Estela Fernández Nadal
Facultad de Ciencias Políticas y Sociales/U.N. de Cuyo
INCIHUSA-CONICET
1. La lectura hinkelammertiana de Marx: de la crítica de la religión a la Crítica de la Economía Política
En su lectura de Marx, Hinkelammert ha enfatizado que el fundador del “humanismo de la praxis” estaba preocupado desde sus primeros escritos en el problema de los “dioses terrestres”. Es más, Hinkelammert entiende que la crítica marxiana de la religión es inseparable del humanismo que instaura Marx.
En el “Prólogo” de su tesis doctoral (1841) Marx afirma: “La filosofía hace su sentencia en contra de todos los dioses del cielo y de la tierra, que no reconocen la autoconciencia humana (el ser humano consciente de sí mismo) como divinidad suprema”[1] . Hinkelammert recuerda que para Marx “conciencia“ es “ser consciente”: “La conciencia no puede ser nunca otra cosa que el ser consciente, y el ser de los seres humanos es su proceso de vida real”[2]. De esta consideración Hinkelammert extrae la interpretación de la “autoconciencia humana” (que debe ser la divinidad suprema) como la conciencia de sí mismo del ser humano como sujeto vivo, corporal, material, con necesidades que deben ser satisfechas dentro del circuito natural de la vida humana (Hinkelammert, 2013, p. 183).
Unos pocos años más tarde, Marx completa esa idea en la “Introducción a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel. Crítica a la religión”(1844), cuando afirma: “La crítica de la religión desemboca en la doctrina de que el ser humano es el ser supremo para el ser humano y, por consiguiente, en el imperativo categórico de echar por tierra todas las relaciones en que el ser humano sea un ser humillado, sojuzgado, abandonado y despreciable”[3]. Este imperativo categórico es ampliado luego por Marx en El Capital (1867) cuando dice: “La producción capitalista sólo sabe desarrollar la técnica y la combinación del proceso social de producción socavando al mismo tiempo las dos fuentes originales de la riqueza: la tierra y el hombre”[4], formulación acabada donde Marx sienta que la sociedad (el hombre) y a la tierra (naturaleza) constituyen el circuito natural de la vida humana, esto es, conforman el cuerpo ampliado del ser humano, que es socavado por la lógica del capital, divinidad que sojuzga, humilla, abandona y desprecia ese cuerpo ampliado[5].
Contrariamente a la opinión corriente según la cual el marxismo se opone a toda religión, lo que surge de estas citas es que Marx propone un criterio para discernir dioses falsos de los verdaderos: son falsos los dioses que aplastan y humillan a los hombres; el ser humano es el verdadero Dios. Por tanto en Marx la crítica a la religión y el humanismo coinciden, son dos caras de la misma concepción.
A diferencia de la interpretación tradicional que considera a Marx como un feuerbachiano que, solo después de aplicar el concepto de alienación religiosa al análisis del Estado hegeliano, se plantó críticamente frente a Feuerbach para señalarle la necesidad de transformar las condiciones materiales −causa última de la proyección de divinidades en una esfera separada de la vida y de la búsqueda de consuelo en ellas−, Hinkelammert encuentra desde los primeros escritos de Marx –el “Prólogo” de su tesis doctoral es de 1841−una distancia inseparable entre su posición y la de Feuerbach, exclusivamente preocupado por los “dioses celestes”, aunque la misma se explicita como humanismo de la práctica en las”Tesis sobre Feuerbach”, de 1845 (Hinkelammert, 2013, p. 189). Marx conoce dioses terrestres que subordinan al ser humano y lo convierten en un “ser humillado, sojuzgado, abandonado y despreciable”; son el mercado, el dinero y el capital. Su humanismo es de la praxis porque sabe que esos dioses son creados por la actividad humana (“el mundo objetivo es subjetivo” dice Hinkelammert)[6]. Son objetivaciones de la práctica subjetiva, que, por lo mismo, puede ser transformadas por la “actuación ‘revolucionaria’, ‘práctico-crítica’“ del sujeto, tal como sostiene la primera “Tesis sobre Feuerbach” (Marx, 1987,p. 9) En el mismo texto, en la décima tesis, Marx contrapone el “antiguo materialismo” (de Feuerbach), que parte de la sociedad civil (burguesa), al nuevo materialismo (el suyo), que parte de la sociedad “humana” en el sentido de humanizada, esto es, como sociedad donde el ser humano es el ser supremo para el hombre (Hinkelammert, 2013, pp. 186- 189).
Luego, en 1948, en el “Manifiesto del Partido Comunista”, plantea el criterio de racionalidad que debemos considerar para que la praxis humana conduzca a la superación de la sociedad burguesa, dominada por los dioses terrestres que sojuzgan y humillan al ser humano. Lo formula en estos términos: “en sustitución de la antigua sociedad burguesa, con sus clases y sus antagonismos de clase, surgirá una asociación en que el libre desenvolvimiento de cada uno será la condición del libre desenvolvimiento de todos (Marx y Engels, 1987, p. 110). Se trata del criterio de racionalidad de la práctica humana porque señala el camino por el cual el ser humano llega a ser el ser supremo para el ser humano, esto es, deja de estar subordinado a dioses que lo humillan y degradan (Hinkelammert, 2013, p. 188).
Este criterio plantea la plenitud de la vida individual como condición de la plenitud de la vida social, y entiende esa plenitud como libertad: pleno desarrollo de las potencialidades humanas de todos. La sociedad humanizada –que incluye la humanización de la naturaleza, en tanto su vida y reproducción es condición indispensable para la reproducción de la vida humana− es aquella donde se ha tomado conciencia de la dimensión social del ser humano como condición de posibilidad de la vida (y de la vida plena) del individuo, y donde esa conciencia conduce a no tolerar el sometimiento del otro, en tanto afecta directamente mi vida y mi libertad. El otro, su vida y su libertad, es condición de posibilidad de mi vida y mi libertad. Es el descubrimiento del sujeto en su dimensión corporal, natural y social, como sujeto vivo, y como condición de posibilidad de la subjetividad individual. “Con este criterio de Marx –sostiene Hinkelammert− se completa el paradigma del pensamiento crítico” (p. 188)
Por eso todo el recorrido concluye en el capítulo 23 de El Capital, donde Marx trae a colación una cita de Horacio para condenar el “asesinato de hermano” como el crimen que socaba la sociedad capitalista, esto es, el aplastamiento del sujeto por la entronización de falsos dioses terrestres, que tratan al ser humano como un ser despreciable[7].
Hinkelammert concluye: Marx no rompe con Feuerbach al escribir sus Tesis sobre Feuerbach (1845). Mucho antes ya había roto con Feuerbach. Esta ruptura ya está presente en el prólogo a su tesis doctoral (1841). Allí habla de la “sentencia en contra de todos los dioses del cielo y de la tierra”. Feuerbach no conoce dioses terrestres; Marx sí: son el mercado, el dinero y el capital, dioses terrestres que Marx posteriormente analiza en El Capital. A estos dioses no se los puede hacer desaparecer declarándolos ilusiones, como Feuerbach hace con los dioses celestes. Son divinidades que experimentamos y que sólo podemos someter a partir de un actividad práctica consciente y deliberada. “Aquí está la primera ruptura de Marx con Feuerbach, de la cual resultan todas las rupturas posteriores” (Hinkelammert, 2013, p. 189).
Para Hinkelammert, Marx no abandonó nunca la crítica de la religión; lo que ocurrió fue que continuó esa crítica como crítica del fetichismo al interior de la Economía Política. Deja de hablar de “religión” porque nada hay que agregar a la crítica de los falsos dioses celestes, sin embargo es necesario enfrentar a los terrestres, que no dejan de existir ni de operar autónomamente por el solo hecho de que tomemos conciencia de que son resultado de la actividad humana. Su existencia es invisible pero efectiva, y en tal sentido, aunque no son empíricos en sentido estricto, producen efectos muy sensibles y patentes, que experimentamos y que nos condicionan y subyugan, planteando por tanto la necesidad de que actuemos frente a ellos.
El aporte de la crítica de Marx a la religión consiste entonces en enfocar los dioses terrestres, seculares, que produce la condición humana finita; establecer un criterio de discernimiento de los falsos dioses terrestres y, consecuentemente, poner al ser humano como ser supremo; finalmente, integrar esa crítica dentro de su concepción de praxis, esto es de la necesaria transformación de la sociedad humana en un sentido de emancipación, tal como lo establece su extraordinario imperativo categórico.
2. La duplicación del mundo: la empresa y la fábrica
Al desarrollar el concepto de “falsos dioses terrestres” –que subordinan y aplastan al sujeto− Hinkelammert enriquece el concepto de fetichismo y llega a concebirlo como resultado de un desdoblamiento de la realidad a partir de la institucionalización de las relaciones humanas. Para analizar las características de este mundo de divinidades terrenales, desdoblamiento del mundo real empírico, el filósofo pone el ejemplo de la relación entre la “empresa” y la “fábrica”.
De la fábrica tenemos experiencia sensible; de la empresa no. La fábrica es la parte visible de la empresa. La vemos (edificios, maquinaria, empleados) y vemos sus productos. La empresa, en cambio, no es objeto de experiencia sensible: no se la puede ver ni tocar. “Como todo el orden institucionalizado, se encuentra fuera del mundo empírico” (Hinkelammert, 2013, p. 194). Lo mismo ocurre con el mercado y el Estado, y con todas las demás instituciones; la experiencia empírica (sensible) que podemos tener de ellas corresponde solamente a los elementos materiales empíricos sobre los que descansa su existencia, pero no de ellas como totalidad.
Las instituciones son “sujetos” que existen detrás de sus condiciones materiales empíricamente experimentables. Constituyen un mundo de fantasmas, que resultan de la convivencia humana y que procura dominarnos. Estos sujetos no se experimentan a través de los sentidos, pero sus manifestaciones son parte del mundo experimentado: tienen presupuestos, personalidad jurídica, contratan trabajadores y los despiden, establecen impuestos, evalúan rendimientos, contraen deudas, declaran guerras.
Hinkelammert reclama a las ciencias sociales un concepto de experiencia que incluya a esos fantasmas institucionales, que no son objeto en sí mismos de experiencia empírica sensible pero cuyos efectos sí experimentamos, y que permitan dar cuenta de la duplicidad del mundo de la experiencia: “un mundo empírico de las condiciones materiales de la posibilidad de los proyectos humanos, y un mundo cuasi-empírico, que resulta de los efectos no-intencionales de la acción humana intencional y cuya existencia hay que concluirla porque se trata de un mundo invisible” (Hinkelammert, 2013, p. 196). Es el mundo de las formas sociales y sus objetivaciones institucionales; Hegel lo llamó “espíritu objetivo”. Hinkelammert afirma: “En un sentido estricto, este mundo cuasi-empírico es un mundo sobrenatural” (Hinkelammert, 2013, p. 196). Esto significa que hay un mundo de experiencia que es metafísico (en el sentido de sobrenatural) y que domina al mundo empírico. Lo hace inevitablemente porque, en tanto reino de relaciones abstractas, está dominado por la racionalidad del cálculo, que somete al mundo humano (corporal, empírico en el sentido sensible) a la lógica instrumental de la eficiencia y la ganancia. Por ejemplo, la empresa despide a los obreros si los números no van bien o la policía reprime a los manifestantes si sus protestas ponen en cuestión las instrucciones del Banco Mundial; en ambos casos los sujetos metafísicos “empresa” o “Estado” actúan respondiendo a la ley del mercado, que toma decisiones de vida o muerte, desentendiéndose de sus consecuencias y sus efectos indirectos.
El mundo empírico está sujeto a las leyes de la necesidad; el cuasi-empírico a las de la inevitabilidad. De allí se sigue que su abolición es imposible, porque surge inevitablemente como efecto no intencional de la acción humana.
La institucionalización es, por tanto, la ley como cárcel del cuerpo, y no es posible abolirla como tal. Siempre vuelve. Frente a esto, la pregunta no es cómo se la elimina, sino hasta qué punto es posible encadenar a este dragón o a esta “bestia”, como la llama el Apocalipsis. En su forma actual, ese mundo institucional es moderno; surgió con el capitalismo. El primero en reconocerlo es Maquiavelo; Hobbes le da un desarrollo teórico y lo denomina “Leviatán”. En cualquier caso es el dios terrestre, que interpreta a quienes se rebelan en su contra como un intento de destronar su poder divino y los interpela: “¿quién como Dios?”, esto es: ¿quién se atreve a querer suplantarme en el lugar de Dios?, ¿quién osa disputarme el lugar de divinidad suprema?
¿Cómo se puede encadenar a la bestia? Subordinándola a la vida humana. La institucionalidad es falsa divinidad terrestre porque tiende a separarse de la vida concreta, duplicarla y someterla. El indicador de falsedad de las instituciones consiste en el grado de autonomía y superioridad que se adjudican frente a la vida: “cuanto más siguen si propia lógica y a las fuerzas compulsivas de los hechos, tanto más falsos son. Pero siempre son peligrosos” (Hinkelammert, 2013, p. 199). Hay que encadenarlos y establecer los límites de su actuación.
Una vez señalado el peligro y advertidos sobre el modo en que opera a “espaldas de los sujetos”, esto es, como efectos indirectos y no intencionales de sus acciones directas, conviene que repasemos algunas de las formas más comunes en que el mismo se manifiesta.
3. El fetichismo de la mercancía y la teología profana del mercado
El problema del “fetichismo de la mercancía”, como es sabido, es presentado por Marx en capítulo 1 del libro primero de El Capital Marx, como una trasformación sufrida por los valores de uso −productos del trabajo humano que en sí mismos no tienen nada de misterioso: simples objetos físicos vulgares que satisfacen necesidades humanas−, cuando se convierten en “mercancías”, es decir, cuando son producidos para ser intercambiados en el mercado. Marx pone como ejemplo una mesa, de la cual dice:
[…] en cuanto empieza a comportarse como mercancía […] no solo se incorpora sobre sus patas encima del suelo, sino que se pone de cabeza frente a todas las demás mercancías, y de su cabeza de madera empiezan a salir antojos mucho más peregrinos y extraños que si de pronto la mesa rompiese a bailar por su propio impulso […].
¿De dónde procede, entonces, el carácter misteriosos que presenta el producto del trabajo humano tan pronto como reviste la forma mercancía? Procede, evidentemente, de esta misma forma. En las mercancías, la igualdad de los trabajos humanos asume la forma material de una objetivación igual de valor de los productos del trabajo; el grado en que se gasta la fuerza humana de trabajo, medido por el tiempo de su duración, reviste la forma de magnitud de valor de los productos del trabajo; y, finalmente, las relaciones entres unos y otros productores, relaciones en que se traduce la forma social de los trabajos, cobran la forma de una relación social entre los propios productos de su trabajo” (Marx, 1966, pp. 36-37).
En Las armas ideológicas de la muerte (1977), obra escrita todavía bajo el impacto del golpe militar en Chile y los cambios que ese desgraciado suceso implicaron para su vida cotidiana, Hinkelammert retoma el problema del fetichismo con el objeto de releer a Marx y examinar en detalle las tres dimensiones del fetichismo, propuestas en El Capital (de la mercancía, del dinero y del capital). Define entonces el fetichismo como “el modo como se hace visible y perceptible lo abstracto”, y explica el fenómeno descubierto por Marx como efecto, al interior de la sociedad mercantil-capitalista, de un juego engañoso de espejos, que hacen visible (de modo invertido) lo invisible, al tiempo que invisibilizan lo visible.
Interesa reparar en esta idea, que, más allá del aparente juego de palabras, revela un asunto de la mayor importancia. Lo invisible que deviene visible (bajo una forma invertida) son las instituciones, entendiendo por tales todo el mundo de abstracciones que median las relaciones humanas. Y lo visible que resulta invisibilizado es el carácter social de los seres humanos que, en tanto seres corporales, tienen necesidades que deben ser satisfechas por el trabajo colectivo (social); o dicho de otro modo: lo desplazado fuera del campo de nuestra visibilidad son las necesidades de la vida real de los hombres concretos.
El análisis del fetichismo pregunta por el modo de ver y el modo de vivir las relaciones mercantiles. Estas son relaciones sociales que sirven para efectuar la coordinación de la división del trabajo. Sin embargo, son vividas y vistas como una relación social entre cosas u objetos. Por eso Marx llama a las mercancías, como forma elemental de ellas, objetos “físico-metafísicos”. Por un lado estas mercancías son objetos; por otro, tienen a la vez la dimensión de ser ellas mismas sujetos del proceso económico. Pero en cuanto (…) se transforman en mercancías-sujetos, que actúan entre sí y sobre el hombre, (se) arrogan la decisión sobre la vida o la muerte de aquel (…). Y si el hombre no toma conciencia del hecho de que esta aparente vida de las mercancías no es sino su propia vida proyectada en ellas, llega a perder su propia libertad y al final su propia vida (Hinkelammert, 1977, p. 12).
El carácter invisible del mercado (como el de las demás instituciones) resulta de ser un conjunto de relaciones abstractas, contractuales, de intercambio entre propietarios de mercancías dispuestos a venderlas a cambio de dinero. No se trata de un campo de relaciones concretas de seres humanos que se reconocen entre sí como seres directamente sociales, recíprocamente necesitados y unidos por un vínculo natural y corporal entre sí y con la naturaleza. En la medida en que las personas se relacionan como meros propietarios unidos por un vínculo contractual, todo esto es invisibilizado, y el carácter social humano es transferido a las mercancías que, en tanto producto del trabajo humano, vehiculizan cantidades equivalentes de trabajo abstracto y, en consecuencia, pueden equipararse en su equivalencia e intercambiarse.
Por obra de esta inversión, lo humano-concreto (el sujeto vivo, corporal y necesitado) ha resultado subsumido e invisibilizado bajo el imperio de lo abstracto (la institución mercado o las relaciones mercantiles entre valores de cambio equivalentes). Una dimensión humana real y concreta −el carácter social del ser humano− es invisibilizado y trasladado a las cosas, convertidas ahora en mercancías y revestidas del carácter social humano del cual se ha despojado a los productores-consumidores.
Así, las cosas devienen seres dotados de vida propia, sujetos sociales que se relacionan entre sí. El carácter de producto social del trabajo colectivo de los sujetos es invisibilizado-visibilizado bajo la forma de su imagen distorsionada: la mera intercambiabilidad, reflejo distorsionado e invertido de relaciones “sociales” trasferidas de los seres humanos a las cosas.
Ahora el mercado decide sobre la vida y la muerte de los seres humanos y de la naturaleza, según criterios formal-instrumentales. La mercancía ha devenido un fetiche que gobierna la vida humana, el producto del trabajo humano se ha independizado de su productor y genera un mundo espiritual habitado por seres poderosos, dioses de una extraña religión (en sentido amplio) no confesional sino profana.
Por lo tanto,
[la] Religión no es algo como una superestructura. Es una forma de la conciencia social que corresponde a una situación en la cual el hombre ha delegado la decisión sobre su vida o muerte a un mecanismo mercantil, de cuyos resultados −siendo este mecanismo obra suya− no se hace responsable. Y esta irresponsabilidad la proyecta en un Dios con arbitrariedad infinitamente legítima (Hinkelammert, 1977, p. 22).
En consecuencia, ni la modernidad ni su forma hegemónica, la sociedad capitalista, han “desencantado” el mundo. Muy por el contrario, han estimulado el desarrollo de una religión profana en la cual el mercado es la divinidad suprema. Es una divinidad inmanente, sin ninguna vocación trascendente, que además, como en las religiones llamadas “primitivas”, exige sacrificios humanos, pero lo hace en una proporción que ninguna cultura “primitiva” podría haber imaginado ni justificado jamás.
Hemos visto que Hinkelammert aborda el problema del fetichismo como un fenómeno que adviene de forma no intencional e invevitablemente a partir de la institucionalización de las relaciones humanas como relaciones reguladas por la institución mercado. Interesa registrar empero que Hinkelammert deliberadamente generaliza el fenómeno a la todo el sistema institucional y simbólico de las sociedades. En tal sentido, cabe sostener que nuestro filósofo encontró en el análisis marxista del fetichismo una clave interpretativa de la compleja realidad existencial humana.
Según su entender, para desarrollar sus posibilidades latentes, el ser humano necesita establecer relaciones sociales que vayan más allá de la relación inmediata, cara a cara, con otros; necesita generar instituciones, lenguaje, leyes, ciencia, cultura, un mundo de dispositivos abstractos que le permiten ampliar el ámbito de su experiencia directa y pensar en términos de universalidad. Este mundo acompaña e impulsa el proceso de “humanización” del ser humano, pero al mismo tiempo, por su carácter abstracto, tiene capacidad de independizarse de sus creadores, de convertirse en espejismos que absorben su subjetividad, los subordinan y los instrumentalizan en función de fines que ya no son humanos, en sentido estricto, sino institucionales, sistémicos. Se convierten entonces en sujetos, fetiches, divinidades “seculares”, inmanentes, profanas, que pueblan la ideología igualmente “secular” de las sociedades modernas. Para pensarlas, y eventualmente para poder sustraerse de su poder, hay que desarrollar una “teología profana”, esto es, una forma de pensamiento crítico y emancipatorio que está dispuesta a no dejarse engañar por el carácter profano de los dioses a cuyos pies se inclinan y someten las sociedades modernas.
4. La teología profana en la ciencia empírica moderna y en las utopías sociales y políticas:
Más allá del mercado y de la forma mercancía, otros ámbitos de esa espiritualidad humana moderna y profana han sido abordados por Hinkelammert. A continuación nos detendremos brevemente en dos de los más importantes: la ciencia moderna y las utopías socio-políticas.
También la ciencia moderna es un ámbito poblado por seres “físico-metafísicos”. Detrás del prestigio logrado a partir de su capacidad para desplazar (supuestamente) a la religión de su lugar de privilegio en la cultura pre-moderna, devela que el fetichismo permanece allí solapado y activo.
Hinkelammert sostiene que, a pesar de que se la considera y denomina “empírica”, la ciencia moderna no se basa en la experiencia. Muy por el contrario, surge de la abstracción de la experiencia, ámbito éste que se organiza en torno a la centralidad del sujeto. La abstracción, en cambio, supone un distanciamiento de ese ámbito que da por resultado la construcción teórica de lo que llamamos “objetividad” del mundo.
Si la experiencia de chocar contra una pared nos enseña que ésta es dura, la perspectiva científica supone un distanciamiento de esa experiencia subjetiva fundante y la construcción del dato “objetivo” (independiente del sujeto) de la dureza del muro. Se produce entonces una inversión: la cualidad impenetrable de la pared aparece como el dato primero, y la experiencia del choque y del dolor en el cuerpo pasa a ser considerada una cuestión derivada. El ser humano se convierte él mismo en un objeto entre otros (Hinkelammert, 2007, pp. 180-187).
A partir de la experiencia subjetiva de la abolladura de la frente, se construye el objeto duro. Otra vez se consuma una inversión. Se olvida que dicha “objetividad” resulta de un ejercicio de abstracción, y en consecuencia se produce la enajenación de ese mundo objetivo, su conversión en un ser independiente, en fetiche portador de una voluntad autónoma y caprichosa. Nuevamente la mesa se ha puesto a bailar y de su cabeza de madera están saliendo extrañas consignas. Una prueba de lo dicho la encontramos en las representaciones de mecanismos perfectos que pueblan las teorías científicas: la mano invisible del mercado de Smith, el demonio de Laplace, el observador que viaja a velocidad de la luz de Einstein, el juez Hércules de Habermas, etcétera; todos son ejemplos de seres perfectos hipotéticos, que abstraen la dimensión contingente de la realidad humana, para poder pensar los fenómenos en el nivel de abstracción y generalización que requiere la mirada científica. Conceptos como los de caída libre, péndulo matemático, movimiento de un cuerpo sin fricciones, no corresponden a ningún objeto empírico. Son constructos que surgen de pensar la naturaleza en términos de mecanismos de funcionamiento perfecto. A partir de ellos se formulan las leyes científicas, que permiten explicar muchos fenómenos; luego, el proceso de formación de tales mecanismos se olvida; finalmente, en función de ellos, los hechos empíricos terminan siendo interpretados como “desviaciones” de los modelos perfectos construidos por abstracción. Todos ellos –no sólo los que operan en la física sino también en las ciencias sociales, como la economía− se basan en la suposición de la existencia de un ser omnisciente hipotético, que tiene un conocimiento absoluto, sin resto, de todas las variables que intervienen en un proceso complejo e incognoscible a cabalidad para un entendimiento finito. No se advierte que a través de tales mecanismos perfectos penetra la metafísica y la teología en el corazón de la razón instrumental (Hinkelammert, 2007, pp. 189-198).
En ese sentido Hinkelammert puede afirmar que las ciencias constituyen un espacio teológico privilegiado de las sociedades capitalistas (en particular) y de la modernidad (en general), un espacio poblado por seres omniscientes y todopoderosos, que han desalojado al criterio vida-muerte del horizonte de la reflexión:
Aunque la introducción de estas idealizaciones sea considerada heurística, aparece como dimensión de toda ciencia empírica una dimensión metafísica: la abstracción de la muerte y la introducción de un ser omnisciente y todopoderoso […]. El resultado es que las ciencias empíricas contienen implícitamente una metafísica y una teología (Hinkelammert, 2007, p. 211).
Nos trasladamos ahora a otro terreno, el del pensamiento y la práctica políticos.
La concepción de la política como “arte de lo posible”, es decir la idea de que el hombre puede remodelar la sociedad a partir de criterios puramente racionales, inscriptos en la “naturaleza humana” y factibles de ser desentrañados por medio de la razón, es una idea moderna que, como tal, ha estado presente en todas las utopías proyectadas en la modernidad. Precisamente en ellas encuentra Hinkelammert otro espacio donde se desarrollan las bases de una religiosidad profana.
Siguiendo a Kant, Hinkelammert concibe a las utopías como ideas reguladoras de la razón, esto es como principios incondicionados (no empíricos), que no surgen de la experiencia ni encuentran en ella una referencia inmediata, pero que remiten a la totalidad de las condiciones de toda experiencia posible. Recordemos que para Kant la razón, a través de sus ideas, puede pensar lo incondicionado como aquel conjunto de condiciones de toda experiencia posible, pero que no pueden ser ellas mismas objeto de experiencia (Kant, 1977, pp. 168-174). Ahora bien, si las ideas son tales principios trascendentales, considerar a las utopías como metas de la acción humana y pretender alcanzarlas empíricamente, es caer en la ilusión trascendental.
Como sabemos, este tema ha sido largamente desarrollado por Hinkelammert en su Crítica de la razón utópica (Hinkelammert, 2002). No resulta posible en esta ocasión desarrollar ampliamente las tesis allí presentadas por el autor; para el cometido de esta reunión basta aclarar que la crítica de la razón utópica que formula Hinkelammert no significa que él deseche las utopías o que cuestione su importancia para la construcción de un mundo más humano. Por el contrario, su crítica parte de considerar la proyección de utopías como una dimensión inevitable y necesaria del pensamiento, que permite pensar lo imposible deseado y despejar, a partir de ello, el espacio de realización de lo posible. El secreto para que esto funcione bien consiste en no olvidar que la utopía proyectada no es una meta empírica, para cuyo logro se hace necesario postergar la solución de problemas presentes y aceptar todos los sacrificios que se imponen en el camino que conduce a ella; en definitiva, agachar la cabeza y pagar los costos del peaje sin chistar. Las utopías no son metas sino ideas de la razón, cuya potencialidad emancipatoria reside en ser criterio racional para juzgar y transformar el presente en un sentido de mayor libertad y justicia. No hay metas, hay caminos que se transitan andando cada día.
¿Por qué es tan difícil conjurar la “ilusión trascendental”? ¿Por qué siempre nos topamos con ella? Porque la razón utópica se sostiene en un mito pregnante y poderoso de la modernidad: el mito del progreso o del crecimiento indefinido, convertido por la ideología de la Ilustración y las revoluciones burguesas de los siglos XVII, XIX y XIX en la escalera que conduce al cielo secularizado de la sociedad capitalista. La fe en la escalera sostiene el olvido del carácter trascendental de las utopías. Dicho de otro modo, la imaginación moderna hace caso omiso de la advertencia kantiana acerca del carácter regulativo y trascendental de las utopías, y las concibe, en cambio, como mecanismos idealizados de funcionamiento perfecto, como fetiches. Aunque se presenten como solo “posibles en principio”, lo cierto es que tales utopías son imposibles, pues se ubican más allá de los límites que impone la condición humana finita.
Curiosamente, se habla de objetivos posibles “en principio”, expresión que, mirada atentamente, significa: “haciendo abstracción de la muerte”, opacando la condición contingente del ser humano. “Posible en principio” significa entonces “imposible” para nosotros (posibles tal vez para los dioses). Por eso se trata siempre de metas pensadas en términos de instituciones perfectas, no apropiadas para seres imperfectos, finitos, mortales. Y justamente, por ser pensadas en términos de perfección, son convertidas en verdaderos ídolos, a los que se ofrece la vida humana en sacrificio (Hinkelammert, 1995, pp. 206 y ss).
Resulta interesante observar que la teoría marxiana del fetichismo de la mercancía, al ser generalizada y llevada por Hinkelammert hasta sus últimas consecuencias, como producto del endiosamiento de los productos abstractos de la actividad humana, condujo a nuestro autor a desarrollar su crítica fundamental a Marx. En efecto, el error de Marx, según Hinkelammert, consistió en pensar la solución a la destrucción generada por la sociedad capitalista en el proyecto de la abolición del mercado. Interpretada la sociedad burguesa como “imposible”, en el sentido de insostenible a largo plazo por su tendencia creciente a socavar las fuentes de la riqueza (la tierra y el hombre), Marx elabora el “punto de vista de que un progreso desencadenado sobre la base de las abstracciones mercantiles, se vuelca en contra de la vida humana y la devora”, y concluye por tanto que, para garantizar la reproducción de la vida humana, la sociedad debe “superar las abstracciones vinculadas con las relaciones mercantiles, y, consecuentemente, las relaciones mercantiles mismas” (Hinkelammert, 2002, pp. 368-369). En oposición al imposible capitalismo, surge la única sociedad posible: el socialismo, en la cual se ha abolido el mercado (371-373)[8]. Por esta vía, el pensamiento de Marx derivó en un utopismo acrítico, esto es, en la construcción de una utopía social imposible, a la que se considera empero posible. El socialismo realmente existente acentuó esta forma de pensar y por esa vía condujo a uno de los totalitarismos más importantes del siglo XX; pero Hinkelammert considera que esa argumentación ya está presente en los escritos de Marx.
La lógica de la razón utópica no sometida a crítica, en tanto dimensión inherente de la racionalidad instrumental moderna, resulta perversamente catastrófica (promete el cielo y produce el infierno) debido a que, en la práctica, la ilusión de aproximación efectiva al ideal produce una sacralización del statu quo. El sistema vigente pasa a ser considerado como un momento necesario en un camino que conduce a la plenitud real, a la utopía fetichizada que aguarda a la humanidad al final. Operando de este modo, la razón utópica ha originado los sucesivos regímenes totalitarios del siglo xx y alimenta actualmente la estrategia capitalista de acumulación global, estrategia impuesta por las grandes burocracias privadas de las empresas de producción mundial y sostenida militarmente por el gobierno de los Estados Unidos que, a pesar de su decadencia económica, no renuncia todavía a su papel de gendarme mundial (Hinkelammert, 2003, pp. 17-31).
La ilusión de que la sociedad perfecta es una meta “posible en principio” (pero imposible de hecho), a la que nos acercamos paulatinamente, convierte su persecución en una “tarea infinita”; por ese camino se justifica, al mismo tiempo, su continua postergación y su permanente e incuestionada vigencia.
5. Imperfección y finitud humanas: la dimensión mítica de la razón
El fetichismo de la mercancía, los seres omniscientes que pueblan la ciencia moderna, las ilusiones de perfección social proyectadas por el ejercicio acrítico de la razón utópica, son algunos de los espacios que la razón instrumental genera “a espaldas de los sujetos”, esto es, son sus efectos indirectos o no intencionales. En los tres casos se trata de lo mismo: la construcción de mecanismos abstractos es una faceta necesaria del desarrollo de la razón y responde a la necesidad de suplir la finitud humana; sin embargo la ambigüedad de esta tendencia se revela en que tales dispositivos propenden a independizarse de los seres humanos y a convertirse en mecanismos autorregulados de un sistema abstracto –el caso del mercado global es el más ilustrativo− que por su propio funcionamiento tienden a aplastar a los sujetos.
Como tituló Francisco Goya su célebre estampa de 1797: “el sueño de la razón produce monstruos”. ¿Por qué sucede esto? La explicación que propone Hinkelammert apunta a la base profundamente irracional sobre la que se levanta la razón moderna, constituida por la primacía de la orientación instrumental que le es característica.
La razón última del desarrollo de ese mundo de abstracciones (los monstruos que produce el sueño de la razón) se encuentra en los límites de la razón humana. Su limitación, su fragmentariedad, determinan que se desarrolle como razón instrumental que elige los medios más adecuados para la obtención de un fin particular, desentendiéndose de todo el contexto dentro del cual se desarrolla la acción y produciendo indirectamente efectos no controlados ni buscados. Es una razón que construye su pequeño mundo ordenado, generando en contrapartida un inmenso océano de desorden a su alrededor. Produce, en consecuencia, una representación distorsionada (invertida) y parcial de lo real como un mundo de relaciones matemáticas, de cálculos exactos y de progreso infinito, donde toda la dimensión concreta de la vida es ignorada −incluyendo el carácter corporal, vulnerable y finito de todas sus formas y, correlativamente, la interdependencia que existe entre ellas−. En definitiva, se construye un mundo donde la dimensión vida-muerte ha sido “abstraída”; un mundo de dimensiones calculables y previsibles, de realidades simples, fragmentarias, aisladas, en el que fácilmente surge y crece la aspiración a desarrollar conocimientos y tecnologías capaces de producir instituciones perfectas. Es un mundo que se permite olvidar la precariedad de los supuestos en los que se asienta todo el edificio, envuelto en una tenaz ilusión de infinitud y de poder absoluto.
Cómo es lógico, ese mundo perfecto tiene que estrellarse, y lo hace periódicamente, contra la pared de la imperfección y contingencia radicales de la vida. La experiencia nos lo enseña bastante a menudo: los cálculos suelen fallar y las instituciones perfectas fracasan con frecuencia. Como dice un refrán popular de la tradición judía: “si quieres hacer reír a Dios, cuéntale tus planes”.
Esta es la explicación de la existencia y persistencia de los mitos en las sociedades modernas secularizadas: son una consecuencia de la insuficiencia de la racionalidad instrumental para dar cuenta de la realidad como totalidad compleja, no reductible a la dimensión del cálculo medio-fin. En este sentido, el mito no se opone a la razón sino que es una dimensión complementaria de la racionalidad instrumental, que desarrolla una percepción de la vida humana bajo el punto de vista vida/muerte, siempre excluido de esa racionalidad. Es una forma de respuesta a la imprevisibilidad y contingencia de la vida de seres que son, básicamente, mortales; es una respuesta de tipo mágico, pero no irracional. Razón mítica y razón instrumental son dos caras de la misma razón.
Los mitos sirven para orientarnos frente a las amenazas que se ciernen sobre nosotros. Esa orientación, empero, no tiene un sentido unívoco; de allí que puedan cumplir una función de justificadora o transformadora de la realidad. Tampoco se trata de una orientación necesariamente religiosa (en sentido estricto); puede aparecer revestida de un formato tanto religioso como secular. Prueba de ello es que los mitos no solo no han desaparecido con la emergencia del mundo moderno, sino que, por el contrario, con la modernidad y como contrapartida del predominio creciente de la razón instrumental, estos aparecen con enorme e inusitada potencia.
Como en el caso de los dioses terrestres, el problema con los mitos no es que existan o no, ni tampoco es cómo proceder para eliminarlos definitivamente, ya que esto no es posible. El verdadero problema reside en discernir su carácter emancipatorio u opresor. Frente a los mitos debemos preguntarnos: ¿favorecen la humanización de la sociedad humana o la deshumanizan?; ¿están a favor de la reproducción de la vida de todos y todas (incluida la naturaleza) o subordinan la reproducción de la vida a la primacía de procesos formales e instrumentales, sujetos a criterios al cálculo de ganancias y la eficiencia?
Los mitos generados por el mercado y el laboratorio son falsos dioses terrestres porque se colocan por encima de la divinidad suprema, que es el ser humano vivo, corporal, natural y social, y lo empujan hacia una condición subalterna, convirtiéndolo en un “ser humillado, sojuzgado, abandonado y despreciable”. Frente a ellos es necesario oponer y desarrollar mitos emancipatorios.
Esta conclusión, a la que arriba Hinkelammert, lo ubica en una constelación con otros dos grandes pensadores marxistas del siglo XX: Walter Benjamin y José Carlos Mariátegui, como lo demuestran las citas de ambos pensadores con las que quiero cerrar este trabajo.
Poco tiempo antes de morir, a finales de 1939 Benjamin escribió:
Como es sabido, se dice que existía un autómata construido en forma tal que era capaz de responder a cada movimiento de un jugador de ajedrez con otro movimiento que le aseguraba el triunfo en la partida. Un muñeco vestido de turco, con la boquilla del narguile en la boca, estaba sentado ante el tablero, posado sobre una amplia mesa. Un sistema de espejos producía la ilusión de que esta mesa era en todos los sentidos transparente. En realidad, había adentro un enano jorobado, el cual era un maestro para el ajedrez y movía la mano del muñeco mediante cordeles. Un equivalente de tal mecanismo puede imaginarse en la filosofía. El muñeco llamado “materialismo histórico” ganará todo el tiempo. Podrá derrotar con facilidad a cualquiera si cuenta con los servicios de la teología, que ahora se encuentra marchita, como sabemos, y debe mantenerse oculta (Benjamin, 2007, pp. 21-22).
Unos años antes, en 1925, José Carlos Mariátegui sostenía:
“La Razón ha extirpado del alma de la civilización burguesa los residuos de sus antiguos mitos. El hombre occidental ha colocado, durante algún tiempo, en el retablo de los dioses muertos, a la Razón y a la Ciencia. Pero ni la Razón ni la Ciencia pueden ser un mito. Ni la Razón ni la Ciencia pueden satisfacer toda la necesidad de infinito que hay en el hombre. La propia Razón se ha encargado de demostrar a los hombres que ella no les basta. Que únicamente el Mito posee la preciosa virtud de llenar su yo profundo […]. El hombre, antes sobrecogido ante lo sobrenatural, se ha descubierto de pronto un exorbitante poder para corregir y rectificar la Naturaleza. Esta sensación a desalojado de su alma las raíces de la vieja metafísica.
Pero el hombre, como la filosofía lo define, es un animal metafísico. No se vive fecundamente sin una concepción metafísica de la vida. El mito mueve al hombre en la historia. Sin un mito la existencia del hombre no tiene ningún sentido histórico. La historia la hacen los hombres poseídos e iluminados por una creencia superior, por una esperanza super-humana, los demás hombres son el coro anónimo del drama […].
La fuerza de los revolucionarios no está en su ciencia; está en su fe, en su pasión, en su voluntad. Es una fuerza religiosa, mística, espiritual. Es la fuerza del Mito. La emoción revolucionaria […] es una emoción religiosa. Los motivos religiosos se han desplazado del cielo a la tierra. No son divinos, son humanos, son sociales (Mariátegui, 1991, p. 12).
Bibliografía
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[1] Karl Marx, “Prólogo de su tesis doctoral” (1841). En: Marx Engels Werke. Ergänzungsband, Erster Teil, Berlín, p. 262. Cit. en Franz Hinkelammert (2013, p. 182).
[2] Karl Marx y Friedrich Engels, La ideología alemana, Montevideo, Pueblos Unidos, 1958, p. 25, citado por Erich Fromm (comp.), Marx y su concepto del hombre (1962), México: F. C. E., pp. 31-32. Cit. en Franz Hinkelammert (2013), p. 183.
[3] Karl Marx, La introducción a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel. Crítica de la religión, en: Erich Fromm (comp.), Marx y su concepto de hombre (1962), p. 230. Citado por Franz Hinkelammert (2013), p. 183.
[4] Karl Marx (1966), El capital, tomo I. Traducción de Wenceslao Roces, 2 Edición. México: F. C. E., pp. 423-423. Citado en F. Hinkelammert (2013), p. 185.
[5] Hinkelammert observa que la traducción correcta no es “la tierra y el hombre” sino “la tierra y el trabajador”, cfr. (2013) p. 185.
[6] Esta tesis la desarrolla Marx en las Tesis sobre Feuerbach (1845). Cfr. Hinkelammert (2013) , pp. 186-190).
[7] La cita reza: “Y frente a la vieja reina de los mares se alza, amenazadora y cada día más temible, la joven república gigantesca: `¿Acerba fata Romanos agunt, /Scelusque fraternaea necis.´/ `Un duro destino atormenta a los romanos, la maldición por el crimen del asesinato del hermano.´ (Horacio)”; traducción de F. Hinkelammert. Citado en: Hinkelammert, 2013, p. 189.
[8] “Marx imagina [la] solución como una coordinación sin tener que recurrir más a relaciones mercantiles, de tal manera que cada productor puede entrar en una división del trabajo con otro sin mediar esta división por relaciones mercantiles. Marx ve eso como un estado de cosas en el que las leyes, que se imponen hoy a la espalda del producto como efectos no-intencionales de la acción, son conscientemente asumidas y por tanto realizadas en libertad […]. Marx concibe esa libertad precisamente como resultado de la superación de las relaciones mercantiles” (Hinkelammert, 1996, pp. 207-208).
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