En el pasado de nuestros países era normal que los maridos, a quienes se atribuía la posesión del saber mundano emprendían negocios que involucraban los bienes de sus esposas; de manera que en algún momento se hacía necesario que ellas tuvieran que firmar documentos que implicaban fianzas, prendas o hipotecas en respaldo de los empeños asumidos por sus consortes. Y solía ocurrir que el asunto las tomara por sorpresa: acabada la cena, el marido aparecía con unos papeles, explicaba a su consorte la urgencia del caso y remataba con la consabida frase:
 
  ¡Mi’jita, firme aquí: yo después le explico!

Y la explicación, somera o detallada, ambigua o clara, venía pronto o tarde; o no venía nunca, según las potencialidades de cada concreta peripecia familiar.  Pero lo seguro aquí eran los roles asignados: al esposo, dueño del saber, le correspondían la decisión y la acción; a la mujer, titular del patrimonio, le correspondían la subordinación y la confianza.

La escena que he querido evocar me lleva a pensar en la democracia que se ha desarrollado en el seno de la sociedad moderna, con especial atención en la democracia costarricense. Porque en nuestro sistema democrático se ha formado este idilio intermitente entre los políticos y el pueblo que permite a los primeros, cada cuatro años, después de una campaña de nimiedades y promesas, pronunciar la frase:

        ¡Mi’jito, vote aquí: yo después le explico!

En este marco también se presume que los políticos, como los maridos, poseen el conocimiento: ellos saben qué es lo que conviene a los intereses de sus subordinados. Por su parte el pueblo, como la sempiterna esposa, no sabe, pero confía y entrega su inmenso patrimonio de esfuerzos, energías, esperanzas. Con los resultados que sabemos.

Por eso es que desde hace como diez años vengo diciendo en todos los tonos: no tendremos democracia mientras no nos volquemos masivamente, con toda la pasión y la energía, a enseñar al pueblo las reglas del discernimiento político: no hay nada más urgente que esto, porque sin esto la democracia, la cacareada centenaria democracia de los ticos, sigue siendo una desvergonzada mentira.

Lo he dicho, uno a uno, a los políticos honestos con quienes tengo amistad. Y me dan la razón, pero al mismo tiempo argumentan que también es urgente la necesidad de ganar las venideras elecciones; de sacar al menos algunos diputados, para impedir que los políticos corruptos se queden solos con el poder.

Y el argumento parece bueno; pero ocurre que las elecciones van y vienen y los políticos corruptos se quedan solos con el poder, se reparten el poder y se mofan de las minorías. Porque la verdad es que el camino largo, el de la educación democrática del pueblo, el de la participación sagaz e informada del pueblo, es el único remedio contra los políticos corruptos; mientras que las soluciones inmediatistas de los impolutos han resultado ser, mal que le pese a muchos,  la más segura coartada para aquéllos.
 

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