer nada para transformar lo real ; y,
por otro, el paradójico marxismo sin proletariado por el cual abogaba –que muchos tomaron
únicamente como muestra de pesimismo elitista, cosa que sin duda era también- aludía, en su propio
enunciado, a esa ausencia de materia histórica , a esa falta de los cuerpos-sujetos , falta en
la que el marxismo parecía haber encontrado un inadvertido refugio contra la derrota de la
“revolución”. Otro tanto puede decirse de Max Horkheimer, Walter Benjamin o Herbert Marcuse, aunque
por muy diversas razones y con muy distintos destinos. Y mucho habría que hablar, asimismo, del
debate sobre la estetización de lo político (la idea es por supuesto del propio Benjamin),
debate que no podría haber venido de otro lado que del “marxismo occidental”, y más aún, del
extraño, sin duda tenso pero bizarramente productivo, diálogo entre la izquierda y la derecha
intelectuales en el interludio de Weimar (Schmitt haciendo una recensión elogiosa del libro sobre el
barroco alemán de Benjamin, Heidegger leyendo a Lukács mientras escribía Ser y Tiempo ,
Marcuse discípulo de Heidegger, Sartre fascinado con Max Scheler y por supuesto con Heidegger,
Kojève polemizando muy respetuosamente con Leo Strauss, etcétera, etcétera).
En todo caso, esa
rendija abierta por “Lukács” pronto se transformó en una ancha avenida de mano única, y en cierto
sentido selló la suerte de todo el pensamiento crítico posterior. Como dijimos, el
estructuralismo, el postestructuralismo, y ahora el giro ético-religioso, fueron sucesivas réplicas
–más o menos confrontativas, según los casos individuales- a las distintas fases de la crisis del
Capital, a partir de fines de los años 60 y principios de los 70. Si nuestra hipótesis general es
correcta, esas “modas” intelectuales consecutivas (lo decimos sin menosprecio: las “modas” suelen
ser muy interesantes, y a veces muy útiles, síntomas ) demostraron la fortaleza , y no la
decadencia, del marxismo occidental, puesto que se instalaron en la misma brecha abierta por
él, aunque los vientos de la política internacional ya no hacían aconsejable ni elegante llamarse
“marxistas”. Pero, al mismo tiempo, aquélla “fortaleza” del marxismo occidental ya era,
constitutivamente, una debilidad: la de –para decirlo en una jerga más o menos lacaniana- una pasión
por el significante que, paradójicamente, había perdido la dimensión de los límites
insuperables puestos por lo real , que son precisamente los que le otorgan al significante, a la
palabra, a lo simbólico, su valor diferencial. Y esos límites –es hora de decirlo con todas las
letras, puesto que hemos constatado que tenemos tan poco tiempo- eran también los del
retroceso de lo que llamábamos “revolución”, retroceso paralelo al avance de la crisis
del Capital. Y quién sabe –es una hipótesis digna de ser explorada- si ambas cosas no estuvieron
íntimamente relacionadas.
El retroceso fue, como corresponde, “desigual y combinado”: hubo,
claro está, “victorias”, muy especialmente, como queda dicho, en el llamado Tercer Mundo. Pero el
movimiento de conjunto se detuvo, o se hizo más lento, y en el “Segundo Mundo”, en los
“socialismos reales”, retrocedió de manera catastrófica, para no hablar de lisa y llana
abyección . O para no hablar, en esa Europa occidental en la cual la teoría marxista hizo tantos
“avances”, de la debacle, la corrupción o la traición abierta de prácticamente todos los
partidos que se reclamaban del “proletariado”, desde los comunistas a los socialdemócratas o los
laborismos de variado pelaje. Demostrando, entre otras cosas, que en el fondo formaban parte cómoda
del sistema de partidos “burgués”, cuya así denominada crisis de representatividad (como si
alguna vez hubieran realmente representado algo más que secciones “mejores” o “peores” del
sociometabolismo del Capital) los arrastró como un tsunami a las profundidades de la historia.
¿Reforma o revolución? Hoy, pues, no hay más “reformistas”, al menos si por eso se entiende a
los segundo-internacionalistas o los austro-marxistas que criticaban Lenin o Rosa Luxemburgo
(gente como Kautsky, Bebel, Bauer, Adler), que, al lado de los actuales “socialdemócratas”, todavía
parecían férreos militantes por el socialismo. En cuanto a los “revolucionarios” clásicos, ya lo
hemos dicho: es patético su empeño por ser, apenas, cuando no francamente aburridos o infantilmente
malignos, molestos , y no precisamente para el Capital, que ya ni siquiera los toma en cuenta como
enemigos.
¿Y las grandes victorias del Tercer Mundo? ¿China, Vietnam (y buena parte del Sudeste
asiático), Argelia (y buena parte de Africa), Cuba, para sólo nombrar las épicas que encandilaron
nuestra adolescencia y juventud? China ya se ha lanzado a la larga marcha (que esta vez será
vertiginosa) de entrada plena en el sociometabolismo del Capital; Vietnam camina con más
vacilaciones –o más bien, tropezones- en la misma dirección; el resto del Sudeste asiático, sumido
en la miseria más irredenta, difícilmente podrá levantar ante las conciencias críticas la hipoteca
impagable de los horrores de Pol Pot (irónicamente, la única “revolución” a fondo que se hizo,
puesto que lo que allí se propuso fue arrancar de raíz la humanidad preexistente bajo la
excusa de crear el “hombre nuevo”); Argelia se debate entre las dictaduras militares falsamente
“modernizantes” y el fundamentalismo más reaccionario; casi todo el resto de Africa está condenado a
desaparecer del mapa, borrado por las hambrunas o por las pestes, masacrado por los genocidios al
estilo Rwanda o por las intrigas belicistas de las diversas ex potencias coloniales (los últimos
libros de John Le Carré, desde El Jardinero Fiel a Mission Song son muy inquietantemente
entretenidas ficciones del destino que le aguarda a esa tierra magnífica de la que venimos todos los
seres humanos); Cuba languidece heroicamente: hay que festejar –si fuera posible, acompañar- el
heroísmo, sin distraerse ante la languidez.
¿Qué queda? ¿Irak, Afganistán, la causa vasca, la
irlandesa, la palestina? Estamos en el reino de la más nebulosa ambigüedad: sabemos muy bien quién
es el villano, villanísimo , de esas películas; pero ¿y los héroes? Aún sabiendo, como sabemos, que
nunca la política, mucho menos la emancipatoria, se viste de blanco o de negro, ¿cuántos tonos
de gris es capaz de captar el ojo crítico? ¿Y Latinoamérica (y el Caribe, claro)? ¿cuántos colores
más se necesitan para un arcoiris que vaya del gris chato de Bachelet o Tabaré hasta el rojizo ya un
poco lavado de Raúl, pasando por los tornasoles de Lula, Néstor, Correa, Evo, Chavez?
¿Qué nuevo
pensamiento crítico está pensando críticamente todo esto, nos guste o no lo que piensa?
No nos referimos a nombres individuales: cualquiera puede escribir su lista, y hasta sufrir la
(humana, demasiado humana) tentación de incluirse. Casi todos, con media docena de saludables
excepciones –incluyamos, tratando de ser lo más elásticos posibles, a gente como Jameson, David
Harvey, Wallerstein, Zizek, Negri, etcétera (qué raro: en este elenco no hay ya franceses ni
alemanes)- serían del “Tercer Mundo”.
4.-
Mientras tanto, los “intelectuales
críticos” no dejan de seguir soñando con la Aletheia , con el nuevo des-velamiento ontológico que
advendrá en el hueco de sinsentido que ha dejado abierto el declive del “marxismo occidental”.
Es lógico que hayan buscado, no decimos una “salida”, sino un escape , en Heidegger: la a-teología
heideggeriana, su concernimiento con una “época indigente” en la que los antiguos dioses se han
retirado y el nuevo Dios (ese que es “el único que nos salvará”) aún no ha llegado –y qué parecido
es ese modo de expresión al del Gramsci de “lo viejo que no termina de morir y lo nuevo que no
termina de nacer”-, presenta un sugestivo paralelo con la constatación de que el marxismo occidental
ya no ofrece suficientes respuestas, sin que nada haya venido a sustituirlo o “superarlo” (en el
sentido de la Aufhebung hegeliana). Pero, ¿qué se hace con el irrefutable nazismo de
Heidegger? ¿Es la tolerancia (el disimulo / la banalización / la justificación) de ese nazismo el
precio que deberemos pagar por el indudable interés, incluso la fascinación , que Heidegger puede
despertar? Si es mínimamente atendible nuestra hipótesis de que el giro ético-religioso se
inscribe en un intento de recuperación de una “democracia sublimada”, ¿cómo situarse ante la lógica
irreductiblemente anti-democrática de Heidegger?
Los intelectuales eticistas-religiosos no
tienen, desde ya, respuesta para el dilema. No es culpa de ellos: sencillamente no la hay. Pero,
lamentablemente, su “respuesta” ha sido, sencillamente, la negación del dilema. “Heidegger”
–esa influencia mayor en la filosofía del siglo XX, ese acontecimiento particular que requiere
la decisión singular e irreductible de admitir , “adornianamente”, que estamos instalados
frente al abismo de un dilema, de un conflicto irresoluble- ha sido incorporado como
generalidad referencial, y su singularidad, consistente en que es simultáneamente “nazi”
y el pensador más decisivo para cierta izquierda intelectual contemporánea, todo eso ha sido
despachado como un no-problema . “Heidegger” , aún cuando tenga un lugar privilegiado, ha pasado a
formar parte de los universales de la cultura, confirmando esa tendencia neo-universalista,
incluso “neo-humanista” de nuestros eticistas-religiosos (otro problema para adoptar a
Heidegger: ¿o no había sido justamente el valor de ese pensamiento –se lo tomara como valor
“positivo” o “negativo”- el de deconstruir el humanismo transido por la “metafísica de la
técnica”? Al menos los postestructuralistas derridianos más decididos no tienen ese problema: ellos
apostaron siempre a esa deconstrucción del “Hombre”; los eticistas-religiosos , en cambio,
quisieran conservarlo, incluso darle un lugar sagrado , pero sin los costos de la racionalidad
“técnica”).
El neo-universalismo abstracto del “giro” ético-religioso es en cierto modo más
ideológico que el del Iluminismo clásico: al menos este, insistamos, se correspondía con la etapa de
ascenso del Capital, y alguien como Kant todavía podía tener el pudor –es decir, la conciencia de
sus propios límites- de interrogarse por los enigmas del noumeno . La arrogancia de los
eticistas-religiosos , en cambio, no reconoce límites: creen haber podido superar incluso a su
maestro Heidegger, ya que ellos , por supuesto, no son nazis. Es decir –más allá del desagrado de
esa particular opción política- no están sujetos por una decisión particular respecto de su
ser-en-el-mundo histórico. Pero eso es, desde ya, no ver que Heidegger es “Heidegger”
porque es nazi. Vale decir: porque aceptó (si bien, y ese es uno de sus aspectos más
imperdonables, procurando siempre escamotear calculadoramente el verdadero alcance de su
“compromiso”) esa sujeción a un particular-histórico , a un arraigo en el suelo ; y todo su modo de
producción de pensamiento (que no es lo mismo que sus “temas”) proviene de esa aceptación.
Provocativamente, como es su inveterada costumbre, Zizek acaba de publicar un libro en el cual
intenta redimir (sí, se leyó bien) la adhesión de Heidegger al nazismo, como “un paso correcto
en la dirección equivocada”: el momento histórico que le tocó vivir a Heidegger requería, aún, y
quizá sobre todo, de un filósofo, un compromiso urgente , una decisión “histórica” . Hubiera
sido ingenuo pensar que, en la Alemania de los años 30, y viniendo de donde venía, Heidegger hubiera
optado por el bolchevismo, por el espartaquismo o incluso por la socialdemocracia. Lejos de
“disculparlo”, esa atención a “la Cosa” , tal como se presentaba en su hic et nunc , lo que hace es
situar su culpa -así lo hubiera dicho Sartre- en unas coordenadas espaciotemporales,
“históricas”, precisas, que serían estrictamente irrepetibles hoy: a nadie medianamente sensato
puede ocurrírsele que un “heideggeriano” de hoy está condenado a ser nazi après la lettre .
Esto no suprime mágicamente el nazismo de Heidegger: al contrario, lo coloca como polo en un
conflicto trágico que hay que asumir: si por un lado, lo que nos queda hoy es el gesto
(académicamente innecesario, más allá de todos los oportunismos burocráticos que quieran atribuirse
a su autor) de la elección ante la urgencia, por el otro sabemos que no se puede aislar
artificialmente ese gesto del contenido histórico-concreto de su indefendible
elección.
Porque, está claro: el “particular-histórico” que aceptó Heidegger es
el peor posible , y su “arraigo en el suelo” precipita inevitablemente la figura siniestra del
Blut und Boden , y entonces se entiende perfectamente que quiera negárselo como opción válida o
legítima. Pero entonces, ¿por qué Heidegger? ¿Por qué no Adorno, o incluso Sartre, dos pensamientos
distintos entre ellos, pero al menos –es otra opinión- tan poderosos como el de Heidegger, y tan
críticos como el suyo de la racionalidad instrumental de occidente, y con la ventaja adicional
de “compromisos” ciertamente más defendibles? Es, en el fondo, muy sencillo: porque saben ,
oscuramente, que por fuera del marxismo occidental al cual han renunciado o que nunca quisieron
aceptar –y dentro del cual todavía están, cada uno a su manera, Adorno o Sartre-, y en el ámbito de
la más estricta filosofía , no hay otro pensador en el siglo XX que haya estado tan
cerca del pensamiento de lo Político en su sentido más fundamental: el de una
refundación de la polis , de la ekklesia , que significa un re-comienzo del Ser mismo
social-histórico. Y que las preguntas que se le plantean a lo Político en el discurso
(a)filosófico de Heidegger son, no diremos “auténticas” (esa jerga no es la nuestra como no era la
de un Adorno, por ejemplo) pero sí altamente pertinentes , en una época como la actual –la cual ha
vuelto a aquellas preguntas aún más pertinentes-, en la que la “revolución”, como el Dios (ya
no) Venidero, se ha ocultado sin dejar mensajeros.
Por supuesto, una vez más: ese
re-comienzo que supone lo Político en la filosofía particular de Heidegger es otra manera de
aludir al Fin de lo Humano –más todavía: a la consciente destrucción de lo humano-. Y ellos,
los eticistas-religiosos , son, faltaba más, lo acabamos de decir, “humanistas”. Por lo tanto, no
están dispuestos a admitir que no solamente el nazismo puede significar la destrucción de lo
humano (y una rápida relectura de la Dialéctica del Iluminismo les bastaría para convencerse,
si estuvieran abiertos a ser convencidos): que, por lo tanto, no hace falta “desnazificar” a
Heidegger para sospechar que mucho de lo que él dijo sigue vigente; que si en su momento lo dice
porque es nazi, ahora lo puede seguir diciendo a pesar de que el nazismo político ha
muerto, aunque sigue vivo lo político del nazismo. Entonces, se encuentran ante un dilema de
hierro: no siendo ya el “marxismo occidental” una opción para ellos, o bien abandonan totalmente a
Heidegger a causa de su nazismo, pero entonces pierden todo posible contacto con lo político;
o bien –y es lo que han hecho- conservan a Heidegger negando de hecho su nazismo, y entonces
lo político se les transforma simplemente en la política: la democracia, el
universalismo liberal, y así siguiendo (mientras el maestro, suponemos, se revuelve en su tumba). Y
además, ya lo hemos dicho, el componente más “místico” de Heidegger –el de la cura , el de la
paciencia de “pastorear al Ser”, el del poetizante reposo en la casa del lenguaje- ofrece la
inmejorable oportunidad de un alejamiento de toda necesidad de elegir en ese reino de
los “particulares-concretos” por excelencia que es el de lo político. Con lo cual el efecto sólo
puede ser uno: como decíamos, vuelto inconsistente lo político específicamente heideggeriano
por la renegación de su nazismo, queda la política, que se da por hecha . Estamos en
“democracia”, critiquemos sus insuficiencias, cómo no, pero démosla por sentada, y dediquémonos a
cantar loas al “rostro del Otro” (para colmo, mal entendido: aunque Levinas o Marion no sean, valga
la expresión, santos de nuestra devoción, flaco favor se les hace al deformarlos así).
Foucault o
Derrida fueron, en ese sentido, mucho más consecuentes. Aunque también a menudo, y a su manera, se
desentendieron del nazismo heideggeriano (no porque no hayan hablado de él, sobre todo en el caso de
Derrida; sino por el intento de demostrar que Heidegger en cierto modo había anticipado una
deconstrucción del humanismo para resolver la cual aún no contaba con suficientes elementos, y esa
insuficiencia fue lo que lo precipitó en el nazismo: con lo cual, ahora que sí contamos con
ese saber, podemos tener un Heidegger retroactivamente desnazificado), al menos retuvieron la idea
de la “muerte del Hombre” –que es la otra cara necesaria , en la lógica del pensamiento
heideggeriano, de la lucha contra la onto-teología antropomorfizada, y de la crítica a la metafísica
de la presencia plenamente cumplida en la dominación de la técnica-, de tal modo que su
“izquierdismo” sí tuvo que enfrentarse permanentemente con los límites radicales que lo
político coloca a todo intento de universalismo abstracto. No es que la “solución”
postestructuralista de la “muerte del Hombre” (que no es exactamente la de Heidegger: el
DaSein no es “el Hombre”) nos conforme –finalmente, también ella se desliza en un dilema sin
salida: puesto que no hemos llegado al mundo comtiano de la pura “administración de las cosas”,
lo político todavía debe, de alguna manera, dar cuenta del fundamento de lo humano -. Todo lo
que estamos diciendo es que ese posicionamiento es mucho más coherentemente “heideggeriano” que el
de nuestros eticistas-religiosos . Lo es, incluso, en sus “compromisos” más políticamente
incorrectos , como el (in)famoso apoyo foucaultiano a la revolución del ayatollah Komeini.
Finalmente, cierto “heideggerianismo” apresurado puede explicar perfectamente cómo el “ocultamiento
del Ser” en Occidente (que no fue , después de todo, “desvelado” por el Destino del Volk
alemán), operado por el doble polo de la “técnica planetaria” –la democracia liberal
norteamericanizada y el “socialismo” soviético- puede abrir otro “claro en el bosque” en el lugar
más inesperado. Que ello se produjera en esa “Asia” que, en varias ocasiones, Heidegger había
denostado despreciativamente –aunque, a tenor de la interpretación de Emmanuel Faye, no se trataba
de toda “Asia” sino… de los judíos- pudo parecer un detalle menor frente a la magnitud del
evento (del Er-eignis ).
Sea como sea, equivocados o más o menos, los postestructuralistas
y los postmarxistas (de Foucault o Deleuze a Badiou o Laclau, pasando por el mismísimo Derrida)
pudieron –ya dijimos que al precio de su “desnazificación” un tanto forzada y especiosa, pero aún
así- entresacar lo Político de la “jerga de la autenticidad” heideggeriana. Y esto en un doble
sentido: por un lado, la “autenticidad”, jerga o no jerga, supone el proyecto de una “apertura
al Ser” en la necesaria superación “auténtica” de la mera metafísica de la presencia y su “olvido
del Ser” a favor de los puros “entes”; y, se sabe, y es lo que supo bien ver Sartre, allí donde hay
proyecto, hay historia y política -o, mejor: hay lo político, ya que la “apertura
al Ser” recoloca el protagonismo de la diferencia ontológica , de la distancia irreductible entre el
Ser de lo político y el Ente de las políticas-. Por el otro, Heidegger logra una hazaña
inaudita: puede generar un pensamiento fundamentalista … sin fundamento . “Fundamentalista”,
decimos, en el sentido de un pensamiento extremo , que no necesita demorarse en las “medias tintas”
y las componendas de las políticas “democráticas”. Pero sin fundamento: no se trata de ningún
retorno a la “originariedad” del Ser previa a su “ocultamiento” –de un simple regreso a un modo de
pensar anterior al logos socrático, por ejemplo-, puesto que eso ya está perdido, y
mucho más desde la “retirada de los dioses”; ni siquiera el DaSein -y en cierto sentido mucho
menos él- puede aspirar a una recuperación de ese origen mítico, ya que su historicidad
está lanzada hacia adelante, en el impulso, hecho desde su actual “inautenticidad” pero también
desde su conciencia del ser-para-la-muerte , de asumir como “propio”, “auténticamente”, el
proyecto de su hacerse “humano”. Era bastante lógico que los “postestructuralistas” que
aún guardaran un interés por lo político fueran seducidos por el
fundamentalismo-sin-fundamento (si se puede hablar del dios-sin-dios , ¿por qué habríamos de
privarnos nosotros de similares oximorons?) que les permitía retener al menos algo de lo
político –todo lo tamizado por la “jerga” que se quiera- sin poder ser acusados de “sustancialismo”
alguno, pero tampoco de caer en la mediocridad “socialdemócrata”.
Y después, está la cuestión del
lenguaje . Hay en Heidegger toda una concepción del lenguaje –que, como sabemos, y es otro capítulo
sumamente complejo, va a parar a Lacan-, que no se presta, en principio, a “instrumentalismo”
alguno, y que tenía que ser forzosamente atractivo para los postestructuralistas empeñados en
“deconstruir”, también, una metafísica de la presencia en el lenguaje, contra los múltiples
positivismos de la referencialidad o de los “actos de habla”.
5.-
¿Hay –o puede
establecerse- una relación entre ambos fenómenos, el de la crisis terminal del Capital y
el de la emergencia, en los círculos intelectuales y filosóficos “de izquierda”, de un discurso
ético-religioso que elige ignorar los límites que le pone Lo Político a sus pretensiones de nuevo
“universalismo” ? ¿El agujero de sentido abierto por la crisis del Capital y del ideal
revolucionario, así como por las amenazas de una era de la técnica que, sobre el triunfo pleno
de la racionalidad instrumental , podría conducir a la catástrofe final, son lo que explican
la ilusión sin porvenir de ese pensamiento ético-religioso incapaz de superar los límites que
le pone una lógica de lo político de la cual ese pensamiento reniega ?
¿Cuáles son los
verdaderos alcances y la significación del momento de verdad ético-religioso cuando este se
confunde con un pensamiento de la totalidad abstracta impotente para dar cuenta de los
particulares concretos inconmensurables que son la materia de lo político? ¿Es la
proliferación en toda la periferia –pero muy especialmente en América Latina- de los “nuevos
movimientos sociales”, como puntos de resistencia a la “agresividad de crisis” del Capital,
suficiente no sólo para generar un nuevo “lazo social”, sino siquiera para paliar el desastre, o se
requeriría una nueva articulación con el mundo del trabajo , replanteando desde una nueva
perspectiva la acción de lo político sobre la contradicción básica del Capital? Y de ser
así, ¿qué nuevas formas de pensamiento crítico podrían emerger en la periferia como
alternativa al etnocentrismo de la colonialidad del poder / saber , con su “falsa totalidad” que
intenta liquidar el conflicto insoluble entre la Parte y el Todo? ¿Serían, esas “nuevas
formas”, a su vez suficientes para apartar la tentación excluyente representada por el “giro
ético-religioso”, al mismo tiempo sin renegar ideológicamente de él, sino analizándolo críticamente
como el síntoma que es? ¿O deberían, esas “nuevas formas” incluir aquellos “arcaísmos”
–rearticulados hoy “tal como relampaguean en este instante de peligro”, para decirlo
benjaminianamente- que todavía, antes de los grandes monoteísmos o sobreviviendo en ellos, operaban
en el nudo de lo trágico / poético / político? ¿Bastarían estas potencias para orientar
el viaje más allá de la perspectiva literalmente siniestra del Capital? Y, aún en la más
optimista de las hipótesis, ¿tenemos suficiente tiempo para transformar estas potencialidades
en realidades?
Este texto no tiene la pretensión de responder a todas y cada una de esas
preguntas. Aún cuando tuviéramos la competencia para hacerlo, no se trata de una tarea
meramente “intelectual”. Sabemos de sobra que escribimos, en buena medida, para los ya
convencidos: el Capital se ha encargado de segregar la “objetividad” de su funcionamiento
respecto de cualquier imaginario iluminista de “educación de las masas”. Y aunque los
personificadores del Capital –pues son eso: “máscaras” pendientes de unos cables titiriteros
que maneja la impersona llamada Capital- nos leyeran, y hasta pudiesen dudar, incluso
“convencerse”, ¿de qué serviría?: la sociometabólica del modo de reproducción excede, ya lo
dijimos, las buenas intenciones.
¿Entonces? a lo sumo, y cuando menos, nuestra ambición debería
ser plantear las condiciones de posibilidad que pudieran hacer inteligibles unos interrogantes
tan complejos. Tampoco puede hacerse eso desde una sola “disciplina”, desde cualquier receta
pedagógica o ideológica prefabricada, desde una serie de discursos “congelados” en certidumbres
acabadas. Pero sí puede y debe hacerse desde una inequívoca toma de posición : puesto que el
“Centro” –es decir, la praxis “civilizatoria” occidental, así como el pensamiento eurocéntrico
por ella generado- no solamente ha fracasado de manera estrepitosa en ese su proclamado proyecto
civilizatorio, sino que ese proyecto se ha transformado en una amenaza extrema para la humanidad, es
hora de buscar otra manera de pensar, un pensamiento Otro . No seremos, va de suyo, originales
en esta tarea: apenas modestos, tozudos, continuadores de tantos que prefirieron darse contra la
pared que darse por vencidos.
Ello –puesto que lo “Otro” está en relación de dialéctica
negativa con lo “Mismo”- no significa en absoluto tirar por la borda lo mucho de aprovechable
que todavía haya en la gran tradición de la teoría crítica occidental, incluyendo los aportes de lo
que podríamos llamar una antropología política “maldita” (Bataille, Leiris, Clastres, De
Heusch, Deleuze & Guattari, De Martino, Girard, Legendre, Taussig) que presenta otra
versión, ni fundamentalista ni “políticamente correcta”, del vínculo entre lo religioso, lo político
y la violencia, pero permaneciendo atenta a su lugar en el régimen del Capital. Ni significa, mucho
menos, tirar por la borda el insustituible rol cumplido por la gran ficción (esa que
constituye “la estructura de la Verdad”), tanto “central” como “periférica”, en la escritura del
mundo de lo Imaginario, incluso de la “Utopía”, ahora en el mejor sentido, el material e
inmanente , que ha adquirido este concepto en los últimos escritos de un Jameson y sus “arqueologías
del futuro” informadas por ese inconsciente político que una y otra vez retorna desde lo
reprimido.
Entre nosotros –queremos decir: en Latinoamérica y en la “periferia” post/neo
colonial- hay, afortunadamente, mucho pensamiento crítico, actual o pretérito (preter-actual , si se
nos perdona el neologismo) que puede, y debe, leerse a contrapelo , o a contra-tiempo , “tal como
relampaguea hoy en este instante de peligro”, para desandar los caminos tortuosos de la
colonialidad del poder / saber .
Pero todo ello debería subordinarse a un nuevo modo de
producción del pensamiento, un modo “periférico”, “lateral”, “excentrado”, incluso excéntrico
, presidido por una voluntad de retorno de Lo Político , que hoy solamente puede empezar a operarse
en y al margen del agotado sociometabolismo del Capital . Este sería un auténtico
“Gran Relato”, justamente porque se situaría en el ojo mismo de la tensión entre la Parte y el
Todo que impide que la narrativa se cierre sobre sí misma en otra “falsa totalidad”, pero al mismo
tiempo recuperando una pasión épica que está en la vereda de enfrente de las agotadas
“pequeñas historias” de una postmodernidad desmaterializada que, en verdad, nunca tuvo lugar .
Se trata, todo esto, de una tarea urgente . No es la primera vez que lo decimos. Pero, desde ya,
no importa mucho lo que digamos. Lo que importa es que, según nos dicen los expertos, de continuar
–como no puede ser de otra manera- la “marcha forzada” del Capital en crisis, el planeta Tierra
podría tener no más de medio siglo de vida. Nuestros hijos probablemente, nuestros nietos con toda
seguridad, tendrán que vivir el Apocalipsis –y ciertamente no como prólogo a la Redención Eterna,
sino como fin en sí mismo -. Y ello, en términos puramente “ecológicos”, si todas las demás
variables, como dirían los estadísticos, permanecen constantes. En términos militares –que son, en
la actualidad, los términos centrales de la “política” internacional- el tiempo podría ser mucho más
corto. Quizá lleguemos a verlo nosotros mismos. ¿Suena exagerado? A veces se nos dice: pero, al
menos desde el fin de la II Guerra Mundial existe la amenaza atómica, y hasta ahora aquéllos que
están en capacidad de tomar la decisión de “apretar el botón” no lo han hecho, han mantenido la
suficiente cordura, no importa cuán escasa, como para no cometer un suicidio que los arrastraría a
ellos mismos al abismo. Es cierto. Hasta ahora. Porque, en ese entonces, el Capital todavía podía
ilusionarse con una “autorreforma” que detuviera, o retardara indefinidamente, sus crisis. Y el
“anti-Capital” todavía podía, aunque cada vez menos, ilusionarse con crear algo diferente al
Capital, incluyendo la necesaria “revolución política” que liquidara las “deformaciones
burocrático-dictatoriales” en las zonas “post-capitalistas” (cada vez menos, aún entre los
ilusionados, se osaba llamarlas “socialistas”). Las ilusiones del Capital se asentaban, por partes
iguales, en un Estado de Bienestar -que en verdad nunca traspasó realmente los límites de las
sociedades “centrales”, y aún dentro de ellas con más timidez que resolución- que “goteara” el
“desarrollo” hacia abajo, hacia lo que empezó a llamarse el “Tercer Mundo”, y, por otro lado –o
mejor: por la otra cara del mismo lado- en una “guerra fría” generadora del gran Complejo
Industrial-Militar que reactivara ad infinitud la economía.
Por su parte, las ilusiones
del anti-Capital descansaban en la perspectiva –a muy corto plazo, recordarán los que vivieron
la época- de una transformación “revolucionaria” a escala mundial que, desde la Revolución China de
1949 hasta mayo del 68, desde Argelia y Cuba hasta Vietnam y los Panteras Negras, pasando por algún
reverdecimiento de las luchas de clases aún en los más desarrollados centros del Primer Mundo –e
incluso desde una “nueva conciencia” en las revueltas anti-burocráticas dentro de los “socialismos
reales”, como Hungría en el 56 o la Primavera de Praga en el 68-, parecía prometer esa gran
épica de una humanidad en pie que de una vez por todas redimiera al mundo de la alienación ,
en todos los más hondos sentidos de este término. Aún cuando desconfiáramos de las recetas demasiado
fáciles, aún cuando pensáramos que la mera “revolución” no era garantía de solución de muchos
problemas “humanos” que se nos antojaban estructuralmente inscriptos en la “naturaleza” (no
decíamos, exactamente, “naturaleza”: nos hubiera dado vergüenza) de la especie, aún cuando
permaneciéramos informados por lecturas como la de Freud de que hay un malestar de la cultura
que no iba a disolverse mágicamente por ninguna “revolución”, aún así, digo, sí confiábamos –y, en
cierto modo, seguimos creyendo , aunque no estrictamente confiando – en que el despeje de la
“alienación” iba a poder revelar, quizá por primera vez en la historia, cuáles eran los
verdaderos conflictos de la humanidad, aquéllos que no estuvieran generados “artificialmente”
por la enajenación de la vida comportada por el capitalismo. En ese sentido, y aunque no
fuéramos (siempre) “militantes”, esas promesas (más: esas perspectivas completamente, para
nosotros, realistas , hasta el punto de que “utopía” era, como lo había sido para Marx entre otros,
una mala palabra: de lo que se trataba era de la política , en el hic et nunc , y no en el
no-lugar o el no-tiempo de los sueños románticos) eran toda nuestra vida: eran las
que nos permitían amar, estudiar, ir al cine, escuchar música o “fiestear” con la convicción alegre
de quienes estaban simplemente anticipando (porque nos habíamos arrogado ese lugar de
“futuristas anteriores”) la inminente Fiesta del Mundo.
Bien. Nada de eso ¿hace falta decirlo?
sucedió. Y ojalá que no se lea en esta constatación dejo alguno de amargura o de nostalgia. “Una vez
tuve veinte años, y no permitiré que nadie diga que fue la mejor época de la vida”, declaró
famosamente –y repetimos incansablemente en ese entonces nosotros- Paul Nizan. Pero, claro,
teníamos veinte años, y podíamos darnos el lujo de “fiestear” jugando al mismo tiempo a la
melancolía más o menos “existencial”. Que ya no podamos dárnoslo no debería, sin embargo, ser
necesariamente vivido como una pérdida . Sería inútil, y aún irresponsable: pasaría por alto
que también nosotros hicimos las cosas mal . Esto ya no es un problema: no tenemos en absoluto
condiciones para volvernos a equivocar de esa manera. “Condiciones”, una vez más, quiere decir
ante todo tiempo : es eso lo que se nos terminó; y no porque estemos, por cierto, en ningún “fin de
la historia”, sino porque nuestra historia, por primera vez, promete, con altas probabilidades
de cumplimiento, el Fin.
6.-
Antes de que el Fin llegue, empecemos a borronear, al
descuido, y por vía indirecta, algunas líneas de trabajo.
No sé si se han extraído suficientes
conclusiones filosóficas del hecho de que Montaigne fuera uno de los primeros, y ciertamente
de los más virulentos, críticos de la colonización de América, y por extensión, del racismo
propiamente moderno (y el “racismo”, aunque no tengo tiempo de desarrollar esta idea ahora, es
también un invento moderno), que emergió como efecto de ese “choque de culturas”. Y fue también uno
de los primeros en utilizar a las sociedades “salvajes” como espejo deformante para los muchos males
que percibía en las “civilizadas”. Pero lo hizo de una manera muy diferente al muy posterior
Rousseau de El Origen de la Desigualdad… o al Voltaire de las Cartas Persas , o a cualquiera de los
otros cultores del mito del buen salvaje . Estos, precisamente por su idealización de la
sociedad “salvaje”, la habían, por así decir, despojado de su corporalidad particular y
concreta, para hacerla entrar en el equivalente general del paradigma ideológico, esa moneda
de intercambio del Concepto. Con eso –y más allá de sus inmejorables intenciones, que son el
empedrado de ya sabemos el camino a dónde- no hacían sino repetir, por el lado “progre”, el gesto
más primario del racismo. Porque, es inevitable: yo puedo representarme al Otro como una bestia o
como un ángel, y sin duda para el Otro no será lo mismo; pero en ambos casos, el Otro… no es humano
.
Montaigne, en su crítica, hace algo muy distinto. Por ejemplo, en uno de sus Ensayos , habla
del “canibalismo”. Cristóbal Colón –que también había llegado a lo que luego se llamaría América por
ensayo, pero sobre todo por error – había bautizado a los primeros indígenas que encontró,
pertenecientes a la cultura arawak , como caribes . De allí derivó, por similitud fónica, la palabra
caníbal , como sinónimo de antropófago , o comedor de carne humana. Puede encontrarse, entre
paréntesis, una referencia paródica a esto en el personaje de La Tempestad de Shakespeare
llamado Calibán –un obvio anagrama de “caníbal”-. Como sea, por supuesto que los arawak no son
caníbales, por la sencilla razón de que no existe tal cosa como el “canibalismo”:
ninguna cultura se alimenta de carne humana; lo que sí existe, o existía, en algunas culturas,
incluida la arawak , era la práctica, muy ocasional y fuertemente sacralizada, de la antropofagia
ritual ejercida con algunos prisioneros, y a veces con el propio jefe local. Pero el típico
procedimiento fetichista de confundir la parte por el todo infundió en el pensamiento racista de la
época la equivalencia general entre “salvaje” y “caníbal”. Ahora bien: Montaigne, que advierte
perfectamente la mistificación, la hace girar 180 grados para decir que el verdadero “canibalismo”
es una potencialidad permanente en el corazón mismo de la llamada “civilización”, que es la
que realmente se está tragando a las culturas “salvajes”. Las consecuencias filosóficas de tal
metáfora, decíamos, son enormes. Para empezar, Montaigne está diciendo –y con ello parecería
adelantarse críticamente más de 400 años a todas las discusiones actuales sobre el
“multiculturalismo” y demás- que lo que la civilización occidental llama “el Otro”, el “ajeno”, no
es tal cosa, sino la parte maldita de la propia cultura occidental, la que ella no quiere
reconocer como producto de su propio “salvajismo”. Es decir: no una radical alteridad , no una
espiritual trascendencia , sino una bien material tensión inmanente a su propia lógica, a su
propio logos .
Pero, por el momento, nos interesa más otro momento de la metáfora. Al
elegir como referencia de ella el “canibalismo”, Montaigne –y quizá por eso haya sido siempre
considerado un ensayista , y no un “filósofo” tradicional- no está en el registro del puro Concepto
abstracto, sino en el del límite que al Concepto le pone el cuerpo . Para más: el cuerpo
desgarrado , por los dientes, por las garras, por las fauces y el estómago de los “salvajes”
colonialistas. Es decir: algo así como un siglo antes que Descartes, Montaigne está “filosofando”
sobre un sujeto “moderno” bien diferente al de la incontaminada nube del cogito . Y esto me
permite llegar a lo que –en cierto modo contra mi propia voluntad- no tendrá más remedio que ser, no
digo el tema , pero sí el motivo central de estos apuntes.
Habrá que volver al centro de la
cuestión, hacer de ella la cuestión central: a saber, la del sujeto . Alguna vez nos atrevimos a
escribir que estábamos un tanto hartos de la obsesión moderna con la subjetividad . Incluso, en
varios lugares, ensayamos una decidida defensa de la dignidad del objeto , que intentaba –no nos
corresponde a nosotros juzgar con qué éxito- rescatar (casi decimos, redimir ) a la materia objetual
de su destino fetichizado por la lógica (y la metafísica), no ya tan sólo del mundo de la
mercancía, sino de la mercancía-mundo , que es nuestra “historia destinal” (también nosotros, se ve,
podemos ser una pizca heideggerianos) en la era de la (falsa) “globalización”. Pero, qué se le va a
hacer: nuestros hartazgos importan poco, la cuestión del sujeto se repite (aunque sea como farsa),
insiste (¿retornando de lo reprimido?), o como quiera decirse. Por todos lados, a izquierda y
derecha, se buscan sujetos : para consumir, para dominar, para transformar el mundo, para hacer la
“revolución”, lo que fuere. A veces –y en cierto sentido, es lo peor- sencillamente para seguir
teniendo objetos de investigación y justificar este o aquel subsidio de las agencias
académico-estatales. Así está la cuestión.
Abordémosla una vez más, pues, de una manera que
quisiera ser final -y que, previsiblemente, fracasará nuevamente: ¿de qué otra estofa más que
la del intermitente fracaso está hecha la continuidad de un pensamiento que se pretende
“crítico”?-. Procuraremos, sin embargo, en este nuevo abordaje, no perder de vista aquel hartazgo,
ni aquélla defensa de una materia -los más o menos lacanianos están autorizados a sospechar
aquí la acechanza de lo real , a condición de darle su justo lugar en el nudo con lo “imaginario” y
lo “simbólico”- que deberá volver por sus fueros (ante todo, aunque no solamente, bajo la forma de
Naturaleza asimismo redimida): que ya lo está haciendo –aunque, como trataremos de mostrarlo,
frecuentemente de manera perversa -, para hacer frente a aquélla desmaterialización fetichista
del universo.
Comencemos, entonces, con “la cuestión central” (si bien no, para nosotros,
esencial ) de la manera más brutal y más esquemática posible. El debate entre el pensamiento
moderno (al menos el “oficial”) y el pensamiento post- (ponga el lector lo que mejor le
plazca detrás del prefijo y del guión: “-moderno”, “-estructuralista”
“-marxista” “-colonial”, etcétera)
a propósito de la cuestión del Sujeto –hay que escribirlo con mayúscula no sin ironía sobre la
monumentalización que se ha hecho del tema- fue, y es, obturado por un efecto binario, o
dicotómico, de polarización , que en los momentos más radicalizados (y massmediatizados ) del
polemos adquirió la escenografía de un match de boxeo: en este rincón, el Sujeto
Cartesiano (o, al menos, una cierta simplificación de sus complejidades, pero cuyos efectos
sobre el pensamiento moderno son indudables), sujeto del cogito , sujeto “transparente” ante sí
mismo, fuente unificada y “monádica” de todo conocimiento y razón, sujeto universal abstracto
, des-historizado, “eterno”, aunque desde ya, sujeto también –he ahí su “modernidad”, pese a su
carácter a-histórico- de la metódica duda , tan sólo limitada por la doble certeza del e(r)go
sum y de la existencia del Garante supremo, Dios (¿concesión a la tradición? No
necesariamente: por innumerables razones, el siglo XVII europeo todavía no hacía lugar a
radicalidades tan extremas como, digamos, las de Marx o Nietzsche, o siquiera las del
“materialismo” de algunos iluministas). O sea, para seguir esquematizando –pero esto se ha dicho
tantas veces que ha pasado a incorporarse al núcleo de su definición-, Sujeto, por excelencia,
burgués . Y ciertamente, la especificación trascendental del susodicho Sujeto en Kant, junto a
otra forma de límite a su entendimiento interpuesto por el noumeno , inaugura otro “sub-momento”
moderno-burgués, el de un criticismo que, sin embargo, no por enriquecer decisivamente la
dimensión “dubitativa” acotada al máximo en el optimismo cartesiano, dejará de inscribirse en la
etapa de ascenso de aquella subjetividad “burguesa” –con todas las oscilaciones
“maníaco-depresivas” que se quieran en el “sub-sub-momento” Sturm-und-Drang y romántico-,
hasta culminar en el “complejo” Estado ético / Héroe histórico hegeliano –esto, sin duda, más
allá, o a pesar, de Kant, pero no en otro lado -.
En el otro rincón, contra el Sujeto
“cartesiano” –démosle ya nuestro propio nombre (im)propio: el Sujeto Pleno -, su contrincante polar,
el Sujeto –y aquí ya no sólo las mayúsculas, sino el significante mismo, se vuelven problemáticos-,
¿qué cosa? Acumulemos, siempre impropiamente, los (in)atributos: “fragmentado”, “disperso”,
“diseminado”, “múltiple”, “desplazado”, “des-identitario”, “rizomático”, “híbrido”, “dislocado” y
via dicendo . La misma indeterminación, o, como se dice, indecidibilidad de los significantes
que podrían delimitarlo, es la marca -la huella , dicho “derridianamente”- de su permanente
deslizamiento ad infinitum , de su diferAncia -para permanecer en la jerga-:
inalcanzable por la Palabra, que a su vez es inalcanzada por el (anterior) Sujeto, este Sujeto que
ni siquiera es, por oposición al pleno , un Sujeto vacío (pues ello supondría al menos un
hueco a la expectativa de un “contenido” que le diera forma, cuando de lo que se trata es del
más inabarcable in-forme ), y que por lo tanto habría que llamar, si se quiere seguir usando el
lenguaje para invocar aunque fuera su ausencia , un No-Sujeto (haciéndose cargo de la aporía
irresoluble implicada en el lenguaje mismo, que obliga a nombrar aquello mismo que se pretende
negar ), este a-Sujeto , decíamos, es exactamente el negativo -nos privaremos por ahora, y no
porque no sea pertinente, de juguetear con la idea de que todo “negativo” pertenece, claro está, a
la imagen fotográfica- del Sujeto Pleno: pura duda des-metodizada, sin Garante alguno puesto
que Dios ha muerto (aunque, ya lo sabemos, retorna fantasmáticamente, y por lo tanto más fuerte que
nunca), ya impotente para ser fuente de conocimiento y razón –pero, curiosamente, armado de la
omnipotencia de poder ser cualquier cosa -, su a-existencia (la elección del término
existencia por nuestra parte no es azarosa: al menos en Francia, que en cierto sentido es la
principal patria adoptiva de este no-Sujeto, es no solamente el sujeto anti-cartesiano, sino,
más au jour , el sujeto anti-sartreano ) también ha atravesado, reconozcamos, los avatares de la
petite histoire : primero mero “soporte de las estructuras” (lingüísticas, ideológicas, del
parentesco, míticas, lo que fuese), luego –hasta antes de ayer- disuelto junto con lo que
supuestamente debía soportar. ¿Es, este no-Sujeto, hijo dilecto (hasta donde pueda tener padre,
claro está, un no-existente ) de la Destruktion “anti-humanista” heideggeriana, hecha consigna
combativa en El Hombre ha muerto del muy sujeto Foucault? Suspendamos –dejemos en suspenso ,
queremos decir- para más adelante la pregunta, ya que en este estadio (tramposamente) descriptivo no
podríamos aún tener una(s) hipótesis de respuesta. Tan sólo permítasenos, por ahora, esbozar una
sospecha completamente grosera (como no podría ser de otro modo, nuevamente, en este estadio
preliminar): ¿no será, este no-Sujeto, el colmo del “humanismo” que se ha pretendido dejar
atrás? ¿no será que ahora sí esa omnipotencia de un no-Sujeto que es pura potencialidad
ha venido, por fin, a ocupar –en el puro imaginario ideológico, se entiende- el lugar de Dios? ¿no
habrá sido este, contra lo que se postula, el último y más extremo intento de
antropomorfización de lo real?
Como sea: el ring está servido, los contendientes en
sus esquinas, la campana ya sonó (hace por lo menos tres décadas, pero ¿qué es eso sino un
instante en la historia de las ideas?). Segundos afuera. Pero, justamente: quisiéramos hablar
de –o mejor: escuchar a- los “segundos”. Aunque, sólo en virtud de mayor claridad expositiva,
procuraremos escuchar, como se verá, a lo que convendremos en llamar el tercero : más
específicamente, el Tercer Sujeto ; el que no es ni el Sujeto pleno ni el no-Sujeto , sin por
ello representar ninguna tercera vía (o posición ) entre ellos, sino otra cosa . Pero todavía
no. Retrocedamos, antes, unos pasos. Los contendientes, se dice (se no es nadie: es un air du
temps , una difusa Weltangschauung , que desde ya puede alcanzar impensadas cimas –y simas- de
sofisticación filosófica), representan a, o son “sponsoreados” por, respectivamente, la Modernidad y
la Post-modernidad. Pero, ¿es tan evidente que hay allí una representación tan lineal por
parte de los sujetos? ¿es ella, incluso, posible ? ¿no nos ha enseñado el pensamiento post ,
precisamente, la imposibilidad de la “representación”, así como la post –política, o en otro
registro, la post –estética, nos ha enseñado, y de la forma más realmente dramática- la crisis
de la representación ? Pero –discúlpesenos- todavía tenemos que retroceder un paso más: ¿hay algo
llamado “Modernidad” a la que se pueda –o. mejor, se haya podido, ya que terminó- oponer en
bloque algo llamado “Postmodernidad”?
Entiéndasenos: no estamos preguntando otra vez –como
se ha hecho con insistencia tantas veces antes- si hay una verdadera oposición entre una y
otra, o si esta es la continuidad radicalizada de aquélla –en cuyo caso se propone
llamarla hiper- o bien super- modernidad, etcétera-. No. Estamos preguntando si será
cierto que la modernidad es una . Porque, ya lo sabemos, por definición, la postmodernidad es
múltiple . Precisamente, se dice, esta multiplicidad no articulada, este rizoma , es lo que
diferencia a la postmodernidad de, y la opone a, la modernidad. Pero, de nuevo, ¿es tan seguro que
haya una sola modernidad, definida por los grandes relatos lineales, totalizadores,
evolutivos y “progresistas”? Ya en otra parte hemos expresado nuestra extrañeza por el hecho de que
el pensamiento crítico post se someta con tanta ligereza a la propia operación ideológica que
se propone combatir: vale decir, a la versión oficial de una modernidad que, como diría
Adorno, se presenta a sí misma como armónica y reconciliada. Es cierto que el pensamiento post
-también lo hemos dicho antes- ya no existe, al menos en su versión “fuerte” –es decir, la que
paradójicamente dio en llamarse pensamiento débil -: se derrumbó (por sólo acotar una fecha
emblemática a modo de taquigrafía) el 11 de setiembre del 2001, arrastrado por ese fenomenal
acontecimiento , por ese nuevo y perverso gran relato que nos devolvió, al decir de Zizek, al
desierto de lo real , o, en una palabra, a la Historia en su peor sentido. Pero los muertos, se
sabe, nunca se van del todo: dejan tras de sí una estela fantasmagórica. Y aunque el pensamiento
post esté hoy agotado, ha dejado sus marcas, entre las cuales no es la menor la
ya-no-existencia de algo que pudiera llamarse el Sujeto clásico, el Sujeto pleno , que nos ha
acostumbrado a dar por descontado, a incorporar como doxa , que el Sujeto ha muerto. Lo cual
implica, en todo rigor lógico, la supervivencia (y el triunfo, por knock-out , de uno de los
contrincantes) de aquella confrontación dicotómica (y cósmica , por así decir) entre el Sujeto
pleno y el No-Sujeto .
Retomando, pues: hay por lo menos otra versión, otro relato , de la
modernidad, que es un relato crítico (e incluso podríamos atrevernos a llamarlo auto- crítico,
puesto que está construído desde adentro de la propia modernidad), que se coloca en las
antípodas de aquella versión “oficial”, pero que no llega a la negación de toda pertinencia
“modernista”, como la que ha hecho el pensamiento post . Podríamos llamarlo, por comodidad, otra
vez, el Tercer Relato . Este relato crítico reconoce numerosos antecedentes en la propia historia
del pensamiento europeo: ya podemos encontrarlo en los inicios mismos de esa época en Montaigne
(inventor, como se sabe, de la palabra y el concepto de Ensayo para calificar un nuevo género
que él practicó superlativamente: el dato, se verá, no es menor), o en los Pensamientos de
Pascal, o en Bartolomé de las Casas a su manera, o en La Bóetie, o en el Abbé Raynal, o en
ciertas zonas de Spinoza. E incluso antes –y, casualmente, fuera de Europa- en la inclasificable
filosofía de la historia de Ibn Khaldun, o en las traducciones sugestivamente intersticiales
del entre-dos de las culturas, digamos en Averroes. Y en los orígenes mismos de la cultura
occidental (ya volveremos abundantemente sobre esto) en el pensamiento y la literatura trágicos .
Pero –por una cuestión de época – estalla plenamente, entre fines del siglo XIX y principios del
siglo XX , en los nombres de aquellos que célebremente fueran calificados por Paul Ricoeur como los
tres grandes maestros de la sospecha : Marx, Nietzsche, Freud. Y que un autor reputado como
típicamente post y como adalid de la muerte del Sujeto, Michel Foucault, haya celebrado casi
ditirámbicamente la nueva y revolucionaria hermenéutica inaugurada por esos tres nombres, no
dice poco sobre la necesidad de interrogar críticamente, a su vez, la imago apresurada que
confronta a nuestros dos míticos contendientes. Pero, sea como sea: esta Tercera Versión de la
modernidad es la constatación de una realidad, por decirlo rápidamente, dividida contra sí misma .
La modernidad no es ni una monolítica unidad ni una indeterminable diseminación : es una
fractura . Se la puede llamar, simplificando hasta la caricatura, fractura entre explotadores y
explotados (Marx), entre la voluntad de poder y la “risa” zaratustriana (Nietzsche), entre la
conciencia y el inconsciente (Freud). Y aún habría que agregar la más difícil de identificar con un
nombre propio: la que, entre los siglos XVI y XX, dividió al mundo entero contra sí mismo, por
el proceso de colonización. Es decir: la que hizo la modernidad, pero tras cual hechura el
pensamiento dominante prolijamente barrió bajo la alfombra del unilineal progreso , ese del cual
Benjamin podía decir sin aporía que, porque era el progreso de los vencedores de la historia,
era por lo tanto una marca de barbarie .
Empecemos por este último punto –que es el más antiguo,
el origen, la arché de la modernidad-. En su examen se leerá, entre líneas pero sin mayor
dificultad, que el Tercer Sujeto de la modernidad -el sujeto ni pleno ni diseminado, sino
dividido , para decirlo á la Freud- es incluso anterior al cartesiano, puesto que está
en el fundamento histórico negado de este. Pregúntesele a cualquiera, al más convencional, de
los profesores de historia del colegio secundario, cuándo fecha el inicio de lo que se llama
“modernidad”. Muchos dirán: caída de Constantinopla en manos del imperio otomano. Algunos, más
culturalistas, arriesgarán: Reforma Protestante (célebre tesis weberiana). O dirán:
Renacimiento, invención de la imprenta. Sin duda también muchos, acercándose algo más a nuestro
argumento, adelantarán el “descubrimiento” de América. Década más o menos, estamos entre fines del
siglo XV y principios del siglo XVI. De acuerdo. Digamos, para redondear: año1500. Pero,
pregúntesele ahora a un profesor de historia de la filosofía por la fecha de nacimiento del
sujeto moderno. Casi todos responderán sin vacilar remitiendo al cogito de Descartes,
alguno más audaz se atreverá a citar a Spinoza o a Hobbes. En todos los casos, mediados del siglo
XVII. Digamos, para redondear: año 1650. Conclusión: el sujeto moderno, al parecer un tanto
retardado , llegó un siglo y medio tarde a la modernidad de la cual es sujeto: un verdadero
exceso de su tiempo de gestación. Sobre todo teniendo en cuenta que, según nos dice el principio
individualista-liberal de la filosofía moderna “oficial”, son los sujetos los que hacen
la sociedad, y no viceversa. Pero aquí, entonces, la teoría que llamaremos agregativa (la
sociedad es la suma de los individuos que la conforman, etcétera) se muerde aporéticamente la
cola: si es así, ¿no debería el sujeto moderno preceder a la modernidad? Pero, informados por
nuestro erudito profesor de historia del pensamiento, acabamos de ver que él está retrasado ciento
cincuenta años respecto de ella. ¿Entonces?
La solución no es muy difícil, a condición de
suspender , otra vez, la premisa individualista-liberal . O, mejor: de invertir la lógica de su
causalidad, agregándole una retorsión. Como en el dispositivo del fetichismo de la mercancía
de Marx, es la sociedad la que produce a sus sujetos, pero la operación ideológica dominante oculta
celosamente el proceso de producción, y le “inventa” un producto eterno, a-histórico. El Sujeto
Pleno (“cartesiano”, “kantiano”, o lo que se quiera) tuvo que esperar la igualmente plena
consolidación de una nueva lógica social, económica y política en los países llamados “centrales”,
que se las ingenió para ocultar la propia historia del surgimiento de esa “centralidad” en
1492. Más en general, para ocultar que el occidente europeo moderno no era una construcción armónica
y racional del Sujeto Pleno , sino que el Sujeto Pleno era la palanca de desplazamiento de la
emergencia conflictiva, desgarrada, sangrienta, de unos nuevos sujetos sociales en estado de
fractura trágica y violenta. Porque –aún manteniendo las fechas emblemáticas que nos señalaban
nuestros muy clásicos historiadores-, ¿no tendríamos una imago muy diferente de la
subjetividad moderna si, eliminando aquel desajuste de un siglo y medio, hiciéramos coincidir
el nacimiento del sujeto moderno con los acontecimientos que, se nos dice, señalizan el comienzo de
la “modernidad”? Se demostraría así, por ejemplo, que el sujeto moderno es el producto de un
choque de las culturas y las sociedades: entre Oriente y Occidente en la caída de
Constantinopla, o de las guerras religiosas en relación a la Reforma, y ni qué decir de tres
civilizaciones en el “descubrimiento”, conquista y colonización de América (decimos de tres , porque
demasiado frecuentemente se olvida lo íntimamente ligada que está la explotación de América a la
destrucción de Africa mediante el tráfico de fuerza de trabajo esclava). Quiero decir: aún desde un
punto de vista estrictamente “filosófico”, ¿no tiene más que ver con el nacimiento del sujeto
moderno el debate entre Bartolomé de Las Casas y Francisco Vitoria sobre el estatuto del alma , de
la psyché de los indígenas americanos o de los negros africanos, que con la plenitud autónoma
y monádica del cogito ?
Pero, para completar nuestros acontecimientos fundacionales, ¿y el así
llamado “Renacimiento” (y mucho habría que discutir sobre ese maltratado concepto)? ¿No hay allí,
como suele ocurrir con el arte, una suerte de anticipación del Sujeto Pleno , incluso del
sujeto de la racionalidad instrumental frankfurtiana, a través de la invención de la
perspectiva , que no solamente le da protagonismo al individuo , sino que permite colocarlo en
primer plano , en posición dominante , dotando a esa posición de una organicidad y armonía naturales
, y quitando de escena la problematicidad histórica de esa construcción? ¿No es mérito
principal del gran historiador del arte crítico Aby Warburg, en las huellas de Nietzsche y de
Freud, el haber mostrado que este era un gesto de represión del sujeto trágico y
profundamente problemático de aquella cultura “arcaica” que ahora se pretendía hacer “renacer”, pero
solamente por su lado apolíneo ?
En todo caso, tanto el Sujeto Pleno de los modernistas
“oficiales” como el No-Sujeto de los post-modernistas elimina –por vías opuestas pero
complementarias- la corporeidad fracturada de origen del sujeto colectivo de la
modernidad, de ese que hemos llamado el Tercer Sujeto (aunque en verdad, cronológicamente, sea
el primero). Es verdad que los post-modernos o los post-estructuralistas recusan críticamente las
pretensiones omnipotentes del Sujeto Pleno ; pero a su vez pierden en el camino el carácter
trágico del sujeto, al cambiar su plenitud por su diseminación , disolviendo pues su
fractura originaria, y por lo tanto su violenta historicidad .
En suma, estamos todos
locos si creemos que nos las vamos a seguir arreglando con la oposición entre el Sujeto
Pleno y el No-Sujeto . Elegir por cualquiera de ellos significaría de nuevo tomar la parte por
el todo, y así imaginarnos una falsa totalidad conceptual y abstracta. El Tercer Sujeto , en
cambio, el sujeto dividido (en todos sus campos históricos, y no solamente el
“subjetivo”), vale decir ni entero ni diseminado , nos fuerza a instalarnos en el centro
del conflicto , de la fractura , de la falla (como quien dice “falla geológica”) material y
originaria. ¿Se le quiere poner nombre? Siempre se puede: es, para empezar, el sujeto dividido
de la Naturaleza misma, esa que como estamos viendo hoy ha sido fracturada hasta su más
extrema canibalización, y de la cual ya decía Montaigne en 1580 que es la testigo por excelencia de
la insignificancia del hombre, que, al estimarse soberbiamente superior al resto de las cosas
, ha olvidado los vínculos que lo unen a la materia; es el sujeto dividido “proletario”, cómo
no, todavía, aunque se lo pretenda “diseminado”, que ha sido en verdad fracturado entre su
en-sí y su para-sí , entre lo que se le asignaba como su “misión histórica” y su dramático
aplastamiento bajo el régimen del Capital; es el sujeto dividido “periférico”, o
“tercermundista” o “postcolonial”, fracturado entre una “identidad originaria” irrecuperable o
quizá puramente imaginaria, y su identificación imposible con la globalizada totalidad
abstracta; es el sujeto dividido “indígena”, “negro”, “mestizo”, fracturado entre el
color bien distinguible de su cuerpo y el no-color que es el ideal “blanco” de
inexistencia corporal; es el sujeto dividido “desocupado”, “marginal”, “migrante obligado y
rechazado”, “sobrante”, “desechable”, fracturado entre su afán de recuperación de una no sé
sabe qué dignidad integrada y su carácter de resto despreciado, cuando no odiado por ser
el espejo anticipador de un siempre posible futuro de la llamada “clase media”; es el sujeto
dividido “mujer”, “trans”, “sexualmente minoritario”, fracturado entre su deseo de
diferencia y su reclamo de igualdad ; es el sujeto dividido “judío”, “musulmán”, “ateo”,
“panteísta”, incluso “cristiano”, fracturado entre lo sublime de su fe o de su creencia,
y lo frecuentemente monstruoso de su Iglesia (porque hasta los ateos, sabrán ustedes, tienen
iglesia), que permanentemente les inculca el odio del universal abstracto hacia el particular
concreto; es el sujeto dividido “ciudadano honesto y preocupado”, fracturado entre su
auténtico concernimiento por el destino de la polis humana y su absoluto hartazgo y desazón, más,
desesperación frente a la descomposición, la canallez asesina o la imbecilidad que pasa por
ser la política mundial. Es, como Aufhebung de todos ellos pero sin “sintetizarlos”, el sujeto
trágico , el sujeto fracturado entre su potencia heroica y su destino histórico abyecto
.
¿Es este, todavía, un sujeto “filosófico”? Por supuesto. Pero a condición de que
ensayemos una filosofía que esté a su altura: una filosofía igualmente dividida , igualmente
fracturada , igualmente en tensión inmanente entre el Concepto y el Cuerpo. Una filosofía, por
lo tanto, que no renuncie, como no podría renunciar, al Concepto, pero tampoco a su siempre renovado
fracaso . A su siempre reconstruido límite levantado por las fracturas geológicas
del Cuerpo del sujeto. O de la naturaleza misma, de la materia barrosa de la que el
sujeto ha emergido, y sigue emergiendo. Con esa condición, podemos hasta probar la audacia de darle,
a este “tercer” sujeto, su nombre: el sujeto fallado . El de aquella “falla geológica”, pero también
como quien dice: fallado de fábrica , para calificar a lo que está constitutivamente mal hecho,
maltrecho . No es, como se ve, el sujeto entero, completo , del modernismo “dominante”. No es
tampoco el no-sujeto disperso, difuso, etéreo del postmodernismo “des(cons)tructivo”. No es
múltiple e indeterminable, es dividido y reconstruible en cada avatar histórico. No es
la alegre y desproblematizada proliferación de diferencias del “multiculturalismo”: es siempre el
mismo, el sujeto de la fractura que se manifiesta en las discontinuidades y solapamientos de
la materia histórica. Y que pelea desde ahí, contra aquella abyección de su destino a la cual lo ha
arrojado no su DaSein ontológico, sino el Poder de turno. Que sea o no “filosófico” es, claro
está, materia de debate . Pero, justamente: ¿qué otra cosa podría ser la filosofía, la que nos
interesa ?
Ese ensayo de debate, hoy, sólo puede recrearse sobre nuevas bases desde la
“periferia”, y en particular desde América Latina, puesto que lo que solía llamarse el “primer
mundo” está paralizado –ya sea por sus propios intereses o, en el campo intelectual, por el abandono
de la discusión originaria sobre lo político-cultural corporizado - para seguir llevándolo
adelante. Y además, ese “primer mundo” ya ha sido, desde hace al menos un siglo y medio, demasiado
atravesado por lo que Aníbal Quijano llamaría la colonialidad del saber como para estar en
condiciones de redefinir a fondo sus propias premisas teoréticas, filosóficas, historiográficas, y
recuperar aunque fuera algo de su perdida materia . Pero desde luego, ello no significa en absoluto
que los intelectuales, los “ensayistas filosóficos” latinoamericanos debamos volver la espalda o
arrojar por la ventana la gran tradición de pensamiento crítico producida en la modernidad europea:
justamente, por nuestra propia historia, e incluso por las peores razones de esa historia colonial,
estamos en situación privilegiada para emprender ese diálogo, todo lo conflictivo y ríspido que sea
necesario, aunque sin la falsa ilusión de poder barrer bajo la alfombra, mágicamente, nuestra propia
y desgarrada genealogía cultural, nuestro propio cuerpo “canibalizado”, nuestra propia falla
geológica . Pero, precisamente: tenemos que hacernos cargo de ese desgarramiento , tomarlo como
punto de partida para pensar el mundo desde otro lado , reinscribiendo en nuestra propia
“escritura” lo que creamos útil (ejerciendo, como alguna vez proponía Haroldo de Campos, la ahora sí
sana antropofagia de deglutir todo aquello que sirva a nuestro metabolismo cultural, y
vomitando el resto). Y, sobre todo, aunque no podamos empezar de cero, sacudirnos la modorra de lo
filosóficamente correcto e inventar, es decir, ensayar . ¿Hace falta repetir una vez más el
canónico dictum de Simón Rodríguez?: O inventamos o erramos . Y el peor error será
siempre no tanto el de volverse locos como el de perder el propio cuerpo.
Escribir un comentario