El prevaricato es un delito que ha cobrado inusitada importancia en Costa Rica en estos últimos meses; de modo que su análisis a la luz de los saberes jurídicos de un mero aficionado como soy yo, en un lenguaje no especializado, podría despertar el interés de algunos círculos de personas no familiarizadas con el Derecho Penal.

Hablo aquì de ‘anatomía’ en un sentido traslaticio y no riguroso, para aludir a la separación de las partes de una proposición lógica contenida en el artículo 350 del Código Penal, que se ocupa precisamente del prevaricato.
 
En efecto, el primer apartado del artículo 350 del Código Penal dice:
 
“Se impondrá prisión de dos a seis años al funcionario judicial o administrativo que DICTARE  RESOLUCIONES CONTRARIAS A  LA  LEY,  O  LAS  FUNDARE  EN  HECHOS  FALSOS…” (son mías las mayúsculas y el subrayado)

Estamos ante una expresión clásica de la proposición normativa penal, que incluye el agente (funcionario judicial o administativo), el tipo penal (dictar resoluciones contrarias a la ley, o fundarlas en hechos falsos) y la sanción (prisión de dos a seis años). 

Pero en estas páginas me detendré sobre todo en el análisis de la primera modalidad del tipo penal (dictar resoluciones contrarias a la ley), que en este delito presenta un notable interés teórico y práctico; porque tratándose de un ilícito cuyo único posible agente es el juez (o el órgano administrativo), por de pronto nos pone ante la situación singularísima de un juez que juzga a otro juez con ocasión del ejercicio de juzgar. Lo cual, repito, es interesante en sentido práctico porque, como es obvio constatar, esa circunstancia de que todo acontezca entre jueces y juicios no es por cierto ajena al resultado, que todos conocemos, de que el prevaricato sea uno de los delitos menos castigados.


Como órgano dotado de potestades decisorias, el juez puede y debe necesariamente realizar operaciones de interpretación de los textos normativos relacionados con su materia, para determinar su pertinencia, sentido y alcance en relación con la decisión de las distintas situaciones que se le presentan. 

Interpretar un texto es precisamente identificar las normas que contiene; y por eso la operación mental de interpretar se da en todos los casos en que el juez, por decirlo así, aplique el derecho a los hechos demostrados. Y aquí, dicho sea de paso, venimos a caer en la cuenta de que el brocardo ‘in claris non fit interpretatio’  es técnicamente imposible: el juez, al extraer la norma del texto legal, interpreta siempre.

De donde resulta que, cuando el artículo 350 citado habla de “resoluciones contrarias a la ley”, nos refiere a resoluciones que contienen interpretaciones contrarias a la aplicabilidad, sentido y alcance de un texto constitucional o legal, examinado a la luz de las reglas de una sintaxis y una semántica “correctas”.

Pero ¿quién determina cuáles son esas reglas sintáctica y semánticamente correctas?  Esta es la tarea y el fin de la doctrina jurídica, fruto del esfuerzo y el talento de muchas generaciones de estudiosos: el estudio y aprendizaje de la doctrina jurídica ofrecen al intérprete un saber y unas destrezas que le ayudaràn a encontrar soluciones hermenèuticas lo más correctas posible. Y es gracias a esto que la operación mental de interpretar los textos normativos en busca de las normas que los mismos encierran, es una actividad ‘controlable’ bajo la guía de la doctrina jurídica.

Entonces, aunque sea cierto que muchas veces no es fácil dictaminar en términos exactos, matemáticos, que una determinada interpretación es la correcta, y que las demás son falsas; también lo es que en numerosos casos la interpretación que se analiza aparece como evidentemente errónea, insostenible, paladinamente contraria al sentido y/o alcance del texto legal que dice interpretar. Y entonces estaríamos sin ninguna duda frente a resoluciones judiciales o administrativas ‘contrarias a la ley’.

Lo cual sin embargo no es suficiente para concluir mecánicamente que dichas resoluciones tipifican ya, con la sola base de sus elementos descriptivos, el delito de prevaricato. La jurisprudencia ha dicho, con evidente razón (por ejemplo, en Res. 2003 – 01101 de la Sala Tercera), que para que haya prevaricato no basta una interpretación errónea del texto legal: se requiere el dolo, es decir, la conciencia clara en el agente de que la versión hermenéutica postulada en la resolución es ajena o directamente opuesta al sentido y/o al alcance del texto interpretado.

Pero resulta que el dolo, esa ‘conciencia de obrar mal’ que anida en la mente del autor, es un estado interior: intrapsíquico; ¿cómo entonces demostrarlo? Se estima en doctrina que ello se puede demostrar (con un grado variable de dificultad) mediante una labor de contrastación, combinación y  composición (en una unidad ideal) de las manifestaciones externas de la conducta del agente.

Y así, en el caso del prevaricato (pongamos un ejemplo extremo) podemos inducir que hay dolo cuando, junto con la interpretación aberrante, desatinada del texto, comprobamos además que el autor de la resolución es amigo de la parte favorecida con ella; o es enemigo de la parte perjudicada; o ambas cosas. La combinación y la composición de ambos elementos, objetivo y subjetivo: interpretación ilógica y amistad o enemistad con el destinatario de la resolución, podrían en el ejemplo inducir al juez penal a considerar que se trata de un quebrantamiento doloso del texto legal, esto es: prevaricato.

Ahora bien, la complejidad de la operación mental de interpretar dificulta mucho la tarea de distinguir cuándo hay prevaricato y cuándo, en cambio, habría que descartarlo porque se tratar de una interpretación inocente:  discutible talvez, pero plausible. Lo cual (y sólo para los efectos del caso que nos ocupa) nos conduce  a tener que discernir al menos tres grandes categorías de resultados en la tarea hermenéutica relacionada con el delito de comentario:

  1. interpretación inequívoca (con un grado relativamente alto de certeza del resultado, de acuerdo con las reglas ‘correctas’ antes aludidas;
  2. interpretación discutible, pero plausible (con un grado de razonabilidad más o menos aproximado o equivalente al de otras posibles interpretaciones del mismo texto); e
  3. interpretación aberrante (con un grado de ilogicidad más o menos chocante, a la luz de las mencionadas reglas ‘correctas’).
Aquí nos interesan las categorías b) y c) que aluden, por su orden, a la interpretación discutible y a la aberrante; porque me parece que la categoría a) quedaría, por definición, fuera de los límites del tipo penal del artículo 350 ibídem.

Partiendo de lo anterior pienso que un método razonable para determinar la presencia o ausencia de prevaricato en el acto de emitir una resolución (judicial o parajudicial) es el de combinar el elemento objetivo (el texto que contiene la interpretación del agente) con el elemento subjetivo (esfera de intereses, afectos o presiones en las que el agente se encuentra afectado o implicado). Y en este punto nos parece oportuno formular dos reglas:

  1. en la medida en que el elemento objetivo ocupa el grado inferior de la categoría c), en esa medida se reduce hasta casi desaparecer, la influencia del elemento subjetivo; y viceversa:
  2. en la medida en que el elemento subjetivo se acerca al grado superior de la categoría b), en esa medida se reduce, hasta casi desaparecer, la influencia del elemento objetivo.

Estamos en el primer caso cuando no aparecen rastros claros de animosidad del juez hacia el imputado, pero la interpretación del primero que lleva a la condena del segundo es completamente disparatada, claramente contraria al sentido del texto a interpretar. En tal caso (si excluimos la inimputabilidad del juez) estimo plausible un juicio positivo de prevaricato.

Y estamos en el segundo caso cuando el juez ha manifestado su deseo de condenar al imputado, y su sentencia condenatoria se apoya en una interpretación discutible que (siendo igualmente plausible que otras interpretaciones) conduce a conclusiones que significan el cabal cumplimiento de aquel deseo. Aquí también me parecería razonable presumir la comisión del prevaricato.

Lo anterior no quiere ser otra cosa que una aproximación algo simplista a la problemática de un delito complejo como el prevaricato. Si de algún modo consigue provocar la reflexión de los expertos me doy por bien pagado.

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