Resumen
En este ensayo se pretende analizar, críticamente, un aspecto que
consideramos crucial en toda propuesta de desarrollo, ya sea que éste se entienda como “desarrollo
económico”, como “desarrollo humano sostenible”, o como desarrollo a secas: los criterios formales
de decisión y sus correspondientes marcos categoriales. Estos criterios se insertan necesariamente
en un sistema de coordinación del trabajo social, y condicionan los fines y metas de la
acción.
Además, lo hacemos teniendo especialmente en cuenta aquellos rasgos estructurales del
subdesarrollo capitalista que creemos necesario enfrentar y superar en toda propuesta de desarrollo:
el desempleo, las desigualdades sociales y regionales, la exclusión social y la destrucción del
medio ambiente. El análisis presupone una imagen del ser humano que concibe a éste como un sujeto de
derechos concretos a la vida, imagen que parte del trabajo humano en el conjunto de la división
social del trabajo, y por tanto, de un sujeto en comunidad. Adjudica al ser humano determinados
derechos a la vida que tienen que impregnar a la sociedad entera para que pueda ser realmente una
sociedad libre.
Abstract
This paper attempts analyze, in a critical way, a crucial issue
concerning every development proposal: the formal criteria of decision and their respective
theoretical frameworks, either we talk about economic development, human development or just
development. These criteria are necessarily inserted in a social labor coordination system and they
determine those ends and goals of action.
Moreover, we emphasize those structural features
from capitalist underdeveloped countries that are urgent to face and overcome: unemployment, social
and regional inequalities, social exclusion and environment destruction. Analysis we do presupposes
the human being conceived as a person with concrete rights of live, as from the human labor in the
whole of social labor division, and therefore, as a person in a community. Every society, in order
to be a free society, must to assign these concrete rights of live to every human
being.
IntroducciónEl desarrollo
económico suele entenderse como un proceso de crecimiento económico con “capacidad de arrastre”, es
decir, con capacidad de involucrar a la totalidad (o casi totalidad) de la población en el acceso a
los “frutos del crecimiento”, de tal manera que toda la fuerza de trabajo logre integrarse en el
sistema de división social del trabajo, y ello en el marco de un acceso generalizado a las
tecnologías de punta (homogeneidad tecnológica). Se supone que esa dinámica económica puede
sustentar, aunque no automáticamente, un desarrollo social y político igualmente universal,
transformando la sociedad entera en un conjunto social cohesionado e integrado, capaz de manejar el
conflicto social (siempre presente), a través de la construcción de acuerdos y consensos más o menos
hegemónicos entre las distintas clases y sectores sociales.
Este concepto de desarrollo ha
sido duramente cuestionado en las últimas décadas, especialmente desde la óptica del desarrollo
humano (PNUD, 1990), de la sustentabilidad ambiental (desarrollo sustentable, economía ecológica;
Naredo, 1997; Van Hauwermeiren, 1999), desde la atención de las libertadas humanas (desarrollo como
libertad, Sen, 2000), y también, desde la crisis del desarrollismo en el contexto de la
globalización neoliberal y la crisis de la modernidad (Hinkelammert, 1995:
133-139).
Paralelamente, el “desarrollo humano” se ha convertido, principalmente por el
impulso que en sus informes anuales le ha dado el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo
(PNUD), tanto en un marco categorial de análisis como en un abanico de propuestas y políticas para
el desarrollo. El Informe sobre Desarrollo Humano, publicado por el PNUD, presenta una visión global
sobre la situación del “desarrollo humano”, definido como el proceso de “incrementar las
posibilidades de elección de las personas”. Esta definición, basada en el enfoque de capacidades y
titularidades de Amartya Sen, se refiere no solo a las posibilidades de elección que permite un
mayor ingreso, sino a la oportunidad de las personas para desarrollar su potencial y “llevar una
vida productiva y creativa, de acuerdo con sus necesidades e intereses” (Informe, 1990)(1).
En este ensayo pretendemos analizar críticamente un aspecto que
consideramos crucial en toda propuesta de desarrollo, ya sea que éste se entienda como “desarrollo
económico”, como “desarrollo humano sostenible”, o como desarrollo a secas: los criterios formales
de decisión y los correspondientes marcos categoriales que condicionan las opciones de políticas
posibles y concebibles. Además, lo hacemos teniendo especialmente en cuenta aquellos rasgos
estructurales del subdesarrollo capitalista(2) que creemos necesario enfrentar y superar en toda
propuesta de desarrollo: el desempleo, las desigualdades sociales y regionales, la exclusión social
y la destrucción del medio ambiente(3). En todo el mundo capitalista, pero especialmente en los
países subdesarrollados, la pobreza generalizada y el bajo desarrollo humano se tienen que entender,
en gran medida, como una consecuencia del desempleo y la desigualdad, que en estos países son rasgos
estructurales y dramas cotidianos, dando como resultado más recientemente (en la era del
neoliberalismo), una explosiva e inhumana crisis de exclusión(4). Sin este marco de análisis, y sin
una respuesta efectiva al subdesarrollo, el “desarrollo humano sostenible” se transforma fácilmente
en una propuesta vacía, contradictoria o en un simple eufemismo (Hughes, 1999)(5).
Bajo este
trasfondo, el derecho a la vida se transforma, cada vez más, en un criterio decisivo y en una
exigencia primordial, a partir de lo cual se entiende la sociedad actual como una sociedad que
excluye y condena a una gran proporción de sus habitantes. El derecho a la vida implica, desde
luego, el derecho frente a las violaciones de la vida corporal (amenazas, extorsiones, arrestos
ilegales, tortura, asesinato, etc.); pero aquí lo entendemos, ante todo, como el derecho de vivir en
una sociedad en la que todos y cada uno de sus miembros pueda satisfacer sus necesidades básicas por
medio de un trabajo digno y seguro.
Sin duda, esta forma del derecho a la vida se ha mostrado
incompatible con la existencia de la sociedad capitalista, lo que tiende a crear y consolidar
movimientos sociales y políticos alternativos (ya sean reformistas o revolucionarios). No obstante,
se trata en realidad de un abanico de opciones, ya que en su centro se encuentra un movimiento
radical de reforma (reformismo revolucionario), que no se dirige hacia la nacionalización o
estatización de los medios de producción (como en el socialismo histórico del siglo XX), sino más
bien, hacia una intervención sistemática de los mercados, un “control consciente de la ley del
valor”; capaz de asegurar el derecho a la vida, en clara y rotunda oposición, eso sí, a la
estrategia del mercado total (capitalismo neoliberal), considerado mas bien como una amenaza para la
vida humana.
Al derecho a la vida, así entendido, le corresponde un concepto de libertad,
según el cual, las condiciones materiales de la existencia humana son la condición de una sociedad
libre, su base material, sin la cual no es posible la libertad humana(6). El análisis que sigue es
un intento de mostrar este criterio del derecho a la vida como un criterio central en la discusión
de las condiciones iniciales (estructurales, en un sentido epistemológico) de una política de
desarrollo y del medio ambiente. Por tanto, no se trata de ofrecer un decálogo de políticas para el
desarrollo, y ni siquiera, de la exposición de algunas condiciones generales para su ejecución,
sino, estrictamente, de una reflexión sobre aquellas condiciones iniciales necesarias para incluso
concebir la posibilidad de tales políticas.
Los
criterios de decisión económica y sus consecuencias para una política de desarrollo y del medio
ambienteLas políticas de desarrollo, del medio ambiente y
de erradicación de la pobreza, entre otras, presuponen acciones concretas orientadas a lograr
determinados objetivos de desarrollo. Se trata de políticas que necesariamente tienen que orientarse
por determinados criterios de decisión. Estos criterios se refieren, por un lado, a todas aquellas
medidas que tienen que emprenderse a favor del desarrollo y de sus metas concretas (como las
llamadas “metas del milenio” de las Naciones Unidas); pero por otro lado, estos mismos criterios
condicionan las medidas que se pueden y se deben tomar. Condicionan el marco de opciones para tales
medidas.
Las medidas posibles de emprender no dependen solamente de la “voluntad política”,
de la cantidad y del tipo de recursos con que se pueda disponer, o de la eficiencia y efectividad
con que estos recursos se empleen, aunque desde luego, también dependen de estos factores. Pero más
allá de las voluntades subjetivas y las limitaciones objetivas, las medidas a tomar están
condicionadas por un sistema de decisiones dado por el mismo sistema de coordinación de la división
social del trabajo, al interior del cual puede resultar factible, o no, concebir, diseñar y aplicar
una política que efectivamente asegure el desarrollo y sus metas concretas.
En este sentido,
podemos y debemos concebir las relaciones sociales de producción(7) (capitalistas, socialistas o de
otro tipo), como sistemas históricamente determinados de coordinación de la división social del
trabajo, al interior de los cuales solamente pueden ser realizadas (incluso concebidas),
determinadas metas de la acción, al tiempo que se excluyen otras. Nos referimos a una exclusión
estructural de determinadas metas, ya que su realización entraría en conflicto con la existencia
misma del sistema de coordinación y, por lo tanto, con las relaciones sociales de producción
correspondientes.
Así, los procesos de decisión de las políticas económicas, sociales y
ambientales, están estrechamente vinculados con sistemas de coordinación de la división social del
trabajo, con las relaciones sociales de producción y con los sistemas de propiedad correspondientes.
Tales decisiones (las que se toman y las que no se toman), expresan los criterios formales de todas
las acciones posibles (incluso concebibles) dentro de un sistema dado y, por su formalismo, excluyen
la realización de determinados fines en cuanto estos no son factibles dentro del sistema de
decisiones establecido.
Estos sistemas de coordinación de la división social del trabajo
(coordinación del trabajo social), se constituyen, de hecho, a partir de criterios de decisión de
carácter formal que son institucionalizados en el sistema de coordinación. Hay una mutua interacción
entre ambos, los sistemas de coordinación y los criterios de decisión. Aunque los ámbitos de unos y
otros se co-determinan, el ámbito del sistema de coordinación condiciona las opciones realmente
factibles y concebibles.
En la gran mayoría de las sociedades actuales, el sistema de
coordinación se constituye en correspondencia con las relaciones capitalistas de producción, y a
partir del criterio de la ganancia como criterio formal de decisión. Este criterio no se orienta, no
al menos necesariamente, por la maximización absoluta de la ganancia empresarial, pero sí determina
el que no se puedan realizar acciones ni tomar decisiones de cualquier índole, orientadas a
cualquier fin, a menos que se obtenga una ganancia (mínima) correspondiente.
Resulta así una
pregunta básica: ¿en qué grado esta orientación por la ganancia condiciona y subordina los fines de
la actividad humana (el uso de tecnologías “ambientalmente limpias” o la erradicación de la pobreza,
por ejemplo), y en qué grado, limita o incluso excluye determinados fines?
El criterio de la
ganancia no es, desde luego, el único criterio formal de decisión a partir del cual se puede
constituir el sistema de coordinación del trabajo social. Un criterio formal de decisión, en
apariencia alternativo e incluso contrario, es el criterio del crecimiento, el cual también puede
asumir la forma de maximización del crecimiento, auque no es algo estrictamente necesario.
El
criterio de la ganancia parte del resultado cuantitativo de la actividad empresarial (sean las
empresas públicas o privadas), mientras que el criterio del crecimiento parte del resultado
cuantitativo de la actividad económica en general, de la economía en su conjunto. Sus puntos de
partida son ciertamente distintos y hasta opuestos; pero el criterio del crecimiento es tan formal
como el criterio de la ganancia, y ambos solo pueden ser expresados en términos monetarios (en
dinero y precios).
Históricamente hablando, el criterio de decisión de la ganancia se ha
asociado con las relaciones de producción capitalistas; mientras que el criterio formal del
crecimiento se ha asociado con las relaciones de producción socialistas. No obstante, en la
actualidad (tanto en el mundo capitalista como en la China comunista), ambos criterios de decisión
se entremezclan, y no aparecen como criterios antagónicos. En efecto, se han fundido en un único
criterio: el criterio de la competitividad.
De hecho, un sistema de coordinación orientado
por el criterio de la ganancia, produce determinados procesos de crecimiento de la economía en su
conjunto, mientras que un sistema de coordinación orientado por el criterio del crecimiento, tiene
que tomar en cuenta la rentabilidad a corto y a largo plazo de las empresas. Pero nuestro problema
no es el análisis de este hecho. Nuestro problema es el siguiente:
¿En qué grado los fines y
las metas de una política de desarrollo resultan estar condicionadas por el propio sistema de
coordinación, y en qué grado estos sistemas de coordinación son compatibles, promueven o
imposibilitan tales fines, metas y políticas?
A continuación tratamos de dar respuesta a esta
pregunta.
La ganancia como criterio de decisión:
consecuencias para una política de desarrollo y del medio ambiente.La teoría, la ideología y la propaganda neoliberales están orientadas, hoy en día, casi
exclusivamente a justificar el sistema de coordinación de la división social del trabajo constituido
a partir del criterio de la ganancia. No se analiza directamente el conflicto posible entre las
metas políticas y económicas y la vigencia predominante del sistema de coordinación correspondiente,
y a lo sumo se plantean tales conflictos en términos de “ausencia de voluntades políticas”,
“limitaciones de recursos” o, “ineficiencias en el uso de los recursos disponibles”(8).
No
obstante, de lo que verdaderamente se trata es de hacer y responder la siguiente pregunta: ¿Hasta
dónde las metas de una política de desarrollo humano, que se derivan de finalidades y normas sobre
el desarrollo de la humanidad y de cada uno de los seres humanos, son compatibles con la existencia
de un sistema de coordinación de la división social del trabajo orientado por el criterio de la
ganancia? En la medida en que predominen incompatibilidades de este tipo, aparecerá un conflicto
entre el desarrollo (y la misma sobrevivencia) de la humanidad y la vigencia de tal sistema de
coordinación del trabajo social.
A pesar de que las teorías apologéticas del sistema
dominante jamás expresan abiertamente este conflicto entre las metas de la política y la vigencia de
un determinado sistema de decisión; sí están acechadas por su sombra, de forma tal, que sin hacer
mención explícita del conflicto, se dedican a intentar demostrar que el sistema de coordinación de
las relaciones capitalistas de producción no excluye, a no ser por los límites de la escasez o la
eficiencia, la realización de determinadas metas. Por ello, se insiste en su ámbito universal,
aunque de hecho, tal conflicto está presente en estas teorías, solo que a través de su ausencia, su
ignorancia o su ocultamiento.
Para la discusión de marras es decisivo partir del criterio de
la ganancia como constituyente de un determinado sistema de coordinación del trabajo social, y no
simplemente como un criterio sobre la magnitud de la ganancia. En los conflictos que pueden surgir
en el diseño e implementación de una política de desarrollo, no se trata, solo o principalmente, del
nivel (alto, bajo o máximo) de las ganancias de determinadas empresas o industrias (la industria
petrolera, la industria de alimentos, de la inversión extranjera, etc.). Tampoco del carácter mas o
menos monopólico de los mercados o del comportamiento especulativo de algunos de sus actores. Se
trata de la existencia misma de un sistema de coordinación constituido por el criterio formal de la
ganancia.
Para discutir este problema del sistema de coordinación capitalista del trabajo
social, tenemos que introducir en la argumentación el siguiente hecho: la incapacidad de este
sistema de asegurar el pleno empleo y una equitativa distribución de los ingresos que permita la
satisfacción de las necesidades básicas de todos y cada uno.
Considerado desde el punto de
vista del sistema de coordinación, resulta claro que el sistema capitalista no puede realizar metas
(o ni siquiera se las plantea), como el pleno empleo o una equitativa distribución de los ingresos,
que sean congruentes con la satisfacción de las necesidades básicas de todos los seres humanos. Ante
esta imposibilidad, no debe extrañar que hayan surgido teorías (generalmente conservadoras)
que incluso nieguen la conveniencia de estas metas, o su imposibilidad fáctica. Por ejemplo, que el
pleno empleo genera inflación, que una distribución equitativa del ingreso socava la capacidad
innovadora de una sociedad, o que la conservación del medio ambiente limita el potencial de
crecimiento económico.
Pero incluso cuando se postula la pertinencia de tales metas, no se
las puede realizar, a menos que el sistema capitalista muestre alguna flexibilidad, como la
mostrada, por ejemplo, durante el período del Estado de bienestar. El sistema capitalista ostenta
una flexibilidad unilateral en su capacidad de producir uno u otro producto (qué producir) y de
aplicar una u otra tecnología (cómo producir), pero en lo que se refiere al empleo y a la
distribución del ingreso, se trata de un sistema extremadamente inflexible(9). Por tanto, en el
grado en que medimos la racionalidad de un sistema económico por estos criterios (pleno empleo y
justa distribución de los ingresos), el sistema capitalista, en su desnudez, resulta ser también un
sistema extremadamente irracional.
Las teorías económicas dominantes, neoclásica y
neoliberal, dan cuenta parcialmente, de esta inflexibilidad, pero soslayan la discusión, o incluso
la invierten. El neoliberalismo presenta el desempleo como una consecuencia de salarios demasiado
altos, y la pobreza como consecuencia, en última instancia, de la política de redistribución de los
ingresos (paternalismo, asistencialismo). En contra de toda evidencia empírica se señala y enfatiza
al mercado como la instancia ideal para la realización de cualquier meta humana. Sostiene la
ideología del mercado total: el mercado lo puede todo, siempre que se lo deje actuar libremente.
Frente al desempleo y la pobreza, propone la tesis: más mercado.
Una vez asumido este punto
de vista, según el cual aquellos problemas que el mercado crea parecen solucionables por el mercado
total, se cambia radicalmente la visión de la política del desarrollo, del medio ambiente y de la
erradicación de la pobreza. Tales políticas son ahora señaladas como las verdaderas causantes del
desempleo y de la falta de desarrollo, al distorsionar la capacidad del mercado de solucionar estos
problemas. Se declara a la política de pleno empleo y a los sindicatos como los causantes del
desempleo, a la protección del medio ambiente como un peligro para el medio ambiente (y para la
creación de empleos), y a la política del desarrollo como el obstáculo principal del propio
desarrollo.
Cuando estas “explicaciones” llegan a convencer a la generalidad de los
policy-makers, no solo se condicionan las decisiones por tomar, sino que las soluciones alternativas
quedan fuera del marco categorial con el cual se percibe y analiza la realidad (se invisibilizan).
Estas soluciones alternativas son ahora presentadas como propuestas de utopistas, subversivos o
propiciadoras del caos; y los conflictos sociales y ambientales son vistos como conflictos entre el
orden y los subversivos, arrastrando incluso a una gran parte de las clases populares hacia esta
ideología, muchas veces bajo la amenaza de la crisis económica y la pauperización, o simplemente
mediante el anzuelo del clientelismo político corrupto.
Esta ideología neoliberal
(apologética del orden establecido), busca transformar la desesperación de las clases populares por
la eventual pérdida del empleo, en agresión contra los movimientos sociales que luchan por el
desarrollo, la protección del medio ambiente y la justicia social; y en irónica defensa del libre
mercado y el libre comercio.
Con este trasfondo se puede explicar por qué las movimientos en
contra de la destrucción ambiental o de los tratados de libre comercio se presentan como un peligro
para los puestos de trabajo, con el resultado de que la preocupación por mantener los puestos de
trabajo se orienta a favor de la destrucción ambiental y del “libre comercio”, y en especial, hacia
la justificación de la libre movilidad del capital transnacional en los países
subdesarrollados.
El conflicto por el desempleo ya no aparece como un conflicto originado por
el sistema capitalista de coordinación del trabajo social, sino como un conflicto entre los
trabajadores que luchan por mantener un empleo, por un lado, y los movimientos sociales que luchan
por el desarrollo, por el otro. Quid pro quo, inversión de la realidad. A ciencia cierta, el
desempleo es precisamente un indicio clave del fracaso del sistema capitalista de coordinación, pero
la ideología neoliberal lo transforma en una fuente de agresión en contra de los movimientos
sociales contestatarios, tal como ocurrió en Costa Rica durante el proceso de referéndum sobre el
tratado de libre comercio con los Estados Unidos (2007).
Sin embargo, la eficacia de esta
ideología presupone que la fe en el mercado (y en el libre comercio) se haya transformado en una
especie de sentido común, lo que implicaría que una posible alternativa sea, a priori, excluida. Eso
implicaría la creencia de que la falta de mercado es la causa del desempleo, y no el sistema de
coordinación basado en el mercado. La discusión ideológica gira, por lo tanto, precisamente
alrededor de este punto, que resulta decisivo para las posibilidades de una política de desarrollo.
Esta política tiene que hacer de la política de empleo su punto focal, si quiere alcanzar sus metas.
Sin embargo, se trata de una política de empleo basada en una transformación del propio sistema de
coordinación del trabajo social, que libera la política económica (y la política en general) de las
cadenas del mercado y de la ciega adoración del crecimiento económico.
La tasa de crecimiento como criterio formal de decisiónLas
políticas de crecimiento económico y el concepto “tasa de crecimiento” aparecieron por primera vez
en la antigua Unión Soviética y fueron posteriormente asumidos por las sociedades capitalistas
occidentales. Inmediatamente surgió una competencia entre sistemas sociales y entre naciones, en una
carrera por la maximización de las tasas de crecimiento que luego se transformaría en una carrera
por la mayor “competitividad” posible.
Durante la existencia de la URSS, esta competencia por
el crecimiento económico entre sistemas sociales se transformó (tenía que transformarse) en una
competencia por la carrera armamentista, y disuelta la URSS, sigue siendo una competencia entre
naciones, ahora en términos de la mayor competitividad posible.
En una economía capitalista,
el criterio formal de decisión es, como vimos, la ganancia, aunque también busque y produzca
determinadas tasas de crecimiento. Pero si una economía capitalista busca el aumento en su tasa de
crecimiento, solo puede lograrlo influyendo sobre la rentabilidad de las empresas y esperando que
eso provoque un efecto sobre la tasa de crecimiento(10). El crecimiento, se dice, depende del “clima
de inversión” en el que actúan las empresas.
Pero en una economía capitalista no hay un
vínculo directo con la tasa de crecimiento como criterio de decisión, pues eso supondría una
planificación económica incompatible con la economía capitalista de laissez faire. Y cuando se habla
de altas tasas de crecimiento, en realidad se habla de altas tasas de ganancia y de cero
distorsiones para la movilidad del capital. Así, la creencia de que con altas tasas de crecimiento
se puede solucionar el problema de la falta de empleo, es solo una variante de la creencia de que el
mercado total solucionaría ese problema.
La solución del problema de la falta de empleo no
depende, sin embargo, ni del tamaño de la inversión (tasa de inversión), ni de la tasa de
crecimiento. El empleo depende, en última instancia, de las relaciones sociales de producción y, por
tanto, del sistema de coordinación de la división social del trabajo. Un sistema capitalista de
coordinación no puede asegurar directamente el pleno empleo de la fuerza de trabajo. El volumen de
las inversiones y la tasa de crecimiento –y en general, la disponibilidad de medios de producción-
no determinan el empleo, sino la productividad media del trabajo y, por lo tanto, su ingreso medio;
sin que exista una conexión directa con el empleo. Todo lo contrario, el nivel de empleo es “válvula
de escape”, costos por reducir cuando las empresas enfrentan dificultades en su
rentabilidad.
Si se quiere asegurar el pleno empleo, esto solo puede lograrse mediante un
sistema de coordinación del trabajo social en el cual éste sea una meta explícita y factible(11). El
pleno empleo y una determinada distribución “justa” del ingreso deben ser el resultado directo de
decisiones económicas y no una simple consecuencia de decisiones orientadas por la ganancia. Una
economía cuyo sistema de coordinación se instituya a partir de la tasa de crecimiento como criterio
formal de decisión, presupone la vigencia de una planificación económica global de la economía, y el
resultado puede ser una mayor flexibilidad (en relación con una economía capitalista de laissez
faire) para asegurar determinadas metas de empleo, de la distribución del ingreso y de la protección
del medio ambiente; aunque es claro que un exceso de burocracia y de intervención estatal puede
ahogar la flexibilidad del sistema en la determinación de la composición del producto social (qué
producir) y en las tecnologías utilizadas (cómo producir).
No obstante, tampoco en la mayoría
de los sistemas socialistas del siglo XX, el pleno empleo resultó ser directamente un criterio
formal de decisión, ya que este criterio lo fue precisamente la tasa de crecimiento, aunque en tales
sistemas la orientación de las decisiones económicas pudo tener una relación más directa con el
empleo y con la distribución del ingreso (no así con la protección del medio ambiente), sin ser su
criterio formal.
¿Qué consecuencias para una política de desarrollo tiene esta competencia
compulsiva por el crecimiento económico y la “competitividad”, sea que el mismo se realice sobre la
base de un sistema de coordinación orientado por el criterio formal de la tasa de crecimiento, o
sobre la base de un sistema de coordinación orientado por el criterio formal de la ganancia? Debemos
resaltar tres consecuencias en especial.
1- La destrucción del medio ambiente. La competencia
por el crecimiento económico implica la obsesión por la maximización del crecimiento, lo que conduce
a la destrucción de la base natural del metabolismo social (medio ambiente), principalmente por dos
razones. En primer lugar, porque en la competencia por el crecimiento las empresas operan con un
horizonte de tiempo relativamente corto, el cual se mide en meses o años, mientras que la
reproducción del medio ambiente (recursos renovables) se mide en décadas, centurias o milenios. En
segundo lugar, porque los recursos naturales que se extraen de la litosfera (aunque cada vez más se
asalta la totalidad de la biosfera), son tratados como si fuesen recursos aislados, parciales,
segmentados; cuando en realidad se trata de ecosistemas que al deteriorarse o destruirse conllevan
impactos e implicaciones globales (efectos indirectos, “daños colaterales”) que generalmente
desconocemos o no son tomados en cuenta.
Con un horizonte de tiempo tan corto para el
cálculo de la rentabilidad empresarial, la posibilidad de destrucción del medio ambiente aparece
incluso como una “ventaja competitiva” del crecimiento; y como vimos antes, el rechazo a esta
destrucción es visto como ceguera ante la realidad o como insensibilidad frente al desempleo y la
pobreza.
Pero en definitiva, los costos de producción de los recursos naturales son en
realidad costos de extracción que no toman en cuenta la reproducción a largo plazo de la naturaleza
ni la existencia de los ecosistemas. Por eso, se produce un proceso acumulativo de destrucción del
medio ambiente a largo plazo. En vez de producir para vivir, se produce para vencer en la carrera
por el crecimiento, lo que a su vez repercute en la destrucción ambiental. Por esta razón, la
resistencia en contra de la destrucción del medio ambiente (recursos naturales, ecosistemas,
biosfera), tiene que ser también una resistencia en contra de la lógica de la competencia por el
crecimiento.
2- Profundización del desarrollo desigual, o, máximo aprovechamiento, por parte
del capital transnacional, de los desequilibrios estructurales de las zonas periféricas. En
segundo lugar, esta competencia por el crecimiento de los sistemas sociales y de las naciones tiene
otra importante consecuencia para la política del desarrollo, al nivel mundial. La participación en
la competencia por el crecimiento presupone un alto nivel tecnológico, que los países
subdesarrollados no tienen y a largo plazo no tendrán, dado el actual orden capitalista mundial.
Así, la participación de estos países en la economía mundial reviste importancia solamente para el
suministro de materias primas (recursos naturales) y para el traslado (outsourcing) de producciones
industriales intermedias (manufacturas de mediana intensidad tecnológica), o de aquellas intensivas
en trabajo de baja calificación en las cadenas globales controladas por las empresas
transnacionales; aprovechando los bajos salarios (absolutos o relativos) impuestos en los países
subdesarrollados.
Especialmente en las últimas décadas, los países subdesarrollados
están siendo limitados a esta función, impidiendo una política propia de desarrollo. Siguen siendo
reducidos a suministrar los recursos naturales importados para el crecimiento de los países
centrales (y también hoy, de China), lo que lleva a fomentar cada vez más el desempleo estructural y
la pobreza en estos países, dado el escaso valor agregado producido o apropiado, y la heterogeneidad
tecnológica en que se fundamenta el desarrollo desigual. Además, refuerza en estos países la lógica
irracional de la destrucción ambiental.
3- Un modelo insostenible de civilización. En
tercer lugar, la concentración del crecimiento económico y del desarrollo tecnológico en los países
centrales del sistema mundial, ha llevado a la conformación de un modelo de civilización que no
puede pretender una validez universal. Se trata de un modelo que descansa sobre tecnologías que no
pueden extenderse al mundo entero, dada la escasez absoluta de ciertos recursos naturales (petróleo,
por ejemplo), o la concentración de otros en ciertos países y regiones (agua para agricultura de
riego o para generar energía eléctrica). Pero como la política de desarrollo dominante está
orientada por el modelo de civilización dominante, esta lleva a esfuerzos de desarrollo que no
podrán alcanzar sus propias metas, sumergiendo al planeta y a la humanidad en una vorágine en
dirección hacia el suicidio colectivo.
El mercado total
y la inversión del mundo: la carrera por la competitividadLa producción capitalista
globalizada se ha transformado en un proceso que paralelamente al crecimiento del producto
efectivamente producido, impulsa un proceso destructivo que afecta las fuentes mismas de la
producción de toda riqueza: el ser humano y la naturaleza. La tasa de ganancia, como criterio
absoluto de decisión, orienta hacia la destrucción, con el agravante de que la participación de las
empresas (públicas o privadas) en esta destrucción asegura y aumenta las ganancias(12).
Para
la empresa capitalista, sin embargo, se trata de un proceso compulsivo. Su existencia como empresa
depende de la tasa de ganancia y de su maximización. Una empresa que se abstenga de forma aislada de
participar en este proceso destructivo sería borrada del mercado por la competencia. Participar en
la destrucción es fuente de “ventajas competitivas”; por ende, el mecanismo de la competencia
transmuta la participación de la empresa en esta destrucción en algo compulsivo, en fuerza
compulsiva de los hechos. Únicamente si todas las empresas en conjunto se abstienen de esta
participación destructiva, sería viable la solución a esta contradicción. Pero ello implica un
cuestionamiento de toda la economía capitalista tal como la conocemos(13).
Este carácter
compulsivo de la competencia capitalista del mercado total (globalizado, totalizado) conduce
tendencialmente a una situación en la cual sólo es posible vivir participando en el proceso de
destrucción de toda la vida en el planeta(14). El mercado y el capital, que en su totalización
arrasan con el planeta —con los seres humanos y con la naturaleza— aparecen ahora como la fuente de
la vida. No se puede vivir sin ellos, aunque vivir con ellos signifique participar en la destrucción
de las verdaderas fuentes de la producción de la riqueza, el ser humano y la naturaleza.
La
constante amenaza de exclusión hace que los trabajadores consideren ahora como un privilegio el que
sean explotados, incluso en condiciones precarias. Además, para que el capital sea capaz de
suministrar los empleos necesarios, tiene que ser competitivo en los mercados mundiales, de manera
que hasta los mismos sindicatos obreros pedirán la mayor competitividad y eficiencia, aunque estas
tiendan a destruir su base de vida misma. Todos entran en la vorágine de una vida que se sostiene
subvirtiendo la vida. Destruir es vivir, vivir es destruir(15).
Esta carrera por la
competitividad amenaza con convertirse hoy en una esquizofrenia colectiva. Al vivir de esta
destrucción se suprime la conciencia del proceso destructivo en curso y se celebra la eficiencia
formal que impulsa, ahora convertida en eficiencia mortal.
El economista estadounidense
Charles Kindleberger, resume esta actitud en la siguiente frase, al analizar el problema de los
pánicos en las bolsas de valores:
Cuando todos se vuelven locos, lo racional es volverse loco
también (Kindleberger, 1989: 134).
Esta inversión del mundo, producida por la totalización
del mercado, si bien se percibe desde los inicios del capitalismo, se entroniza con el capitalismo
globalizado del mercado total. No solamente la empresa capitalista, de la cual parte la destrucción
desenfrenada, sino el mundo entero entra en ella. Bajo la presión de la simple sobrevivencia, los
mismos excluidos son impelidos a participar en la destrucción de la naturaleza. A la vez, se produce
un derrumbe de la moralidad: la droga y el crimen vuelven a ser tanto el consuelo como el supuesto
medio de solucionar el problema de la sobrevivencia, y la sociedad responde con el terrorismo
desatado.
Si estas actitudes llegaran a generalizarse y hacerse dominantes, el sistema ya no
estaría amenazado por una oposición consciente, más o menos revolucionaria, sino por el consenso: el
consenso de la integración al sistema mediante la participación en la destrucción mancomunada de las
condiciones de la vida. Desde aquí apenas hay un paso al heroísmo del suicidio
colectivo.
La superación de las contradicciones. ¿En qué
dirección?De los análisis anteriores, y tomando como trasfondo la política de empleo,
de la distribución del ingreso y del medio ambiente, podemos al menos señalar la dirección en la
cual habría que buscar el horizonte de alternativas.
Hemos visto cómo la maximización del
crecimiento lleva a la destrucción del medio ambiente, a pesar de que éste determina, a largo plazo,
el límite biofísico del mismo crecimiento. A la vez, la maximización del crecimiento lleva a su
concentración en determinadas regiones minoritarias del mundo, para las cuales el crecimiento
autónomo de las otras regiones (las regiones subdesarrolladas), se transforma en obstáculo de su
propia maximización del crecimiento. Por ello, estas regiones subdesarrolladas llegan a ser,
tendencialmente, una condición para la maximización del crecimiento de las regiones desarrolladas,
las que llevan a cabo entre sí la competencia por el crecimiento. Como consecuencia aparece en las
regiones centrales desarrolladas un determinado modelo de civilización que no es universalizado ni
universalizable.
Del análisis de esta interrelación entre la política del desarrollo y del
medio ambiente resulta, si tomamos en cuenta el trasfondo de la política de empleo y de la
distribución de los ingresos, la dirección en la cual habría que buscar una solución. Las muchas
medidas parciales y las acciones a favor de la protección del medio ambiente y del desarrollo no
pueden tener un marco estratégico y, por tanto, una perspectiva realista, si no llevan a una
política de crecimiento consciente en las regiones subdesarrolladas. Eso implica, para los países
desarrollados, la necesidad de una limitación de su propio crecimiento, a fin de favorecer el
crecimiento de los países subdesarrollados. Sin embargo, no se puede esperar, siendo realistas, una
política de desarrollo, a no ser asegurando una política de empleo y de ingresos que sea
independiente de la propia maximización del crecimiento. La posibilidad de tal política descansa,
por tanto, en el resultado anterior, según el cual el pleno empleo y la distribución de los ingresos
son resultado del sistema de coordinación de la división social del trabajo y de las relaciones
sociales de producción.
De esta manera, la perspectiva de las medidas parciales de una
política de desarrollo y del medio ambiente, tiene que ser una sociedad que tenga un sistema de
coordinación y relaciones sociales de producción capaces de tomar medidas para la solución efectiva
de tales problemas. Eso explica que la perspectiva de estas políticas sea anti-capitalista (o al
menos, post capitalista); no arbitraria ni dogmáticamente, sino en el grado necesario en que una
política consciente de desarrollo resulte imposible dentro de relaciones capitalistas de producción.
En la raíz del problema se hace visible el carácter capitalista del sistema social, determinado por
un sistema de coordinación derivado del criterio de la ganancia y de las denominadas leyes del
mercado. Hace falta trascender este sistema de coordinación hacia uno que sea capaz de decidir
autónomamente las tasas de crecimiento de la economía compatibles con el aseguramiento del pleno
empleo, con una adecuada distribución de los ingresos y con la protección del medio ambiente(16).
Sin una planificación global de la economía eso no será posible. Esta planificación no puede
ser simplemente indicativa. La planificación indicativa respeta el criterio de la ganancia como
constituyente del sistema de coordinación y está, por lo tanto, supeditada a los mismos límites que
rigen para ese sistema de coordinación. Tiene que ser una planificación obligatoria, en la medida
que las metas del pleno empleo, la distribución de los ingresos y el medio ambiente así lo exijan.
No se trata de planificar lo más posible, sino tanto como sea necesario. El grado necesario de la
planificación, sin embargo, se deriva de las exigencias del pleno empleo, de una adecuada
distribución de los ingresos y de la necesaria protección y reproducción del medio ambiente, y no a
partir de ningún dogma establecido. Recién sobre esta base material se puede juzgar y tomar
decisiones en función de otras metas, como por ejemplo, la industrialización, la política tributaria
o la seguridad alimentaria. Por tanto, la base material de una política del desarrollo no es el
crecimiento autónomo de las fuerzas productivas, sino el empleo, una adecuada distribución de los
ingresos y la reproducción del medio ambiente. Solo si se logran realizar estas metas, se puede
contar con la flexibilidad necesaria para la solución de los problemas vinculados con la política
del desarrollo y del medio ambiente.
Una planificación global también presupone una propiedad
pública correspondiente. Pero no se trata de tener tanta propiedad pública como sea posible, sino
como sea necesario. El criterio de lo necesario se deriva otra vez de las necesidades del pleno
empleo y de la adecuada distribución de ingresos, asegurados o pretendidos por medio de la
planificación global. Según las distintas posibilidades de asegurar el pleno empleo y una adecuada
distribución de los ingresos, pueden requerirse, dependiendo de las situaciones concretas
determinadas, grados de planificación global y de propiedad pública, sumamente diversos. No se puede
determinar a priori qué grado resultará necesario. Por supuesto, tal planificación global no implica
automáticamente la solución de las contradicciones analizadas. Pero se trata de una condición
necesaria para que haya una posible solución de las contradicciones.
Aunque los problemas
analizados aparecen en ambos sistemas sociales en competencia, el acercamiento a una solución exige
cambios profundos, precisamente en el sistema capitalista vigente, en dirección hacia una mayor
flexibilidad en relación a la política de empleo y de distribución de los ingresos; contando con la
posibilidad de determinar éstas autónomamente, con independencia de una política de maximización del
crecimiento.
La acción humana intencional y los efectos
indirectos de la acción. A esta tesis de que se requieren cambios profundos en las
propias relaciones sociales de producción capitalistas, según un criterio de satisfacción de las
necesidades humanas básicas de todos, sin exclusión de nadie (una sociedad donde quepamos todos,
naturaleza incluida); subyace una determinada tesis sobre la estructura económico-social que es
necesario explicitar. Esta estructura es vista como un hábitat, una forma social condicionante de
todas las acciones humanas dentro de la cual se realiza la acción humana intencional. Una
estructura, un sistema complejo, como algo objetivamente dado, impone límites a las acciones humanas
intencionales, lo que hace que estas acciones siempre propicien efectos que no resultan de las
intenciones directas de los actores, por lo que tampoco pueden ser explicadas por las voluntades de
estos actores. Estos efectos indirectos (intencionales o no-intencionales; visibles, invisibles o
invisibilizados) de las acciones intencionales, pueden ser contraproducentes y hasta destructores,
transformando las intenciones de la acción precisamente en su contrario(17). Por lo tanto, al
considerar las consecuencias de las acciones intencionales es preciso considerar estos efectos en la
estructura y los posibles efectos indirectos de la acción directa intencional. Como estos efectos
indirectos no se deben (no al menos necesariamente) a intenciones de los actores, no pueden ser
modificados por un simple cambio en estas intenciones, sino solamente por un cambio de las
estructuras dentro de las cuales actúan.
Así, es posible considerar los problemas
fundamentales de los países subdesarrollados (el desempleo, el subdesarrollo, la pobreza, la
exclusión, la destrucción ambiental), como efectos indirectos de acciones intencionales, en cuanto
estas se realizan dentro de estructuras determinadas por las relaciones capitalistas de producción,
tanto a nivel nacional como mundial. Como estos problemas no se producen (necesariamente) por la
mala intención ni de los capitalistas ni de los gobiernos correspondientes, no pueden ser
solucionados tampoco por el cambio de sus intenciones. Sin embargo, el desempleo, la pobreza, la
exclusión y la destrucción de la naturaleza, representan una constante y sistemática violación de
los derechos humanos fundamentales vinculados con la vida inmediata de las personas. De la voluntad
de asegurar estos derechos humanos surge entonces la exigencia de un cambio en las propias
relaciones sociales de producción en un sentido tal, que todo ser humano tenga la posibilidad de
integrarse, por medio de su trabajo, en la división social del trabajo y obtener un ingreso que le
permita vivir una vida digna, es decir, que pueda contar por lo menos con la satisfacción de sus
necesidades básicas.
Esto implica un cambio en las relaciones sociales de producción
capitalistas, no por razones puramente ideológicas, sino porque ellas se basan en una estructura que
crea, de manera indirecta, los problemas de cuya solución se trata. Eso se debe al hecho de que el
propio automatismo del mercado, como corazón de las relaciones capitalistas de producción, contiene
una constante tendencia a los desequilibrios, que resulta en los problemas mencionados del desempleo
y la exclusión. Se trata, como vimos, de ejercer un control tal del mercado, de modo que estas
tendencias hacia el desequilibrio sean contrarrestadas y controladas lo más posible(18). Pero
solamente una adecuada planificación económica (intervención sistemática de los mercados) es capaz
de ejercer este control. Por lo tanto, para que las relaciones sociales de producción no sean
excluyentes de las mayorías (ni de las minorías), el mercado tiene que ser reorganizado por medio de
una suficiente planificación de modo que esa exclusión no se produzca. No se trata de una abolición
del mercado (aunque determinados mercados privados pueden ser suspendidos), sino de su conducción y
planificación, proyectada en términos de una economía para la vida y una sociedad
sostenible.
Que nadie sea excluido de la sociedad presupone que nadie sea excluido
económicamente. Por tanto, las relaciones sociales de producción tienen que ser estructuradas de una
manera tal que cada uno, por medio de su propio trabajo, pueda asegurar la satisfacción de las
necesidades básicas de él mismo y de su familia. Y nadie debe poder satisfacer sus necesidades
sacrificando la vida del otro. La satisfacción de las necesidades de cada uno tiene que ser
englobada en una solidaridad humana, que no excluya a nadie de la satisfacción de sus necesidades
básicas.
Ciertamente, estas necesidades básicas no se pueden definir a priori, ya que varían
según el tiempo y el lugar. Es obvio, además, que siempre tienen que inscribirse en el conjunto del
producto social producido. Tampoco implican una idea preconcebida de igualad. Por ejemplo, la
satisfacción de las necesidades básicas implicará una mayor igualdad de los ingresos en períodos y
lugares con un producto per capita bajo, pero puede permitir una mayor desigualdad de ingresos en
períodos y lugares con un producto per capita alto. Este tipo de determinaciones tienen siempre un
grado de arbitrariedad (marco de variación), aunque nunca son totalmente arbitrarias. Su
determinación pasa necesariamente por el condicionamiento biofísico, antropológico y ecológico de la
vida humana, como también, por el reconocimiento entre sujetos humanos que mutuamente se reconocen
una vida digna.(19)
… y la responsabilidad humana frente
a estos efectosPor ser la tendencia a la destrucción un producto no-intencional o
indirecto del automatismo del mercado, no aparecen responsables directos. Los desastres que origina
nadie los ha querido o, por lo menos, no acontecen necesariamente porque alguien los haya planeado
de manera intencional. Por esta razón es factible presentarlos como si fuesen el resultado de leyes
“naturales” del mercado, que el ser humano debe aceptar con resignación y humildad. Así, el
automatismo del mercado es presentado como naturaleza, porque, en efecto, actúa como si fuese
naturaleza; produce catástrofes que nadie ha previsto ni querido, y que no tienen culpables ni
responsables directos.
Sin embargo, sí existe una clara responsabilidad por tales
catástrofes: la de permitir que el automatismo ciego del mercado actúe sin ningún control social. La
existencia de este automatismo sí es una responsabilidad humana y, por ende, también lo es la
destrucción derivada del mismo. Aunque ninguna catástrofe originada por el automatismo del mercado
sea necesariamente (puede que sí lo sea) de responsabilidad directa de determinadas personas,
empresas o instituciones; el hecho de que tales catástrofes ocurran o adquieran las dimensiones que
alcanzan, sí es de clara responsabilidad humana. Quizás nadie ha querido u originado
intencionalmente las crisis económicas y sociales derivadas de la escasez del petróleo desde 1973,
del estrangulamiento del Tercer Mundo por la deuda externa, o de la actual automatización del
proceso de producción y su impacto en el empleo; aun así, la pretensión de que tales problemas se
solucionen por el automatismo del mercado, con sus consiguientes catástrofes económicas y sociales
sí son de responsabilidad humana, aunque una parte importante de la teoría económica sentencia esta
forma de proceder como necesaria e inevitable (los “nuevos clásicos” y su teoría del mecanismo
auto-corrector y las “expectativas racionales”).
Con todo, no hay ninguna razón definitiva
para que eso sea así; la razón está en el rechazo a un ordenamiento distinto de las relaciones
económicas y sociales. Los problemas reales existen y seguirán existiendo (el agotamiento del
petróleo, por ejemplo), pero el automatismo del mercado los transforma en crisis económicas y
sociales, y por consiguiente, es de responsabilidad humana el hecho de que estas consecuencias
ocurran (la lenta adopción o el bloqueo de un nuevo paradigma energético, por ejemplo).
La
vivencia de estos hechos de irresponsabilidad humana lleva al cuestionamiento del automatismo del
mercado, y por tanto, del capitalismo mismo. Al ser este automatismo la raíz del problema, se sigue
de ello que únicamente una adecuada planificación económica (un control consciente de la ley del
valor, una intervención sistemática de los mercados) es capaz de garantizar la racionalidad y una
tendencia al equilibrio económico, en términos de una distribución de los ingresos que permita la
satisfacción de las necesidades, de una estructura económica que garantice la posibilidad de empleo
para todos, y de una relación con el medio ambiente que haga sostenible la vida en el planeta. Así
pues, la necesidad de garantizar la racionalidad económica conduce a la inevitabilidad de una
planificación económica correspondiente. No se trata entonces de planificar por planificar, ni menos
aún de una planificación totalizante, sino de que exista al menos un mínimo de racionalidad
económica en la distribución de los ingresos, en la estructura del empleo y en la relación con el
medio ambiente. Luego, la planificación económica se presenta como necesaria en la medida en que se
requiera asegurar una autonomía humana de decisión con respecto a la distribución, el empleo y el
medio ambiente, dado que sólo esta autonomía garantiza que las decisiones correspondientes estén
desvinculadas del cálculo compulsivo de la rentabilidad y en función de la vida
humana.
La idea subyacente del ser humano y de la
sociedad: el ser humano como sujeto de derechos concretos a la vida.El análisis anterior presupone una imagen del ser humano que concibe a éste como un
sujeto de derechos concretos a la vida. Esta imagen parte del trabajo humano en el conjunto de la
división social del trabajo, y por tanto, se trata de un sujeto en comunidad. Adjudica al ser humano
determinados derechos a la vida que tienen que impregnar a la sociedad entera para que pueda ser
realmente una sociedad libre. La base de todos los derechos concretos a la vida es el derecho a un
trabajo digno y seguro(20). El trabajo tiene que servir a la realización de la humanidad de todos y
cada uno. Por eso, todas y todos tienen que poder trabajar y derivar de su trabajo un sustento
digno. El tipo de trabajo que hacen o el producto que producen no debe originar la negación de
su dignidad como sujetos. Recolector de basura, pastor religioso, intelectual, empresario, obrero,
campesino o presidente; todos tienen esa dignidad en cuanto sujetos de su trabajo. Se trata de una
condición para que una sociedad sea humanizada, y lo es por el carácter intrínseco de la solidaridad
entre los seres humanos(21). A partir de este derecho al trabajo se derivan otros derechos a la
vida, que son, especialmente:
a) La satisfacción de las necesidades humanas
básicas en el marco de las posibilidades del producto social. Se trata de los elementos materiales
necesarios para que haya una satisfacción de las necesidades humanas en toda su amplitud, incluyendo
las necesidades culturales y espirituales.
b) La participación en la vida
social y política, en el marco de una planificación global que asegure el empleo y la distribución
adecuada de los ingresos.
c) Un determinado orden de la vida económica y
social, en el que sea posible sostener el medio ambiente como base natural de toda la vida
humana.
Estos derechos fundamentales son a la vez derechos sociales y determinan el marco del
orden social, se trata de un orden social que no destruya las condiciones de la existencia material
de ese mismo orden, sin lo cual no podría sobrevivir ningún orden social. Estos derechos concretos a
la vida tienen que determinar el marco de vigencia de todos los derechos humanos en su
conjunto.
Si queremos dar un nombre a este tipo de seguridad en relación a los derechos
concretos a la vida humana en la sociedad, la podemos denominar humanización de las relaciones
sociales de producción. Esta humanización se mide por la vigencia efectiva de los derechos a la vida
mencionados y no, por ejemplo, por el grado de nacionalización de los medios de producción o por el
grado y amplitud de la planificación. La socialización de los medios de producción busca el
cumplimiento de los derechos concretos a la vida, y es este cumplimiento el que determina el grado
en el cual los medios de producción tienen que ser de propiedad pública y en el que el proceso
económico global tiene que ser planificado. Esta conceptualización de la socialización es necesaria
para evitar soluciones apriorísticas en relación a la determinación del sistema de propiedad y de la
planificación.
Y es urgente contraponer los derechos concretos a la vida a la ideología del
neoliberalismo, que es la ideología del mercado total y de la muerte. No se puede afirmar la vida,
si no es concibiéndola y viviéndola a partir de lo que es su base real: los derechos concretos a la
vida de todos los seres humanos.
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Hauwermeiren, Saar; Manual de Economía Ecológica. ILDIS, Quito, Ecuador, 1999.
[1] En una relación de ruptura y continuidad con este enfoque, el criterio de
riqueza humana, “… se despliega del siguiente modo: a) el desarrollo de las capacidades, y b)
la construcción de condiciones que permitan la real apropiación y despliegue de dichas capacidades
por parte de individuos, grupos, culturas y cualquier forma de vida que conviva en nuestro mundo”
(Herrera, 2000: 263). Una alternativa más ampliamente superadora del desarrollismo es la que plantea
la cuestión del progreso en el sentido de la emancipación de los seres humanos (Hinkelammert, 2003,
cap. III).
[2] No hablamos aquí de países “subdesarrollados” como aquellos que no ostentan el
PIB per cápita, el “nivel de vida” o el “estilo de vida” de los países llamados desarrollados (la
mayoría de los que componen la OECD, por ejemplo), sino que nos referirnos a aquellos países y
regiones en los que el desempleo, las desigualdades sociales y regionales, la destrucción del
ambiente y la heterogeneidad tecnológica adquieren rasgos mucho más profundos y
estructurales.
[3] Entendemos el desempleo en un sentido amplio, abarcando tanto el llamado
desempleo abierto como el subempleo (visible e invisible, ambos muy relacionados con el auto empleo
y el empleo informal); aunque sin incorporar explícitamente en el análisis otras facetas del empleo
y el desempleo relacionadas con la alienación en el trabajo y el desarrollo de las potencialidades
humanas. Pero sí tenemos muy presentes temas asociados a la “calidad del empleo”, como los derechos
laborales y las llamadas garantías sociales (derechos humanos). En suma, nos preocupa el desempleo,
particularmente en cuanto amenaza directa para una existencia humana digna y segura. No obstante, en
condiciones de precariedad del trabajo, el término “des-empleo” es inexacto, ya que el mismo
presupone relaciones de trabajo predominantemente duraderas, interrumpidas solo temporalmente; pero
tal situación no es cierta para las amplias poblaciones empobrecidas y excluidas de los países
subdesarrollados.
[4] La contradicción fundamental del sistema capitalista en su fase actual,
no es aquella tradicional entre el trabajo asalariado y el capital (individual o nacional), sino
entre el capital mundial y la humanidad, o más sucintamente, entre el capital y la vida. El capital
mundial, en cuanto sujeto –o cuasi sujeto- de la acumulación mundial vive de la explotación de la
humanidad (y del aprovechamiento irracional de la biosfera), y no simplemente del trabajo
asalariado. Sin embargo, ese capital necesita a la humanidad solo parcialmente para su acumulación,
ya que una gran parte de la misma se ha vuelto superflua y pauperizada. Pero esta parte es
precisamente la más explotada. No se trata en este caso de una explotación por extracción (de
plustrabajo), sino de una explotación por exclusión del sistema de división social del
trabajo.
[5] “… la inconsistencia radica en la forma en que se pretende impulsar el
desarrollo sostenible … a qué tipo de desarrollo sostenible nos estamos refiriendo. ¿Se trata del
desarrollo sostenible del capital o se trata del desarrollo sostenible que antepone la vida de la
gente a la producción de ganancia?” (Hughes, 1999: 164).
[6] En la visión burguesa, y
especialmente en la neoliberal, el ser humano es libre en cuanto los mercados sean libres. Así, se
niega cualquier libertad humana anterior a las relaciones mercantiles, negándose también cualquier
ejercicio de libertad en cuanto este pueda entrar en conflicto con las leyes del mercado. Libertad
es sometimiento a las leyes del mercado.
[7] Entendemos por “relaciones sociales de
producción” (siguiendo a Marx), las relaciones entre los seres humanos que regulan el acceso (y la
exclusión) de parte de la gente, a la producción y distribución de los bienes materiales.
[8]
Es el caso, por ejemplo, de los análisis del Banco Mundial sobre las limitaciones de la política
social en los países subdesarrollados.
[9] Más bien, el sistema exige e impone (a menudo con
éxito), que sean los seres humanos los que se flexibilicen, como ha ocurrido en el caso de las
políticas de flexibilidad laboral.
[10] Desde luego, esta rentabilidad depende, en última
instancia, de las condiciones de valorización y rotación del capital adelantado.
[11] Metas
de este tipo, y su correspondiente análisis teórico para realizarlas, no son comunes en lo que
respecta al empleo o la pobreza (“metas” con carácter demagógico desde luego que si abundan). Una
notable excepción, sin embargo, es el régimen de política monetaria conocido como “inflación meta”;
en el cual el Banco Central pretende estabilizar la tasa de inflación alrededor de un valor numérico
previamente anunciado. La teoría incluye un análisis de las precondiciones para su aplicación, entre
ellas, precondiciones institucionales, técnicas y macroeconómicas. Independientemente de su
consistencia teórica y la evidencia empírica, este caso evidencia que el dominio del capital
financiero sobre el conjunto de la economía capitalista lo conduce a priorizar la política económica
en función de sus propios intereses, incluso recurriendo a técnicas de programación
macroeconómica.
[12] La tasa de ganancia, desvestida de su ropaje fetichizado, mide
simplemente el aporte al crecimiento del producto efectivamente producido y en este sentido, a la
eficiencia formal. No mide el costo implicado en el proceso destructivo de las fuentes de la
producción de la riqueza producida. El costo medido por la contabilidad de la empresa capitalista es
un costo de extracción del producto a partir del trabajo y de la naturaleza. Los efectos
destructivos derivados de esta producción no entran en el cálculo. Por eso mismo la teoría del valor
trabajo sigue siendo acertada, hoy más que nunca, pues capta de manera adecuada este carácter
extractivo/destructivo de la producción capitalista.
[13] Sería necesario cambiar la práctica
y la teoría de los conceptos claves de la economía moderna, como aquellos que se refieren a la
creación de riqueza y a la eficiencia, trascendiendo la racionalidad instrumental medio-fin e
insertándola dentro de un marco más general de racionalidad reproductiva.
[14] En este
proceso destructivo participaríamos incluso los seres humanos individuales, en la medida en que nos
transformemos y actuemos como “capital humano”.
[15] En los años ochenta del siglo pasado,
las compañías bananeras de Centroamérica utilizaban en sus plantaciones un químico altamente nocivo
para la fertilidad de la tierra a largo plazo, aunque producía mayor productividad (competitividad)
a corto plazo, el llamado nemagón. Este químico se utilizó durante varios años, hasta que se
descubrió que también era extremadamente nocivo para la salud humana, produciendo, entre otros
efectos, esterilidad en el aparato reproductivo de quienes se exponían a él.
[16] Los
análisis tradicionales de la política social (Banco Mundial, Banco Interamericano de Desarrollo, y
en menor medida, la CEPAL), más bien insisten en que determinadas tasas de crecimiento son
necesarias para obtener tal meta de reducción de la pobreza y del desarrollo en general.
Recientemente, el mismo Banco Mundial impulsó la creación de la Comisión sobre el Desarrollo y el
Crecimiento, presidida por los premios Nobel de economía Spence y Solow. El Informe de la Comisión
concluye, como es normal, que el crecimiento económico es imprescindible para erradicar la pobreza;
es decir, sin reproducción ampliada del capital tal meta no es posible.
[17] La teoría
económica convencional ha hecho un redescubrimiento parcial y limitado de estos efectos indirectos,
a los que denomina, externalidades, que pueden ser positivas o negativas. Pero más que
externalidades, se trata de “propiedades emergentes”, tal como se entiende este término en el
paradigma de la complejidad.
[18] Aunque sean determinadas estructuras las que lleven a estos
efectos indirectos de la acción intencional; la intencionalidad sigue siendo lo básico y el punto de
partida. El cambio de estructuras de por sí no resuelve el problema, sino que permite resolverlo.
Puede posibilitar que las intenciones y las decisiones sean las adecuadas para lograr los efectos
buscados. El cambio de estructuras tampoco resuelve el problema ético, sino que lo presupone. Sin un
ethos que decida no excluir a ningún ser humano, las estructuras no pueden efectuar tal inclusión.
Pero sin estructuras adecuadas, el ethos no puede realizarse y no puede alcanzar el efecto deseado.
Por eso, el ethos orienta y empuja hacia la transformación de las estructuras.
[19] La
satisfacción de las necesidades humanas presupone el reconocimiento mutuo entre los seres humanos
como sujetos que se autodeterminan y que por lo tanto son libres. Pero la tesis defendida es que, en
el reconocimiento entre seres humanos como sujetos que se autodeterminan está implicado el
reconocimiento de la satisfacción de las necesidades básicas de todos. Por eso este reconocimiento
como sujetos no es una necesidad más, sino la raíz del respeto por la satisfacción de las
necesidades.
[20] No reducimos el trabajo a lo que el capitalismo ha hecho de él: trabajo
asalariado, contrato de trabajo. Trabajo es el conjunto de actividades mediante las cuales el ser
humano se proyecta sobre el mundo exterior para transformarlo en valores de uso que sirven a la
satisfacción de sus necesidades. El trabajo hace disponible el mundo exterior a un sujeto cuya
dignidad orienta la producción y distribución de los valores de uso producidos por el trabajo
del conjunto de los sujetos productores.
[21] Hablamos aquí de una solidaridad existencial,
incluso ontológica. Las muchas solidaridades humanas voluntarias existen en función de esta
solidaridad existencial, intrínsecamente contenida en la propia subjetividad del ser
humano.