Henry Mora Jiménez
Universidad Nacional, Costa Rica
Grupo Pensamiento Crítico, Costa Rica.
I ¿Qué nos dice el Teorema de Arrow[1]?
En la teoría de la elección social, el Teorema de Imposibilidad de Arrow (TIA) establece que cuando se tienen tres o más alternativas para que un cierto número de personas voten por ellas (o establezcan un orden de prioridad entre ellas), no es posible diseñar un sistema de votación (o un procedimiento de elección) que permita generalizar las preferencias de los individuos hacia una “preferencia social” de toda la comunidad; de manera tal, que al mismo tiempo se cumplan ciertos criterios “razonables” de racionalidad y valores democráticos[2]. O en términos más sencillos: en ausencia de una unanimidad plena y bajo hipótesis que parecen razonables, el interés colectivo no puede existir.
Los valores democráticos (la dimensión valorativa del proceso de elección)[3] que se exige cumplir son (en el siguiente apartado se hará explícita la relación entre estos valores y el ideal liberal):
1-Principio de no-dictadura: No existen individuos que determinen la ordenación de las preferencias sociales con independencia de las preferencias del resto. Nadie puede imponer la decisión social. Todos cuentan por igual (un ciudadado = un voto).
2-Dominio no restringido o universalidad. La regla de elección social debería crear un orden completo por cada posible conjunto de órdenes de preferencias individuales. En términos más sencillos: cualquier preferencia individual es legítima, las alternativas pueden ser cualquier cosa.
3-Eficiencia (débil) de Pareto. Si ninguno veta una opción y alguien la prefiere, entonces, a escala social se prefiere. O de otra forma: si un subconjunto de la sociedad prefiere una opción y esta no es vetada por ningún otro subconjunto, entonces a nivel social se prefiere.
4-Independencia de alternativas irrelevantes. La ordenación social entre dos alternativas sólo depende de esas dos alternativas y no de la forma en que estas ordenen a otras (el orden entre A y B no depende de C).
5-Principio anti-estratégico. No es posible expresar preferencias falsas, esto es, no se admite mentir.
Se supone además que los agentes económicos individuales son “racionales”, y por racionalidad se entiende la formulación usual de preferencias de los agentes que son transitivas, reflexivas y completas. La transitividad y la completitud definen a un individuo calculador de sus propios intereses.
Transitividad: sean A, B y C opciones, situaciones o estados. Si APB (A es estrictamente preferido a B) y BPC, entonces APC. Esto tanto al nivel de la elección individual como para la elección social.
La transitividad permite establecer un “orden de preferencias” entre las distintas alternativas que se nos presentan. La ordenación es lineal y no puede dar lugar a ciclos o contradicciones. La transitividad significa que el individuo es un “calculador lógico” o consistente.
Completitud: todas las alternativas disponibles deben ser consideradas y pueden ser comparables (el individuo puede decidir si entre dos opciones, una es preferida a la otra o ambas le son indiferentes).
El problema se plantea cuando pasamos del nivel de las preferencias (opciones, decisiones) individuales a las preferencias o decisiones sociales, esto es, cuando intentamos diseñar una regla que permita establecer un orden entre las distintas preferencias a nivel social. En este caso se pueden dar relaciones circulares o contradictorias, desapareciendo la transitividad de la relación de preferencia social, como en el caso de la paradoja de Condorcet[4].
Así, la pregunta básica que se formula la teoría de la elección social es:
¿Bajo que condiciones resulta posible que las preferencias agregadas de un conjunto de individuos sean racionales (reflexivas, transitivas, completas), al tiempo que satisfacen determinadas condiciones axiológicas (las cinco antes indicadas)?
O en otros términos:
¿Es posible una “Función de Elección Social” que agregue todas las preferencias individuales y que el orden social resultante sea racional y democrático?
Por extensión, este problema se ha relacionado con la posible inexistencia del “interés general” o del “bien común” en una “sociedad democrática”, pero luego veremos que una “función de elección social” y el “bien común” no son términos equiparables. Además, el concepto de “democracia” deberá ser necesariamente cuestionado.
El resultado del Teorema de Arrow concluye (mediante una inapelable demostración por el método axiomático) que no existe ninguna regla de agregación de preferencias que tenga tales propiedades normativas deseables, a no ser que las preferencias sean el fiel reflejo de las de algún individuo, denominado “dictador”. Dicho de otra forma, ninguna regla de elección social puede satisfacer simultáneamente las cinco condiciones axiológicas indicadas[5].
II El Teorema de Arrow y la utopía de una “sociedad de mercado”: totalitarismo o caos.
Los axiomas de racionalidad y los valores democráticos que Arrow postula como deseables y razonables, definen en realidad una “sociedad de mercado” (con su correspondiente ética del mercado), es decir, una sociedad que se constituye (y se interpreta) a partir de la racionalidad formal o, en palabras de Max Weber, de la racionalidad medio-fin, que es una racionalidad concebida a partir del individuo calculador, y donde las relaciones interpersonales son relaciones contractuales, esto es, relaciones voluntarias entre propietarios de cualquier cosa[6].
Tenemos aquí la médula de la concepción burguesa de igualdad (y de libertad). En efecto, la igualdad burguesa es una igualdad contractual (no simplemente formal): somos iguales porque actuamos como individuos que pactamos contratos unos con otros y procedemos según esos contratos (los contratos obligan a actuar correspondientemente). Todos los intercambios son vistos en términos contractuales, todo es mercado: mercado de bienes, mercado de servicios, mercado de factores productivos, mercado de votos, mercado de afectos, etc.[7]
Veamos caso por caso cómo los criterios de Arrow se refieren efectivamente a este tipo idealizado de sociedad:
Principio de no-dictadura: No existen individuos que determinen la ordenación de las preferencias sociales con independencia de las preferencias del resto. Es el ideal republicano (y en general burgués) de un orden democrático entendido como “elecciones libres”: voto universal, anónimo y secreto, con urnas impersonales. Su propósito es convertir la “elección social” en la suma de las decisiones individuales y el acto de votar en un acto privado. Es el elogio del sufragio universal y de las decisiones por mayoría (simple o calificada).
Dominio no restringido o universalidad. Se deben tomar en cuenta todas las combinaciones posibles de las preferencias individuales. El dominio privado es irreductible y en él sólo cuentan las preferencias[8].
Aquí interesa resaltar que la condición de Arrow (siguiendo la tradición neoclásica) no hace distinción entre preferencias y necesidades, o mejor dicho, no existen necesidades, solo preferencias[9]. Todos los juicios de hecho son del tipo medio-fin, y no existen juicios del tipo vida-muerte.
No imposición o Eficiencia (débil) de Pareto. Si para todo individuo APB entonces socialmente APB. La ordenación de las preferencias sociales depende de las ordenaciones individuales y no son impuestas por otros criterios, como la tradición o el azar. De nuevo, es el ideal burgués de la constitución de la sociedad a partir de la suma de los intereses individuales (el individuo propietario y calculador de sus intereses). Además, las ordenaciones son ordinales, no cardinales, lo que conduce a este criterio de comparabilidad muy general (y estándar) como lo es el óptimo de Pareto, que es un criterio de estricta eficiencia formal desentendido de las relaciones interpersonales y de la justicia distributiva[10].
Independencia de alternativas irrelevantes. Todo lo que debe importar en el proceso de elección social son las ordenaciones relativas de pares de alternativas A y B. Esto es: i) las preferencias están dadas (no hay posibilidad de reordenamientos, por ejemplo, a través del debate y la deliberación), ii) no existen relaciones interpersonales directas (sólo relaciones indirectas, relaciones “de valor” –Marx), iii) si la sociedad no logra la unanimidad y se polariza, no hay posibilidad de acuerdos (que eviten, por ejemplo, una confrontación destructiva).
En resumen, si se excluyen las comparaciones interpersonales “de utilidad” (lo que está implícito en las condiciones axiológicas), la función de bienestar social sólo puede ser alcanzada mediante métodos dictatoriales. Por eso Sen le da tanta importancia a la introducción de “comparaciones interpersonales”, lo que nos aleja del mundo neoclásico de individuos anónimos y aislados que solo se relacionan indirectamente a través de precios y contratos[11].
En efecto, la introducción de “comparaciones interpersonales” permite plantear el problema de la elección social como un proceso de decisión interdependiente, y esta interacción social implica conflictos, algunos negociables y otros no negociables, por lo que la búsqueda del bienestar social puede replantearse como una búsqueda de las condiciones para la convivencia social (sobre esto nos extenderemos más adelante).
Principio anti-estratégico: con posterioridad a los trabajos seminales de Arrow, se descubrió que el TIA contiene implícita una ética funcional del mercado, resumida en el llamado “principio anti-estratégico”: no es posible expresar preferencias falsas, o sea, no es posible mentir (los contratos obligan)[12]. Los individuos profesan una estricta moral kantiana, se supone “hombres de honor”.
Estas cinco “condiciones electorales” y éticas definen el “proceso político” tal como lo entiende Arrow en su artículo de 1951. Así, el “proceso político” de la elección social arrowiana está regido por la misma racionalidad con que los individuos se comportan en el mercado. Individuos calculadores en lo económico y en lo político, por eso decimos que se trata de individuos inscritos en una sociedad de mercado y no sólo en una "economía de mercado".
Racionalidad. Se supone además que los agentes económicos individuales son “racionales”: las preferencias de los agentes son transitivas, reflexivas y completas. Pero la clave de la racionalidad arrowiana es la transitividad, pues implica individuos calculadores.
Pero se trata más bien de un criterio de consistencia en las decisiones (individuos coherentemente egoístas), más que un criterio de racionalidad. Además, al no haber relaciones ni comparaciones interpersonales, tampoco existe “el interés por el otro”, por eso Sen llama a estos individuos calculadores, “tontos racionales”, y busca una “base informacional” más rica que la provista por el cálculo utilitario[13].
Otro rasgo de la teoría de Arrow es que los objetos de la elección social no son canastas de bienes, sino, “estados del mundo”, expectativas de carácter subjetivo, endógeno y cualitativo. Los individuos calculadores de Arrow no son simples consumidores, son “ciudadanos” con expectativas económicas y políticas, y con valores religiosos y culturales; pero este ciudadano es un ciudadano burgués que no limita su accionar calculador a los aspectos económicos, sino que potencialmente incluye todo el ámbito social (como luego intentará formular Gary Becker). Es un “ciudadano” en una sociedad de mercado.
Así llegamos a este resultado: la imposibilidad de Arrow es válida para este tipo de utopía de sociedad (relaciones generalizadas de propiedad), y no necesariamente para otras sociedades. Aun así, sigue siendo la percepción crítica más aguda (en la tradición neoclásica) de la imposibilidad de resolver a través del mercado, el conflicto entre la elección individual y la elección social (totalitarismo o caos). La lógica del mercado (intercambios, contratos) es incapaz de hacer compatibles los ordenamientos de las preferencias individuales con los de la sociedad, y esto lo sostiene un teorema inscrito en el marco categorial neoclásico. Desde un ángulo positivo, podemos reconocer que el TIA y sus extensiones pueden verse como un estudio exhaustivo de las limitaciones, contradicciones e imposibilidades que una “sociedad de mercado” impone a los procesos de decisión social y a la búsqueda del “interés general”.
Para ser justos, digamos que Arrow intuye que la formación de otros juicios de valor (otra ética) que invaliden su propio teorema únicamente es posible más allá del mercado. En otras palabras, pensar que la “función de bienestar social” se deriva de las fuerzas autónomas del mercado es negar la complejidad inherente al proceso de elección social, y más aun, del bien común. El caso más obvio y estudiado es el de la justicia distributiva, pues en cuanto que expresión de la elección social, esta no cabe dentro de los cánones del mercado.
III Bienestar social y bien común.
Hemos supuesto hasta ahora que el bienestar social y el bien común son conceptos similares, pero lo único que tienen en común es su referencia a un “proceso”, aunque definido muy distintamente. En la teoría de la elección social tenemos un proceso de elección social a partir de preferencias u opciones individuales dadas, que además, en el TIA replica el comportamiento de los individuos en el mercado[14].
En el bien común se trata de un proceso de experimentación y discernimiento a partir de las necesidades y de los proyectos de vida de sujetos de la praxis. El bien común del pensamiento crítico (Hinkelammert) no es el interés general de Adam Smith, basado en el mito de la mano invisible, esto es, un interés que se realiza automáticamente siempre y cuando todas las relaciones humanas se canalicen por relaciones contractuales: en esta visión el interés particular logra el interés del otro en cuanto que se realice por la vía de la igualdad contractual.
Además, el bien común no debe entenderse como una norma o regla de elección. Tampoco el bien común es una meta calculable (a partir de los intereses particulares calculables), ni siquiera “a largo plazo”. El bien común surge de la respuesta al conflicto, pero, ¿de qué conflicto hablamos? Lo analizamos a continuación.
IV ¿En qué sociedad es posible el bien común?[15]
El examen que hemos hecho del TIA nos permite sostener este resultado: una sociedad de mercado “democrática” es empíricamente imposible. Esto por cuanto, si es democrática, tiende al caos (rompimiento de la transitividad, inestabilidades profundas), y sólo puede evitar el caos recurriendo al totalitarismo.
El bien común es un horizonte de transformación social referido a la búsqueda de una sociedad libre y democrática, a una sociedad en la que quepamos todos y todas, naturaleza incluida. Si el bien común (y ni siquiera el “bienestar social”), es alcanzable en una sociedad de mercado, ¿en qué tipo de sociedad el bien común es un proyecto posible? ¿Cuál es la principal condición inicial para el bien común? Creemos que esta condición inicial es el reconocimiento del conflicto, pero no nos referimos acá a cualquier conflicto ni, en especial, al conflicto entre los intereses particulares calculables que resultan de la teoría de la elección social o de la teoría de juegos (comportamiento estratégico); sino al conflicto entre el sistema institucional y los derechos humanos de emancipación. Veamos.
En un marco neoclásico o neoinstitucionalista, y a partir del reconocimiento de la mutua interdependencia entre actores rivales, estos actúan estratégicamente buscando llegar a equilibrios que no impliquen la eliminación del adversario, lo que sería absurdo en un mundo de mutua dependencia (la muerte de uno conduciría a la muerte del otro). El conflicto es considerado como un problema de “interdependencia estratégica”, en donde las decisiones de un individuo dependen y están relacionadas con las del rival.
Así, más que un proceso de votación, la democracia sería un procedimiento de amenazas y negociación, que implicaría que las expectativas se ajusten o acondicionen a las de los otros individuos. Las personas tienen que negociar, intercambiar, regatear y alcanzas consensos, bajo la amenaza del exterminio mutuo. Y solo cuando los conflictos resultan insuperables se podría llegar a resultados análogos a los del Teorema de Imposibilidad de Arrow (caos), por lo que este tipo de análisis conduce a buscar sociedades integradas y estables.
Nos interesa aquí otro tipo de conflicto y su reconocimiento como fundamento para el bien común. En los siglos XVII y XVIII el surgimiento del individuo autónomo es interpretado como una emancipación. Emancipación frente a la tradición, frente al despotismo monárquico, frente a la sociedad feudal, frente a los dogmas de la sociedad medieval y el catolicismo. Claro está, es la emancipación del individuo propietario que entiende ahora la igualdad como igualdad contractual, pero ciertamente es emancipación.
Pero con esta primera emancipación moderna surge un nuevo conflicto que brota desde adentro de la sociedad burguesa: es la demanda frente a los efectos indirectos (muchas veces no intencionales) de esta igualdad contractual, demanda que enfrenta estos efectos sin por ello abandonar la emancipación del individuo autónomo. Se trata de efectos discriminatorios que surgen desde adentro de la igualdad contractual y que –esto es importante-, no es violación de esta. En el interior de esta igualdad reaparece la dominación[16].
La igualdad contractual se transforma ella misma en relación de dominación, y lo hace por su lógica interna, que es una lógica de compra-venta (en general, de intercambio entre valores equivalentes). Por medio de la compra-venta se transmiten poderes, y estos poderes establecen una relación de dominación que en ningún momento viola la igualdad contractual.
El sentido de la emancipación tiene entonces que renovarse, para referirse ahora a la respuesta a este tipo de discriminación que se manifiesta dentro de la igualdad contractual y que adquiere múltiples dimensiones: discriminación en el contrato laboral (explotación), discriminación de la mujer producida en el interior de la igualdad contractual (desigualdad y estratificación por sexo, que no es simple residuo o herencia del patriarcado ancestral), discriminación por racismo (una desigualdad en relación con la propia igualdad contractual). Y más recientemente vivimos una cuarta dimensión de este conflicto: el conflicto por la destrucción de la naturaleza. En este caso se trata igualmente de un conflicto entre la libertad/igualdad contractual y los afectados –aunque sean afectados indirectos-, en razón de las consecuencias destructoras que la destrucción de la naturaleza puede tener.
Emerge un conflicto necesario entre los derechos de la igualdad contractual y sus efectos sobre el ser humano y la naturaleza. Aparece en respuesta el ser humano como sujeto. Y el reconocimiento de estas discriminaciones aparece como derechos humanos por reivindicar frente a los efectos de la libertad contractual.
Frente a estas tendencias, desembocamos en la necesidad de una ética del bien común. La relación mercantil, al totalizarse, produce distorsiones de la vida humana y de la naturaleza que amenazan esta vida. Esta amenaza la experimentamos. La ética del bien común surge como consecuencia de esta experiencia de las víctimas por las distorsiones que el mercado produce en la vida humana y en la naturaleza, por lo que esta ética resulta de la experiencia y no de una derivación a priori a partir de alguna supuesta naturaleza humana. Experimentamos el hecho de que las relaciones mercantiles totalizadas distorsionan la vida humana y, por consiguiente, violan el bien común.
Este bien común en nombre del cual surge la ética del bien común es histórico. En el grado en el cual cambian las distorsiones que la relación mercantil totalizada produce, cambian también las exigencias del bien común. Estas exigencias resultan ser el bien común, el cual se desarrolla con el tipo de distorsiones producidas.
Conforme el sistema institucionalizado se transforma más y más en un “mecanismo de funcionamiento”, el ser humano y la naturaleza se transforman más y más en simples objetos o entornos de este mecanismo. Por eso, los efectos indirectos de este mecanismo de funcionamiento que tiende a totalizar las relaciones humanas en cuanto que relaciones contractuales, son percibidos por el pensamiento dominante como “efectos externos”, “externalidades”. Pero son en realidad distorsiones que este mecanismo provoca sobre las condiciones de posibilidad de la vida humana y de la naturaleza.
Esta ética del bien común tiene como su norte la reproducción continua de las condiciones de posibilidad de la vida humana, y surge en conflicto con el sistema, porque no es derivable de ningún cálculo de utilidad (interés propio). El bien común se destruye en el grado en el que toda acción humana es sometida a un cálculo de utilidad. La violación del bien común es el resultado de esta generalización del cálculo de utilidad. Por eso tampoco el bien común se puede expresar como un cálculo de interés propio “a largo plazo”. El bien común interpela al mismo cálculo de interés propio. Va más allá del cálculo y lo limita. El cálculo “a largo plazo” desemboca necesariamente en un cálculo del límite de lo aguantable, como ocurre con el concepto institucionalizado de “desarrollo sostenible”.
Esta ética del bien común introduce valores, valores a los cuales tiene que ser sometido cualquier cálculo de utilidad (o de interés propio). Son valores del bien común cuya validez se constituye con anterioridad a cualquier cálculo, y que desemboca en un conflicto con el cálculo de utilidad y sus resultados. Estos valores interpelan al sistema y en su nombre se requiere ejercer resistencia para intervenirlo y transformarlo. El bien común es este proceso en el cual los valores del bien común son enfrentados al sistema para interpelarlo, intervenirlo y transformarlo. Pero estos valores no son leyes ni normas, son criterios sobre leyes y normas.
El problema es entonces este: ¿Cómo fundar teóricamente los derechos del individuo autónomo al mismo tiempo que se asegure la emancipación frente a la discriminación implícita que la igualdad contractual conlleva? Solo en una sociedad que acepte este conflicto originario es el bien común un horizonte posible.
Y aunque no es el tema de este artículo (pero si su necesaria continuación), podemos sugerir que una solución a este problema no es posible sino a partir del reconocimiento del conflicto entre la libertad/igualdad contractual y las necesidades y exigencias de la emancipación humana frente a las consecuencias destructoras de esta libertad/igualdad contractual. Este reconocimiento implica la aceptación de este conflicto como legítimo. Implica a la vez la renuncia a las soluciones únicas, con las cuales se quiere eliminar el conflicto (en realidad, multiplicidad de conflictos) para volver a crear una supuesta instancia capaz de determinar las soluciones. Es la ilusión de que la democracia permite sustituir estos conflictos por decisiones mayoritarias; pero también la democracia constituye dominación y manipulación, como bien lo han dejado establecido algunas extensiones del Teorema de Imposibilidad de Arrow. Es la ilusión de la tradición occidental.
El problema tiene que ser resuelto afirmando que este conflicto no es substituible y no tiene soluciones únicas ni definitivas, sino que precisamente expresa la mediación necesaria del bien común. Esto presupone que el conflicto, cada conflicto, sea llevado a una negociación, y por ende a un diálogo. El objeto de este diálogo, sin embargo, no son las normas, sino el enjuiciamiento de las normas a la luz del bien común.
[1] Este teorema fue demostrado por el premio Nobel de Economía Kenneth Arrow en su tesis doctoral Social Choice and individual values, y dado a conocer en su libro del mismo nombre editado en 1951. El artículo original, A Difficulty in the Concept of Social Welfare, fue publicado en The Journal of political Economy, en agosto de 1950. El teorema comenzó siendo una curiosidad y una paradoja dentro del marco teórico de la economía neoclásica (la imposibilidad de un orden social basado en el interés propio que cumpla con ciertos criterios básicos de democracia), pero terminó siendo la base de la moderna teoría de la elección social. En lo que sigue, evitaremos el formalismo axiomático que caracteriza a esta teoría, y en lo posible, el uso del lenguaje técnico.
[2] Arrow (como otros neoclásicos) admite que el mercado puede fallar y, de hecho falla (externalidades, bienes públicos, distribución del ingreso e información limitada o incertidumbre), y en parte, la teoría de la elección social que él funda busca encontrar una respuesta a los problemas no resueltos a través del mercado.
[3] Sin duda, el marco categorial de Arrow incluye una dimensión ética que intenta ser parte del corpus de la teoría, pero se trata de una ética funcional a los mecanismos de decisión establecidos en los mercados, esto es, una ética del mercado.
[4] Supongamos los siguientes órdenes individuales de preferencias (tres individuos, A, B y C). Para el individuo A: XPY, YPZ, XPZ (este último por transitividad). Para el individuo B: YPZ, ZPX, YPX (por transitividad). Para el individuo C: ZPX, XPY, ZPY (por transitividad). Mediante la regla de la mayoría tendríamos las siguientes preferencias del grupo: 1) XPY (pues ello es válido para los votantes A y C); 2) YPZ (votantes A y B); 3) ZPX (votantes B y C). Ahora bien, por regla de transitividad, tenemos también XPZ (por 1 y 2), lo que nos lleva a una situación contradictoria (pues, por 3, ZPX).
[5] Ante este resultado tan pesimista se han sugerido diversos caminos para una “versión constructiva” de la teoría de la elección; desde un rediseño de la estructura axiomática (dentro y fuera del marco conceptual arrowiano) hasta un replanteamiento de la teoría de la justicia; pero en su versión inicial, y dado el marco institucional que pretende representar, los resultados del teorema se han mantenido incólumes. Simultáneamente, otros resultados “pesimistas” han surgido, como el teorema de Gibbard y Satterthwaite (una función de decisión social cuyo rango tenga al menos tres alternativas es no manipulable si y sólo si es dictatorial), o la paradoja del liberal paretiano de Sen (en cualquier sistema de elección social, para obtener una decisión colectiva con selecciones individuales independientes, es imposible satisfacer simultáneamente el criterio del óptimo de Pareto y un marco de “libertad mínima”).
[6] La teoría del mercado de Walras enfoca a este desde la perspectiva de las mercancías y el “sistema de precios”, lo que lo obliga a recurrir (en ausencia de una teoría del dinero) al tristemente célebre “subastador central”. Otro economista marginalista, F. Edgeworth (siguiendo posiblemente a John Locke), antepone las relaciones contractuales entre individuos a la dinámica propia de las mercancías, centrando la atención en la forma en que los individuos contratan. Arrow se inscribe en la tradición de Edgeworth (y de Locke).
[7] Desde luego, este concepto de igualdad contractual tiene su fundamento en la propiedad privada, pero no en cualquier tipo de propiedad privada, sino en la propiedad para la acumulación, y por tanto, en la eficiencia y la competencia (propiedad privativa). Pero en los modelos de la teoría económica neoclásica, la propiedad privada que allí aparece no es propiedad privativa: todos tienen acceso a ella.
[8] Esta condición se ha tratado de relajar introduciendo restricciones económicas que provocan que el conjunto factible de alternativas no sea un producto cartesiano; por ejemplo, restricciones que afecten la estructura de las alternativas, o mediante restricciones que limiten el tipo de preferencias individuales admisibles.
[9] Tal como vimos en el apartado anterior, la teoría de la elección social estudia el proceso de agregación de las preferencias individuales en una preferencia social. Además, estas preferencias –y las alternativas- están dadas (no hay “debate político”). Tampoco hay “asuntos públicos” sobre los que resolver (reina el “principio de intimidad”): el dominio privado es irreductible y en él solo cuentan las preferencias.
[10] Un óptimo de Pareto indica aquella situación donde no es posible mejorar la situación de un agente sin perjudicar a otro(s), lo que puede ocurrir en los más disímiles (y socialmente inaceptables) marcos distributivos. Para Sen, y en presencia de “comparaciones interpersonales”, existe un conflicto entre la libertad individual y el óptimo de Pareto (imposibilidad de un liberal paretiano). Como aclara Stiglitz, “El criterio de Pareto … es individualista en dos sentidos. En primer lugar, sólo le preocupa el bienestar de cada persona y no el bienestar relativo de diferentes personas. … En segundo lugar, es la percepción que cada individuo tiene de su propio bienestar lo que cuenta”. Joseph Stiglitz, Economics of the public sector, pp. 31.
[11] El supuesto estándar en la teoría de la competencia pura y perfecta de que no existen externalidades refleja perfectamente la cosmología neoclásica: la ausencia de “efectos externos” significa en realidad que no existen relaciones directas entre las personas, por lo que todo el mundo de las relaciones humanas aparece dominado por relaciones indirectas a través de los precios y los contratos. Un rasgo propio del mundo mercantil (el fetichismo) es convertido en “tipo ideal”.
[12] En términos muy generales, una regla de decisión es manipulable si hay al menos un individuo al que le conviene mentir.
[13] A. Sen intenta invalidar el TIA introduciendo “información adicional” en el proceso de toma de decisiones, que en el fondo es el intento por alejarse de la utopía de una sociedad de mercado y de los “tontos racionales”.
[14] No pretendemos negar el valor heurístico que para una crítica del mercado tienen los resultados de Arrow. Mencionemos algunos de los más importantes: i) la introducción en el análisis de los juicios de valor más allá de la racionalidad del homo economicus, ii) la incorporación de realidades que, con mucho, escapan a la valoración monetaria (los estados del mundo), iii) aunque su método axiomático no lo permite incorporar, Arrow acepta que es factible hacer comparaciones interpersonales entre estados del mundo, reto que A. Sen asume plenamente, iv) hace explícito que existe un “proceso de elección social”, lo que da al traste con el agente representativo de la teoría neoclásica estándar (que convierte este agente en un pequeño dictador); y obliga a introducir en el proceso de elección la dimensión política.
[15] El presente apartado se basa en Hinkelammert, Franz: La negativa a los valores de la emancipación humana y la recuperación del bien común, Revista Pasos No. 90, pp. 15-32, DEI, Costa Rica, 2000.
[16] Incluso en el caso más sencillo de un modelo de intercambio puro (trueque), objeto predilecto del paradigma neoclásico, el necesario recurso a un “subastador walrasiano”, ya incorpora una relación de dominación entre los agentes del intercambio, siempre que el subastador sea “racional” y busque maximizar su propio interés. La igualdad contractual contiene el germen de la dominación.
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