Cuba: desde el período especial a la elección de Raúl Castro
El Futuro de la Democracia en América Latina
Movimientos Sociales-Movimientos Políticos
Belém du Para, 29 y 30 de mayo de 2008
Decir mucho en una presentación tan breve es imposible. Decir cosas que motiven preguntas, reflexiones y debate, es siempre un desafío. Voy a optar por intentar esto último, que es lo que queda en el marco de lo posible. Para ello me voy a atener a ideas que he escrito en artículos o expuesto en entrevistas, publicadas en su momento aquí y allá.
Un compatriota con quien conversaba hace poco sobre las complicaciones actuales de la realidad cubana y la latinoamericana, me hizo un agudo comentario: el problema de los países hermanos del continente que tratan de cambiar sus realidades es el de cómo salir de la ley de la selva sin caer en el caos, el de los cubanos sería cómo salir del caos sin caer bajo la ley de la selva. Claro que aquí me voy a limitar a la realidad y los retos que afronta Cuba, los de salir del caos sin plegarse a la ley de la selva.
Fidel Castro bautizó como «período especial de tiempo de paz» lo que previó se produciría en el proyecto socialista cubano de desintegrarse el sistema soviético. Aún no había sucedido la catástrofe cuando acuñó la frase, pero si un líder socialista la veía posible era él, que desde los años 60 compartía una prevención que el Che Guevara no dudó en vaticinar de manera bastante más explícita. Me atrevería a afirmar que la caída que sufrió el sistema cubano fue la más aguda dentro de los países que dependían del mundo que se vino abajo. La desconexión económica, en primer plano, con múltiples implicaciones, no sólo coyunturales sino estructurales, como la desvalorización del azúcar y el cítrico, dos de los principales sectores productivos, que de repente quedaron sin mercados; los efectos sociales inevitables de la caída, la cual acentuó fuertemente las condiciones de austeridad para la población; la vulnerabilidad incrementada ante un bloqueo sostenido e intensificado desde los Estados Unidos. Se adoptaron reformas que introdujeron elementos de mercado temprano en los 90, coyunturales unas, y otras que tocaban estructuras, no como parte de un plan articulado, y se asumieron con reticencias, o con la aspiración de revertirlas, pero que sirvieron para contener la caída hacia mediados de la década. Pero no fue posible hablar en rigor de una recuperación económica hasta que se inició el cambio en el escenario regional que propiciaría para Cuba una nueva perspectiva de integración.
Estas reformas, que no podían aportar una reanimación económica sostenida, provocaron, sin embargo, una ruptura del patrón de igualdad que había mantenido al mínimo las diferencias de ingresos familiares en las décadas anteriores. En los 80 la proporción de lo percibido por el decil de más altos ingresos superaba en sólo 4.5 veces lo percibido por el de menores ingresos(1); con la explosión del ingreso extrasalarial y la entrada de remesas se estima que esa proporción llegó a finales de los 90 a ser superior a 15 a 1(2). De manera que las distorsiones que vemos hoy en el escenario socioeconómico cubano resumen los efectos caotizadores combinados de la desconexión y derrumbe de la economía, de una parte, y de otra de las medidas aplicadas para contener la caída. Sin pasar por alto los viejos efectos combinados de las limitaciones impuestas por el bloqueo y las generadas por desaciertos administrativos: los viejos efectos dan contexto a los nuevos.
Otra vez en Cuba nos hemos visto obligados a repensar nuestra transición socialista. La tuvimos que repensar a principios de los setenta cuando se demostró que el alcance del poderío estadounidense estaba en condiciones de arruinar a un vecino tan frágil con sólo privarlo de escenario de inserción. Fue entonces que la dirigencia política optó por adscribir el proceso al bloque soviético. Esa decisión aseguró un crecimiento económico decoroso y los recursos para costear los patrones de justicia social y equidad, aun en condiciones sociales de austeridad. El tercer momento de la transición cubana iba a tener otro carácter: se nos planteaba ahora como una disyuntiva. O una durísima ruta de preservación del proyecto socialista, en un contexto mundial de dependencia neoliberal, de mercadocracia generalizada, sin escenarios de inserción alternativos; o, por el contrario, renunciar a la propuesta socialista e iniciar la transición inversa, la que se desencadenó al este del Elba, marcada por la economía de la privatización y el mercado, la política del pluripartidismo electoral asociado a las presiones del capital, y la ideología del individualismo, de la exaltación de la competencia y la desigualdad y la insensibilización hacia la pobreza: en una palabra, la ley de la selva.
El dilema se definía ahora entre la transición de un socialismo fracasado hacia un socialismo viable, o la transición hacia un capitalismo que amablemente se nos aconsejaba realizable con «rostro humano». Se sabe que en Cuba prevaleció claramente la primera opción, pero que nadie piense que no hubo motivación hacia el «rostro humano», ni que se trate de una idea pasada de moda del todo en el país. Porque con el socialismo viable sucede lo que con la democracia participativa: carece de referente concreto; de modo que todos o casi todos lo queremos pero no sabemos cómo será ni por dónde entrarle. Hasta ahora tenemos más claridad en lo que le ha faltado al experimento socialista que en las propuestas idóneas para rehacerlo. Por eso cuando me preguntaron hace cinco años, en una entrevista(3), si yo pensaba que el futuro de Cuba sería socialista, respondí que sí pero que el socialismo del siglo XXI había que reinventarlo. El verbo era, y es, en esta convicción que mantengo, muy importante, porque no se trata de rescatar con retoques el socialismo que tuvimos. Y que tenemos, en realidad. Pero también pienso que, en cualquier caso, con «rostro humano», el futuro solo se podrá hacer socialista, porque la lógica del capital va a terminar siempre por tragarse cualquier empeño sostenido de justicia social, de amparo frente a la pobreza, de fórmula social equitativa.
No lo asumo como un rechazo intuitivo del experimento socialista conocido, sino de deficiencias probadas del modelo. Hablo ahora de las del modelo, no de las que las coyunturas nos han impuesto sobre las del modelo, y que completan la amalgama del caos actual. Las del modelo las clasificaría en tres conjuntos. En primer lugar las económicas, estructurales, centradas en la confusión de socialización con estatización, la falta de ingenio para la búsqueda de formas diversificadas de socialización de la propiedad; la renuncia a buscar un patrón de eficiencia socialista que asegure la complementación de justicia y desarrollo, puesto que un proyecto de justicia social sólo es sostenible, y puede reproducirse de manera ampliada, a partir de que cuente también con un soporte económico.
En el plano político el modelo no ha sido capaz de articular íntegramente la institucionalidad que asegure el ejercicio de un verdadero poder popular: una democracia participativa. El derrumbe soviético demostró que el socialismo no podrá existir sin democracia (el capitalismo puede), y democracia quiere decir poder «del pueblo, por el pueblo y para el pueblo», como afirmó Abraham Lincoln, aunque poco y mal puede hacerse si no se frena el poder del capital. Democracia no significa pluripartidismo electoral (se vuelve un negocio más) ni partidocracia movilizadora (que desplaza el sentido del «partido vanguardia»). Creo que es necesario que el partido, si pretende legitimar su papel en «formar la república», como lo veía José Martí, también debe vivir, en sistemas como el nuestro, una transición, que lo consolide más como vanguardia, y menos como poder institucional directo. Tengo esperanzas de ver los inicios de este cambio.
Un tercer plano está dado por los factores subjetivos, sobre lo cual existe un arsenal de enunciados de valores irrealizados desde la antigüedad (en los Evangelios, por ejemplo) y no sólo como propósitos incumplidos de los socialismos. Una sociedad en la cual la salida de las condiciones de pobreza se siga viendo hoy como la sumatoria de las soluciones familiares o individuales nunca saldrá por completo de la pobreza porque no saldrá de la enajenación. En la sociedad cubana el sentido de la solidaridad se ha logrado retener como un valor esencial, y es en este plano en el que se distanció más del deterioro ético que se filtró en el bloque del Este. Sin embargo, también dentro de la sociedad cubana, la crisis de paradigma sufrida a partir del derrumbe y las complejidades de los 90 han distorsionado sensiblemente estos valores.
Me he detenido en esta formulación genérica para expresar donde veo los grandes desafíos que tenemos por delante los cubanos en el siglo XXI, al optar por el socialismo. Problemas que se traducen en una sociedad en la cual predomina una dislocación entre ingresos y poder adquisitivo, la economía informal se ha superpuesto a la formal, el salario del empleado de limpieza de un hospital puede ser superior al de los especialistas mejor pagados, y de no pagarse esos sueldos nadie haría la limpieza en los hospitales. Más allá de las reformas salariales se requiere llegar a las causas del problema.
Es obvio que la realidad presente muestra una compleja panoplia de necesidades de cambio en la transición cubana. Pero es así precisamente porque la opción es la del camino socialista. La otra transición hubiera sido más sencilla, al ponerlo todo en manos del mercado. Y también terrible, porque la lógica del capital no perdona: consolida desigualdades, agudiza y extiende la pobreza, empeña soberanías, compromete futuros. Habríamos perdido en Cuba medio siglo de sacrificios. Es la transición socialista la que requiere a cada paso la inteligencia del cambio, la evaluación de cada resultado, combinar la mirada puesta en el horizonte con la del día a día, la del gran panorama con la de la calle. Y permitir que el pueblo asuma cada vez más un protagonismo en lo que se construye. Que las masas se pongan en condiciones de participar cada vez más – como diría Ernesto Che Guevara – en la decisión de qué parte de los ingresos de la sociedad va al consumo y qué parte a la acumulación(4).
Salvo en el plano de la soberanía efectiva no hay que pensar que las tragedias de los cubanos son muy distintas a las de otros pueblos. Las diferencias se materializan sobre todo en los instrumentos con que contamos unos y otros para modificar nuestras realidades.
La dramática revelación de Fidel Castro, en noviembre de 2005, de que la Revolución podía perderse desde adentro por corrupción era certera, y los que le escuchamos lo sabíamos, aun si se había vuelto a enrumbar al fin un esquema de recuperación. También sabíamos que podría perderse por inmovilismo, por acomodo, por oportunismos, por burocratismo, por falta de creatividad, y por envejecimiento. Las deformaciones se retroalimentan entre sí, y retener una ideología consecuente es un desafío que pasa por despejarlas. Por todas estas consideraciones no me gusta hablar de un «modelo cubano» sino de un «camino cubano», que se hace con horizontes económicos, políticos y morales en la mirada, pero a través de giros impuestos por la coyuntura. Camino que se ha andado a través de una mezcla de dogmas e inflexiones, de aciertos y de desaciertos. Pero cuyas tendencias han basculado, bajo el impacto de las adversidades, hacia lecturas mas abiertas, más flexibles, y a tomar más en cuenta el caudal de pensamiento – no sólo de experticias – que la propia Revolución ha creado a lo largo de cinco décadas.
El discurso de Raúl Castro el 26 de julio del pasado año, que anunció la disposición a realizar los cambios que fueran necesarios, incluidos los estructurales, se volvió emblemático al seguirse de un llamado a la discusión abierta. La discusión remontó el debate, creciente en los últimos años, sobre errores pretéritos, para introducirse en los más acuciantes problemas que atraviesa hoy el país. Desde las penurias y necesidades cotidianas hasta las proyecciones económicas, políticas y sociales. El sistema político socialista cubano ha dado un giro sensible en su capacidad receptiva, y el debate dentro de la Revolución (que equivale a decir dentro de la opción por la transición socialista) se ha convertido poco a poco en un componente de la cultura política.
He dejado para el final el tema del traspaso de mandatos. No es que carezca de importancia, es que no concibo magnificarlo. La transferencia de la jefatura del Estado a Raúl era la solución prevista de continuidad de la opción socialista, y así lo recoge la legislación fundamental vigente. De otra parte, es obvio también que los seres humanos no son iguales, y cada jefe de Estado solo se parece a sí mismo. Ni siquiera cada papa es igual a su antecesor, aunque jamás le contradiga en una encíclica, y ni en una oración. De cuáles virtudes de Fidel como estadista carecerá Raúl, y que virtudes mostrará de las cuales Fidel haya podido carecer es una especulación que sólo la historia del difícil período que le ha tocado podrá dejar cuenta.
La Habana, 15 de mayo de 2008
[1] CIEM-PNUD: Investigación sobre derechos humanos y equidad en Cuba, editorial Caguayo, S.A., La Habana, 2000.
[2] Mayra Espina Prieto: Efectos sociales del reajuste económico: igualdad, desigualdad, procesos de complejización de la sociedad cubana, ponencia presentada en el Congreso de Latin American Studies Association (LASA), Dallas, marzo de 2003.
[3] Punto Final, No. 641, 11 de abril de 2003, Santiago de Chile.
[4] Ernesto Che Guevara: Apuntes críticos a la Economía Política, pag. 147, Ocean Sur, La Habana, 2006.